e) La evolución
25. Para
terminar toda esta materia sobre la fe y sus «variantes gérmenes» resta,
venerables hermanos, oír, en último lugar, las doctrinas de los modernistas
acerca del desenvolvimiento de entrambas cosas. Hay aquí un principio general:
en toda religión que viva, nada existe que no sea variable y que, por lo tanto,
no deba variarse. De donde pasan a lo que en su doctrina es casi lo capital, a
saber: la evolución. Si, pues, no queremos que el dogma, la Iglesia, el culto
sagrado, los libros que como santos reverenciamos y aun la misma fe
languidezcan con el frío de la muerte, deben sujetarse a las leyes de la
evolución. No sorprenderá esto si se tiene en cuenta lo que sobre cada una de
esas cosas enseñan los modernistas. Porque, puesta la ley de la evolución,
hallamos descrita por ellos mismos la forma de la evolución. Y en primer lugar,
en cuanto a la fe. La primitiva forma de la fe, dicen, fue rudimentaria y común
para todos los hombres, porque brotaba de la misma naturaleza y vida humana.
Hízola progresar la evolución vital, no por la agregación externa de nuevas
formas, sino por una creciente penetración del sentimiento religioso en la
conciencia. Aquel progreso se realizó de dos modos: en primer lugar,
negativamente, anulando todo elemento extraño, como, por ejemplo, el que
provenía de familia o nación; después, positivamente, merced al
perfeccionamiento intelectual y moral del hombre; con ello, la noción de lo
divino se hizo más amplia y más clara, y el sentimiento religioso resultó más
elevado. Las mismas causas que trajimos antes para explicar el origen de la fe
hay que asignar a su progreso. A lo que hay que añadir ciertos hombres
extraordinarios (que nosotros llamamos profetas, entre los cuales el más
excelente fue Cristo), ya porque en su vida y palabras manifestaron algo de
misterioso que la fe atribuía a la divinidad, ya porque lograron nuevas
experiencias, nunca antes vistas, que respondían a la exigencia religiosa de
cada época. Mas la evolución del dogma se origina principalmente de que hay que
vencer los impedimentos de la fe, sojuzgar a los enemigos y refutar las
contradicciones. Júntese a esto cierto esfuerzo perpetuo para penetrar mejor
todo cuanto en los arcanos de la fe se contiene. Así, omitiendo otros ejemplos,
sucedió con Cristo: aquello más o menos divino que en él admitía la fe fue
creciendo insensiblemente y por grados hasta que, finalmente, se le tuvo por
Dios. En la evolución del culto, el factor principal es la necesidad de
acomodarse a las costumbres y tradiciones populares, y también la de disfrutar
el valor que ciertos actos han recibido de la costumbre. En fin, la Iglesia
encuentra la exigencia de su evolución en que tiene necesidad de adaptarse a
las circunstancias históricas y a las formas públicamente ya existentes del
régimen civil. Así es como los modernistas hablan de cada cosa en particular. Aquí,
empero, antes de seguir adelante, queremos que se advierta bien esta doctrina
de las necesidades o indigencias (o sea, en lenguaje vulgar, dei
bisogni, como ellos la llaman más expresivamente), pues ella es como la
base y fundamento no sólo de cuanto ya hemos visto, sino también del famoso
método que ellos denominan histórico.
26.
Insistiendo aún en la doctrina de la evolución, debe además advertirse que, si
bien las indigencias o necesidades impulsan a la evolución, si la evolución
fuese regulada no más que por ellas, traspasando fácilmenté los fines de la
tradición y arrancada, por lo tanto, de su primitivo principio vital, se
encaminará más bien a la ruina que al progreso. Por lo que, ahondando más en la
mente de los modernistas, diremos que la evolución proviene del encuentro
opuesto de dos fuerzas, de las que una estimula el progreso mientras la otra
pugna por la conservación. La fuerza conservadora reside vigorosa en la Iglesia
y se contiene en la tradición. Represéntala la autoridad religiosa, y eso tanto
por derecho, pues es propio de la autoridad defender la tradición, como de
hecho, puesto que, al hallarse fuera de las contingencias de la vida, pocos o
ningún estímulo siente que la induzcan al progreso. Al contrario, en las
conciencias de los individuos se oculta y se agita una fuerza que impulsa al
progreso, que responde a interiores necesidades y que se oculta y se agita
sobre todo en las conciencias de los particulares, especialmente de aquellos
que están, como dicen, en contacto más particular e íntimo con la vida.
Observad aquí, venerables hermanos, cómo yergue su cabeza aquella doctrina tan
perniciosa que furtivamente introduce en la Iglesia a los laicos como elementos
de progreso. Ahora bien: de una especie de mutuo convenio y pacto entre la
fuerza conservadora y la progresista, esto es, entre la autoridad y la conciencia
de los particulares, nacen el progreso y los cambios. Pues las conciencias
privadas, o por lo menos algunas de ellas, obran sobre la conciencia colectiva;
ésta, a su vez, sobre las autoridades, obligándolas a pactar y someterse a lo
ya pactado. Fácil es ahora comprender por qué los modernistas se admiran tanto
cuando comprenden que se les reprende o castiga. Lo que se les achaca como
culpa, lo tienen ellos como un deber de conciencia. Nadie mejor que ellos
comprende las necesidades de las conciencias, pues la penetran más íntimamente
que la autoridad eclesiástica. En cierto modo, reúnen en sí mismos aquellas
necesidades, y por eso se sienten obligados a hablar y escribir públicamente.
Castíguelos, si gusta, la autoridad; ellos se apoyan en la conciencia del
deber, y por íntima experiencia saben que se les debe alabanzas y no
reprensiones. Ya se les alcanza que ni el progreso se hace sin luchas ni hay
luchas sin víctimas: sean ellos, pues, las víctimas, a ejemplo de los profetas
y Cristo. Ni porque se les trate mal odian a la autoridad; confiesan
voluntariamente que ella cumple su deber. Sólo se quejan de que no se les oiga,
porque así se retrasa el «progreso» de las almas; llegará, no obstante, la hora
de destruir esas tardanzas, pues las leyes de la evolución pueden refrenarse,
pero no del todo aniquilarse. Continúan ellos por el camino emprendido; lo
continúan, aun después de reprendidos y condenados, encubriendo su increíble
audacia con la máscara de una aparente humildad. Doblan fingidamente sus cervices,
pero con sus hechos y con sus planes prosiguen más atrevidos lo que
emprendieron. Y obran así a ciencia y conciencia, ora porque creen que la
autoridad debe ser estimulada y no destruida, ora porque les es necesario
continuar en la Iglesia, a fin de cambiar insensiblemente la conciencia
colectiva. Pero, al afirmar eso, no caen en la cuenta de que reconocen que
disiente de ellos la conciencia colectiva, y que, por lo tanto, no tienen
derecho alguno de ir proclamándose intérpretes de la misma.
27.
Así, pues, venerables hermanos, según la doctrina y maquinaciones de los
modernistas, nada hay estable, nada inmutable en la Iglesia. En la cual
sentencia les precedieron aquellos de quienes nuestro predecesor Pío IX ya
escribía: «Esos enemigos de la revelación divina, prodigando estupendas
alabanzas al progreso humano, quieren, con temeraria y sacrílega osadía,
introducirlo en la religión católica, como si la religión fuese obra de los
hombres y no de Dios, o algún invento filosófico que con trazas humanas pueda
perfeccionarse»(14). Cuanto a la revelación, sobre todo, y a los dogmas, nada
se halla de nuevo en la doctrina de los modernistas, pues es la misma reprobada
ya en el Syllabus, de Pío IX, y enunciada así: «La revelación
divina es imperfecta, y por lo mismo sujeta a progreso continuo e indefinido
que corresponda al progreso de la razón humana»(15), y con más solemnidad en el
concilio Vaticano, por estas palabras: «Ni, pues, la doctrina de la fe que Dios
ha revelado se propuso como un invento filosófico para que la perfeccionasen
los ingenios humanos, sino como un depósito divino se entregó a la Esposa de
Cristo, a fin de que la custodiara fielmente e infaliblemente la declarase. De
aquí que se han de retener también los dogmas sagrados en el sentido perpetuo
que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, ni jamás hay que apartarse de él
con color y nombre de más alta inteligencia»(16); con esto, sin duda, el
desarrollo de nuestros conocimientos, aun acerca de la fe, lejos de impedirse,
antes se facilita y promueve. Por ello, el mismo concilio Vaticano prosigue
diciendo: «Crezca, pues, y progrese mucho e incesantemente la inteligencia,
ciencia, sabiduría, tanto de los particulares como de todos, tanto de un solo
hombre como de toda la Iglesia, al compás de las edades y de los siglos; pero
sólo en su género, esto es, en el mismo dogma, en el mismo sentido y en la
misma sentencia»(17).
28.
Después que, entre los partidarios del modernismo, hemos examinado al filósofo,
al creyente, al teólogo, resta que igualmente examinemos al historiador, al
crítico, al apologista y al reformador. Algunos de entre los modernistas, que
se dedican a escribir historia, se muestran en gran manera solícitos por que no
se les tenga como filósofos; y aun alardean de no saber cosa alguna de
filosofía. Astucia soberana: no sea que alguien piense que están llenos de
prejuicios filosóficos y que no son, por consiguiente, como afirman,
enteramente objetivos. Es, sin embargo, cierto que toda su historia y crítica
respira pura filosofía, y sus conclusiones se derivan, mediante ajustados
raciocinios, de los principios filosóficos que defienden, lo cual fácilmente
entenderá quien reflexione sobre ello. Los tres primeros cánones de dichos
historiadores o críticos son aquellos principios mismos que hemos atribuido
arriba a los filósofos; es a saber: el agnosticismo, el principio de la
transfiguración de las cosas por la fe, y el otro, que nos pareció podía
llamarse de la desfiguración. Vamos a ver las conclusiones de cada uno de
ellos. Según el agnosticismo, la historia, no de otro modo que la ciencia,
versa únicamente sobre fenómenos. Luego, así Dios como cualquier intervención
divina en lo humano, se han de relegar a la fe, como pertenecientes tan sólo a
ella. Por lo tanto, si se encuentra algo que conste de dos elementos, uno
divino y otro humano — como sucede con Cristo, la Iglesia, los sacramentos y
muchas otras cosas de ese género —, de tal modo se ha de dividir y separar, que
lo humano vaya a la historia, lo divino a la fe. De aquí la conocida división,
que hacen los modernistas, del Cristo histórico y el Cristo de la fe; de la
Iglesia de la historia, y la de la fe; de los sacramentos de la historia, y los
de la fe; y otras muchas a este tenor. Después, el mismo elemento humano que,
según vemos, el historiador reclama para sí tal cual aparece en los monumentos,
ha de reconocerse que ha sido realzado por la fe mediante la transfiguración
más allá de las condiciones históricas. Y así conviene de nuevo distinguir las
adiciones hechas por la fe, para referirlas a la fe misma y a la historia de la
fe; así, tratándose de Cristo, todo lo que sobrepase a la condición humana, ya
natural, según enseña la psicología, ya la correspondiente al lugar y edad en
que vivió. Además, en virtud del tercer principio filosófico, han de pasarse
también como por un tamiz las cosas que no salen de la esfera histórica; y
eliminan y cargan a la fe igualmente todo aquello que, según su criterio, no se
incluye en la lógica de los hechos, como dicen, o no se acomoda a las personas.
Pretenden, por ejemplo, que Cristo no dijo nada que pudiera sobrepasar a la
inteligencia del vulgo que le escuchaba. Por ello borran de su historia real y
remiten a la fe cuantas alegorías aparecen en sus discursos. Se preguntará, tal
vez, ¿según qué ley se hace esta separación? Se hace en virtud del carácter del
hombre, de su condición social, de su educación, del conjunto de circunstancias
en que se desarrolla cualquier hecho; en una palabra: si no nos equivocamos,
según una norma que al fin y al cabo viene a parar en meramente subjetiva. Esto
es, se esfuerzan en identificarse ellos con la persona misma de Cristo, como
revistiéndose de ella; y le atribuyen lo que ellos hubieran hecho en
circunstancias semejantes a las suyas. Así, pues, para terminar, a
priori y en virtud de ciertos principios filosóficos — que sostienen,
pero que aseguran no saber —, afirman que en la historia que llaman real Cristo
no es Dios ni ejecutó nada divino; como hombre, empero, realizó y dijo lo que
ellos, refiriéndose a los tiempos en que floreció, le dan derecho de hacer o
decir.
29.
Así como de la filosofía recibe sus conclusiones la historia, así la crítica de
la historia. Pues el crítico, siguiendo los datos que le ofrece el historiador,
divide los documentos en dos partes: lo que queda después de la triple
partición, ya dicha, lo refieren a la historia real; lo demás, a la historia de
la fe o interna. Distinguen con cuidado estas dos historias, y adviértase bien
cómo oponen la historia de la fe a la historia real en cuanto real. De donde se
sigue que, como ya dijimos, hay dos Cristos: uno, el real, y otro, el que nunca
existió de verdad y que sólo pertenece a la fe; el uno, que vivió en
determinado lugar y época, y el otro, que sólo se encuentra en las piadosas
especulaciones de la fe. Tal, por ejemplo, es el Cristo que presenta el
evangelio de San Juan, libro que no es, en todo su contenido, sino una mera
especulación. No termina con esto el dominio de la filosofía sobre la historia.
Divididos, según indicamos, los documentos en dos partes, de nuevo interviene
el filósofo con su dogma de la inmanencia vital, y hace saber que cuanto se
contiene en la historia de la Iglesia se ha de explicar por la emanación vital.
Y como la causa o condición de cualquier emanación vital se ha de colocar en
cierta necesidad o indigencia, se deduce que el hecho se ha de concebir después
de la necesidad y que, históricamente, es aquél posterior a ésta. ¿Qué hace, en
ese caso, el historiador? Examinando de nuevo los documentos, ya los que se
hallan en los Sagrados Libros, ya los sacados de dondequiera, teje con ellos un
catálogo de las singulares necesidades que, perteneciendo ora al dogma, ora al
culto sagrado, o bien a otras cosas, se verificaron sucesivamente en la
Iglesia. Una vez terminado el catálogo, lo entrega al crítico. Y éste pone mano
en los documentos destinados a la historia de la fe, y los distribuye de edad
en edad, de forma que cada uno responda al catálogo, guiado siempre por aquel
principio de que la necesidad precede al hecho y el hecho a la narración. Puede
alguna vez acaecer que ciertas partes de la Biblia, como las epístolas, sean el
mismo hecho creado por la necesidad. Sea de esto lo que quiera, hay una regla
fija, y es que la fecha de un documento cualquiera se ha de determinar
solamente según la fecha en que cada necesidad surgió en la Iglesia. Hay que
distinguir, además, entre el comienzo de cualquier hecho y su desarrollo; pues
lo que puede nacer en un día no se desenvuelve sino con el transcurso del
tiempo. Por eso debe el crítico dividir los documentos, ya distribuidos, según
hemos dicho, por edades, en dos partes — separando los que pertenecen al origen
de la cosa y los que pertenecen a su desarrollo —, y luego de nuevo volverá a
ordenarlos según los diversos tiempos.
30.
En este punto entra de nuevo en escena el filósofo, y manda al historiador que
ordene sus estudios conforme a lo que prescriben los preceptos y leyes de la
evolución. El historiador vuelve a escudriñar los documentos, a investigar
sutilmente las circunstancias y condiciones de la Iglesia en cada época, su
fuerza conservadora, sus necesidades internas y externas que la impulsaron al
progreso, los impedimentos que sobrevinieron; en una palabra: todo cuanto
contribuya a precisar de qué manera se cumplieron las leyes de la evolución.
Finalmente, y como consecuencia de este trabajo, puede ya trazar a grandes
rasgos la historia de la evolución. Viene en ayuda el crítico, y ya adopta los
restantes documentos. Ya corre la pluma, ya sale la historia concluida. Ahora
preguntamos: ¿a quién se ha de atribuir esta historia? ¿Al historiador o al
crítico? A ninguno de ellos, ciertamente, sino al filósofo. Allí todo es obra
de apriorismo, y de un apriorismo que rebosa en
herejías. Causan verdaderamente lástima estos hombres, de los que el Apóstol
diría: «Desvaneciéronse en sus pensamientos..., pues, jactándose de ser sabios,
han resultado necios»(18); pero ya llegan a molestar, cuando ellos acusan a la
Iglesia por mezclar y barajar los documentos en forma tal que hablen en su
favor. Achacan, a saber, a la Iglesia aquello mismo de que abiertamente les
acusa su propia conciencia.
31.
De esta distribución y ordenación — por edades — de los documentos necesariamente
se sigue que ya no pueden atribuirse los Libros Sagrados a los autores a
quienes realmente se atribuyen. Por esa causa, los modernistas no vacilan a
cada paso en asegurar que esos mismos libros, y en especial el Pentateuco y los
tres primeros evangelios, de una breve narración que en sus principios eran,
fueron poco a poco creciendo con nuevas adiciones e interpolaciones, hechas a
modo de interpretación, ya teológica, ya alegórica, o simplemente intercaladas
tan sólo para unir entre sí las diversas partes. Y para decirlo con más
brevedad y claridad: es necesario admitir la evolución vital de los Libros
Sagrados, que nace del desenvolvimiento de la fe y es siempre paralela a ella. Añaden,
además, que las huellas de esa evolución son tan manifiestas, que casi se puede
escribir su historia. Y aun la escriben en realidad con tal desenfado, que
pudiera creerse que ellos mismos han visto a cada uno de los escritores que en
las diversas edades trabajaron en la amplificación de los Libros Sagrados. Y,
para confirmarlo, se valen de la crítica que denominan textual, y se empeñan en
persuadir que este o aquel otro hecho o dicho no está en su lugar, y traen
otras razones por el estilo. Parece en verdad que se han formado como ciertos
modelos de narración o discursos, y por ellos concluyen con toda certeza sobre
lo que se encuentra como en su lugar propio y qué es lo que está en lugar
indebido. Por este camino, quiénes puedan ser aptos para fallar, aprécielo el
que quiera. Sin embargo, quien los oiga hablar de sus trabajos sobre los Libros
Sagrados, en los que es dado descubrir tantas incongruencias, creería que casi
ningún hombre antes de ellos los ha hojeado, y que ni una muchedumbre casi
infinita de doctores, muy superiores a ellos en ingenio, erudición y santidad de
vida, los ha escudriñado en todos sus sentidos. En verdad que estos
sapientísimos doctores tan lejos estuvieron de censurar en nada las Sagradas
Escrituras, que cuanto más íntimamente las estudiaban mayores gracias daban a
Dios porque así se dignó hablar a los hombres. Pero ¡ay, que nuestros doctores
no estudiaron los Libros Sagrados con los auxilios con que los estudian los
modernistas! Esto es, no tuvieron por maestra y guía a una filosofía que
reconoce su origen en la negación de Dios ni se erigieron a sí mismos como
norma de criterio.
32.
Nos parece que ya está claro cuál es el método de los modernistas en la
cuestión histórica. Precede el filósofo; sigue el historiador; luego ya, de
momento, vienen la crítica interna y la crítica textual. Y porque es propio de
la primera causa comunicar su virtud a las que la siguen, es evidente que
semejante crítica no es una crítica cualquiera, sino que con razón se la llama
agnóstica, inmanentista, evolucionista; de donde se colige que el que la
profesa y usa, profesa los errores implícitos de ella y contradice a la
doctrina católica. Siendo esto así, podría sorprender en gran manera que entre
católicos prevaleciera este linaje de crítica. Pero esto se explica por una
doble causa: la alianza, en primer lugar, que une estrechamente a los
historiadores y críticos de este jaez, por encima de la variedad de patria o de
la diferencia de religión; además, la grandísima audacia con que todos
unánimemente elogian y atribuyen al progreso científico lo que cualquiera de
ellos profiere y con que todos arremeten contra el que quiere examinar por sí
el nuevo portento, y acusan de ignorancia al que lo niega mientras aplauden al
que lo abraza y defiende. Y así se alucinan muchos que, si considerasen mejor
el asunto, se horrorizarían. A favor, pues, del poderoso dominio de los que
yerran y del incauto asentimiento de ánimos ligeros se ha creado una como
corrompida atmósfera que todo lo penetra, difundiendo su pestilencia.
33.
Pasemos al apologista. También éste, entre los modernistas, depende del
filósofo por dos razones: indirectamente, ante todo, al tomar por materia la
historia escrita según la norma, como ya vimos, del filósofo; directamente,
luego, al recibir de él sus dogmas y sus juicios. De aquí la afirmación,
corriente en la escuela modernista, que la nueva apología debe dirimir las
controversias de religión por medio de investigaciones históricas y
psicológicas. Por lo cual los apologistas modernistas emprenden su trabajo
avisando a los racionalistas que ellos defienden la religión, no con los Libros
Sagrados o con historias usadas vulgarmente en la Iglesia, y que estén escritas
por el método antiguo, sino con la historia real, compuesta según las normas y
métodos modernos. Y eso lo dicen no cual si arguyesen ad hominem,
sino porque creen en realidad que sólo tal historia ofrece la verdad. De
asegurar su sinceridad al escribir no se cuidan; son ya conocidos entre los
racionalistas y alabados también como soldados que militan bajo una misma
bandera; y de esas alabanzas, que el verdadero católico rechazaría, se
congratulan ellos y las oponen a las reprensiones de la Iglesia. Pero veamos ya
cómo uno de ellos compone la apología. El fin que se propone alcanzar es éste:
llevar al hombre, que todavía carece de fe, a que logre acerca de la religión
católica aquella experiencia que es, conforme a los principios de los
modernistas, el único fundamento de la fe. Dos caminos se ofrecen para esto:
uno objetivo, subjetivo el otro. El primero brota del agnosticismo y tiende a
demostrar que hay en la religión, principalmente en la católica, tal virtud
vital, que persuade a cualquier psicólogo y lo mismo a todo historiador de sano
juicio, que es menester que en su historia se oculte algo desconocido. A este
fin urge probar que la actual religión católica es absolutamente la misma que
Cristo fundó, o sea, no otra cosa que el progresivo desarrollo del germen
introducido por Cristo. Luego, en primer lugar, debemos señalar qué germen sea
ése; y ellos pretenden significarlo. mediante la fórmula siguiente: Cristo
anunció que en breve se establecería el advenimiento del reino de Dios, del que
él sería el Mesías, esto es, su autor y su organizador, ejecutor, por divina
ordenación. Tras esto se ha de mostrar cómo dicho germen, siempre inmanente en
la religión católica y permanente, insensiblemente y según la historia, se
desenvolvió y adaptó a las circunstancias sucesivas, tomando de éstas para sí
vitalmente cuanto le era útil en las formas doctrinales, culturales,
eclesiásticas, y venciendo al mismo tiempo los impedimentos, si alguno salía al
paso, desbaratando a los enemigos y sobreviviendo a todo género de
persecuciones y luchas. Después que todo esto, impedimentos, adversarios,
persecuciones, luchas, lo mismo que la vida, fecundidad de la Iglesia y otras cosas
a ese tenor, se mostraren tales que, aunque en la historia misma de la Iglesia
aparezcan incólumes las leyes de la evolución, no basten con todo para explicar
plenamente la misma historia; entonces se presentará delante y se ofrecerá
espontáneamente lo incógnito. Así hablan ellos. Mas en todo este raciocinio no
advierten una cosa: que aquella determinación del germen primitivo únicamente
se debe al apriorismo del filósofo agnóstico y evolucionista,
y que la definición que dan del mismo germen es gratuita y creada según
conviene a sus propósitos.
34.
Estos nuevos apologistas, al paso que trabajan por afirmar y persuadir la
religión católica con las argumentaciones referidas, aceptan y conceden de
buena gana que hay en ella muchas cosas que pueden ofender a los ánimos. Y aun
llegan a decir públicamente, con cierta delectación mal disimulada, que también
en materia dogmática se hallan errores y contradicciones, aunque añadiendo que
no sólo admiten excusa, sino que se produjeron justa y legítimamente: afirmación
que no puede menos de excitar el asombro. Así también, según ellos, hay en los
Libros Sagrados muchas cosas científica o históricamente viciadas de error;
pero dicen que allí no se trata de ciencia o de historia, sino sólo de la
religión y las costumbres. Las ciencias y la historia son allí a manera de una
envoltura, con la que se cubren las experiencias religiosas y morales para
difundirlas más fácilmente entre el vulgo; el cual, como no las entendería de
otra suerte, no sacaría utilidad, sino daño de otra ciencia o historia más
perfecta. Por lo demás, agregan, los Libros Sagrados, como por su naturaleza
son religiosos, necesariamente viven una vida; mas su vida tiene también su
verdad y su lógica, distintas ciertamente de la verdad y lógica racional, y
hasta de un orden enteramente diverso, es a saber: la verdad de la adaptación y
proporción, así al medio (como ellos dicen) en que se desarrolla la vida como
al fin por el que se vive. Finalmente, llegan hasta afirmar, sin ninguna
atenuación, que todo cuanto se explica por la vida es verdadero y legítimo.
35.
Nosotros, ciertamente, venerables hermanos, para quienes la verdad no es más
que una, y que consideramos que los Libros Sagrados, como «escritos por
inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor»(19), aseguramos que
todo aquello es lo mismo que atribuir a Dios una mentira de utilidad u
oficiosa, y aseveramos con las palabras de San Agustín: «Una vez admitida en
tan alta autoridad alguna mentira oficiosa, no quedará ya ni la más pequeña parte
de aquellos libros que, si a alguien le parece o difícil para las costumbres o
increíble para la fe, no se refiera por esa misma perniciosísima regla al
propósito o a la condescendencia del autor que miente»(20). De donde se
seguirá, como añade. el mismo santo Doctor, «que en aquéllas (es a saber, en
las Escrituras) cada cual creerá lo que quiera y dejará de creer lo que no
quiera». Pero los apologistas modernistas, audaces, aún van más allá. Conceden,
además, que en los Sagrados Libros ocurren a veces, para probar alguna
doctrina, raciocinios que no se rigen por ningún fundamento racional, cuales
son los que se apoyan en las profecías; pero los defienden también como ciertos
artificios oratorios que están legitimados por la vida. ¿Qué más? Conceden y aun
afirman que el mismo Cristo erró manifiestamente al indicar el tiempo del
advenimiento del reino de Dios, lo cual, dicen, no debe maravillar a nadie,
pues también El estaba sujeto a las leyes de la vida.¿Qué suerte puede caber
después de esto a los dogmas de la Iglesia? Estos se hallan llenos de claras
contradicciones; pero, fuera de que la lógica vital las admite, no contradicen
a la verdad simbólica, como quiera que se trata en ellas del Infinito, el cual
tiene infinitos aspectos. Finalmente, todas estas cosas las aprueban y
defienden, de suerte que no dudan en declarar que no se puede atribuir al
Infinito honor más excelso que el afirmar de El cosas contradictorias.Mas,
cuando ya se ha legitimado la contradicción, ¿qué habrá que no pueda
legitimarse?
36.
Por otra parte, el que todavía no cree no sólo puede disponerse a la fe con
argumentos objetivos, sino también con los subjetivos. Para ello los
apologistas modernistas se vuelven a la doctrina de la inmanencia. En efecto,
se empeñan en persuadir al hombre de que en él mismo, y en lo más profundo de
su naturaleza y de su vida, se ocultan el deseo y la exigencia de alguna
religión, y no de una religión cualquiera, sino precisamente la católica; pues
ésta, dicen, la reclama absolutamente el pleno desarrollo de la vida.En este
lugar conviene que de nuevo Nos lamentemos grandemente, pues entre los
católicos no faltan algunos que, si bien rechazan la doctrina de la inmanencia
como doctrina; la emplean, no obstante, para una finalidad apologética; y esto
lo hacen tan sin cautela, que parecen admitir en la naturaleza humana no sólo
una capacidad y conveniencia para el orden sobrenatural — lo cual los
apologistas católicos lo demostraron siempre, añadiendo las oportunas
salvedades —, sino una verdadera y auténtica exigencia.Mas, para decir verdad,
esta exigencia de la religión católica la introducen sólo aquellos modernistas
que quieren pasar por más moderados, pues los que llamaríamos integrales
pretenden demostrar cómo en el hombre, que todavía no cree, está latente el
mismo germen que hubo en la conciencia de Cristo, y que él transmitió a los
hombres.Así, pues, venerables hermanos, reconocemos que el método apologético
de los modernistas, que sumariamente dejamos descrito, se ajusta por completo a
sus doctrinas; método ciertamente lleno de errores, como las doctrinas mismas;
apto no para edificar, sino para destruir; no para hacer católicos, sino para
arrastrar a los mismos católicos a la herejía y aun a la destrucción total de
cualquier religión.
37.
Queda, finalmente, ya hablar sobre el modernista en cuanto reformador. Ya
cuanto hasta aquí hemos dicho manifiesta de cuán vehemente afán de novedades se
hallan animados tales hombres; y dicho afán se extiende por completo a todo
cuanto es cristiano. Quieren que se renueve la filosofía, principalmente en los
seminarios: de suerte que, relegada la escolástica a la historia de la
filosofía, como uno de tantos sistemas ya envejecidos, se enseñe a los alumnos
la filosofía moderna, la única verdadera y la única que corresponde a nuestros
tiempos.Para renovar la teología quieren que la llamada racional tome por
fundamento la filosofía moderna, y exigen principalmente que la teología
positiva tenga como fundamento la historia de los dogmas. Reclaman también que
la historia se escriba y enseñe conforme a su método y a las modernas
prescripciones. Ordenan que los dogmas y su evolución deben ponerse en armonía
con la ciencia y la historia.Por lo que se refiere a la catequesis, solicitan
que en los libros para el catecismo no se consignen otros dogmas sino los que
hubieren sido reformados y que estén acomodados al alcance del vulgo.Acerca del
sagrado culto, dicen que hay que disminuir las devociones exteriores y prohibir
su aumento; por más que otros, más inclinados al simbolismo, se muestran en
ello más indulgentes en esta materia.Andan clamando que el régimen de la
Iglesia se ha de reformar en todos sus aspectos, pero príncipalmente en el
disciplinar y dogmático, y, por lo tanto, que se ha de armonizar interior y
exteriormente con lo que llaman conciencia moderna, que íntegramente tiende a
la democracia; por lo cual, se debe conceder al clero inferior y a los mismos
laicos cierta intervención en el gobierno y se ha de repartir la autoridad,
demasiado concentrada y centralizada. Las Congregaciones romanas deben asimismo
reformarse, y principalmente las llamadas del Santo Oficio y del Índice. Pretenden
asimismo que se debe variar la influencia del gobierno eclesiástico en los
negocios políticos y sociales, de suerte que, al separarse de los ordenamientos
civiles, sin embargo, se adapte a ellos para imbuirlos con su espíritu.En la
parte moral hacen suya aquella sentencia de los americanistas: que las virtudes
activas han de ser antepuestas a las pasivas, y que deben practicarse aquéllas
con preferencia a éstas. Piden
que el clero se forme de suerte que presente su antigua humildad y pobreza,
pero que en sus ideas y actuación se adapte a los postulados del modernismo.Hay,
por fin, algunos que, ateniéndose de buen grado a sus maestros protestantes,
desean que se suprima en el sacerdocio el celibato sagrado.¿Qué queda, pues,
intacto en la Iglesia que no deba ser reformado por ellos y conforme a sus
opiniones?
38.
En toda esta exposición de la doctrina de los modernistas, venerables hermanos,
pensará por ventura alguno que nos hemos detenido demasiado; pero era de todo
punto necesario, ya para que ellos no nos acusaran, como suelen, de ignorar sus
cosas; ya para que sea manifiesto que, cuando tratamos del modernismo, no
hablamos de doctrinas vagas y sin ningún vínculo de unión entre sí, sino como
de un cuerpo definido y compacto, en el cual si se admite una cosa de él, se
siguen las demás por necesaria consecuencia. Por eso hemos procedido de un modo
casi didáctico, sin rehusar algunas veces los vocablos bárbaros de que usan los
modernistas.Y ahora, abarcando con una sola mirada la totalidad del sistema,
ninguno se maravillará si lo definimos afirmando que es un conjunto de todas
las herejías. Pues, en verdad, si alguien se hubiera propuesto reunir en uno el
jugo y como la esencia de cuantos errores existieron contra la fe, nunca podría
obtenerlo más perfectamente de lo que han hecho los modernistas. Pero han ido
tan lejos que no sólo han destruido la religión católica, sino, como ya hemos
indicado, absolutamente toda religión. Por ello les aplauden tanto los
racionalistas; y entre éstos, los más sinceros y los más libres reconocen que
han logrado, entre los modernistas, sus mejores y más eficaces auxiliares.
39.
Pero volvamos un momento, venerables hermanos, a aquella tan perniciosa
doctrina del agnosticismo. Según ella, no existe camino alguno intelectual que
conduzca al hombre hacia Dios; pero el sentimiento y la acción del alma misma
le deparan otro mejor. Sumo absurdo, que todos ven. Pues el sentimiento del
ánimo responde a la impresión de las cosas que nos proponen el entendimiento o
los sentidos externos. Suprimid el entendimiento, y el hombre se irá tras los
sentidos exteriores con inclinación mayor aún que la que ya le arrastra. Un
nuevo absurdo: pues todas las fantasías acerca del sentimiento religioso no
destruirán el sentido común; y este sentido común nos enseña que cualquier
perturbación o conmoción del ánimo no sólo no nos sirve de ayuda para
investigar la verdad, sino más bien de obstáculo. Hablamos de la verdad en sí;
esa otra verdad subjetiva, fruto del sentimiento interno y de la acción, si es
útil para formar juegos de palabras, de nada sirve al hombre, al cual interesa
principalmente saber si fuera de él hay o no un Dios en cuyas manos debe un día
caer. Para obra tan grande le señalan, como auxiliar, la experiencia. Y ¿qué
añadiría ésta a aquel sentimiento del ánimo? Nada absolutamente; y sí tan sólo
una cierta vehemencia, a la que luego resulta proporcional la firmeza y la
convicción sobre la realidad del objeto. Pero, ni aun con estas dos cosas, el
sentimiento deja de ser sentimiento, ni le cambian su propia naturaleza siempre
expuesta al engaño, si no se rige por el entendimiento; aun le confirman y le
ayudan en tal carácter, porque el sentimiento, cuanto más intenso sea, más
sentimiento será.En materia de sentimiento religioso y de la experiencia
religiosa en él contenida (y de ello estamos tratando ahora), sabéis bien,
venerables hermanos, cuánta prudencia es necesaria y al propio tiempo cuánta
doctrina para regir a la misma prudencia. Lo sabéis por el trato de las almas,
principalmente de algunas de aquellas en las cuales domina el sentimiento; lo
sabéis por la lectura de las obras de ascética: obras que los modernistas
menosprecian, pero que ofrecen una doctrina mucho más sólida y una sutil
sagacidad mucho más fina que las que ellos se atribuyen a sí mismos.
40.
Nos parece, en efecto, una locura, o, por lo menos, extremada imprudencia,
tener por verdaderas, sin ninguna investigación, experiencias íntimas del
género de las que propalan los modernistas. Y si es tan grande la fuerza y la
firmeza de estas experiencias, ¿por qué, dicho sea de paso, no se atribuye
alguna semejante a la experiencia que aseguran tener muchos millares de
católicos acerca de lo errado del camino por donde los modernistas andan? Por
ventura ¿sólo ésta sería falsa y engañosa? Mas la inmensa mayoría de los
hombres profesan y profesaron siempre firmemente que no se logra jamás el
conocimiento y la experiencia sin ninguna guía ni luz de la razón. Sólo resta
otra vez, pues, recaer en el ateísmo y en la negación de toda religión. Ni
tienen por qué prometerse los modernistas mejores resultados de la doctrina del
simbolismo que profesan: pues si, como dicen, cualesquiera elementos
intelectuales no son otra cosa sino símbolos de Dios, ¿por qué no será también
un símbolo el mismo nombre de Dios o el de la personalidad divina? Pero si es
así, podría llegarse a dudar de la divina personalidad; y entonces ya queda
abierto el camino que conduce al panteísmo. Al mismo término, es a saber, a un
puro y descarnado panteísmo, conduce aquella otra teoría de la inmanencia
divina, pues preguntamos: aquella inmanencia, ¿distingue a Dios del hombre, o
no? Si lo distingue, ¿en qué se diferencia entonces de la doctrina católica, o
por qué rechazan la doctrina de la revelación externa? Mas si no lo distingue,
ya tenemos el panteísmo. Pero esta inmanencia de los modernistas pretende y
admite que todo fenómeno de conciencia procede del hombre en cuanto hombre;
luego entonces, por legítimo raciocinio, se deduce de ahí que Dios es una misma
cosa con el hombre, de donde se sigue el panteísmo. Finalmente, la distinción
que proclaman entre la ciencia y la fe no permite otra consecuencia, pues ponen
el objeto de la ciencia en la realidad de lo cognoscible, y el de la fe, por lo
contrario, en la de lo incognoscible. Pero la razón de que algo sea
incognoscible no es otra que la total falta de proporción entre la materia de
que se trata y el entendimiento; pero este defecto de proporción nunca podría
suprimirse, ni aun en la doctrina de los modernistas; luego lo incognoscible lo
será siempre, tanto para el creyente como para el filósofo. Luego si existe
alguna religión, será la de una realidad incognoscible. Y, entonces, no vemos
por qué dicha realidad no podría ser aun la misma alma del mundo, según algunos
racionalistas afirman. Pero, por ahora, baste lo dicho para mostrar claramente
por cuántos caminos el modernismo conduce al ateísmo y a suprimir toda
religión. El primer paso lo dio el protestantismo; el segundo corresponde al
modernismo; muy pronto hará su aparición el ateísmo.
CONTINUA...
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