¿Pero no es Dios
infinitamente misericordioso?”
¿Lo preguntas
tú? ¿Cuántas veces te ha perdonado Dios? ¿Cinco? ¿Cinco mil? ¿Cincuenta mil? ¿Y
todavía preguntas si Dios es infinitamente misericordioso? ¿Pero no sabes que
si Dios no fuese infinitamente misericordioso, el mismo día que cometiste el
primer pecado mortal se hubiera abierto la tierra y te hubiera tragado al
infierno para toda la eternidad? Precisamente porque Dios es infinitamente
misericordioso espera con tanta paciencia que se arrepienta el pecador y le
perdona en el acto, apenas inicia un movimiento de retorno y de
arrepentimiento. Dios no rechaza jamás, jamás, al pecador contrito y humillado.
No se cansa jamás de perdonar al pecador arrepentido, porque es infinitamente
misericordioso, precisamente por eso. ¡Ah!, pero cuando voluntariamente,
obstinadamente, durante su vida y a la hora de la muerte, el pecador rechaza
definitivamente a Dios, sería el colmo de la inmoralidad echarle a Dios la
culpa de la condenación eterna de ese malvado y perverso pecador.No
puede tolerarse tampoco la ridícula objeción que ponen algunos: “Está bien que
se castigue al culpable; pero como Dios sabe todo lo que va a ocurrir en el
futuro, ¿por qué crea a los que sabe que se han de condenar?”Señores:
esta nueva objeción es absurda e intolerable. No es Dios quien condena al
pecador. Es el pecador quien rechaza obstinadamente el perdón que Dios le
ofrece generosamente. Es doctrina católica, señores, que Dios quiere
sinceramente que todos los hombres se salven. A nadie predestina al infierno.
Ahí está Cristo crucificado para quitarnos toda duda sobre esto. Ahí está
delante del crucifijo la Virgen de los Dolores. Dios quiere que todos los
hombres se salven, y lo quiere sinceramente, seriamente, con toda la seriedad
que hay en la cara de Cristo Crucificado. Dios quiere que todos los hombres se
salven; pero, cuando obstinadamente, con toda sangre fría, a sabiendas, se
pisotea la sangre de Cristo y los dolores de María, señores: el colmo del
cinismo, el colmo de la inmoralidad sería preguntar por qué Dios ha creado a
aquel hombre sabiendo que se iba a condenar. Señores: el colmo de la
inmoralidad.Es
ridículo, señores, tratar de enmendarle la plana a Dios. Lo ha dispuesto todo
con infinita sabiduría, y aunque, en este mundo no podamos comprenderlo,
también con infinito amor y entrañable misericordia. Más que entretenernos
vanamente en poner objeciones al dogma del infierno –que en nada alterarán su
terrible realidad– procuremos evitarlo con todos los medios a nuestro alcance.
Por fortuna estamos a tiempo todavía. ¿Nos horroriza el infierno? Pues pongamos
los medios para no ir a él.En
realidad, como os decía el primer día, éste es el único gran negocio que
tenemos planteado en este mundo. Todos los demás no tienen importancia. Son
problemitas sin trascendencia alguna.¡Muchacho,
estudiante que me escuchas! El suspenso, el quedar en ridículo, el perder las
vacaciones..., ¡cosa de risa! No tiene importancia alguna.¡Millonario
que te has arruinado, que viniste a menos, que estás sumergido en una miseria
vergonzante...!, ¡cosa de risa! Dentro de unos años, se acabó todo.Tú,
el que en una catástrofe automovilística has perdido a tu padre, a tu madre, a
tu mujer o a tu hijo, permíteme que te diga: ¡cosa de risa! Allá arriba les
volverás a encontrar.Y
tú, la mujer mártir del marido infiel, o el marido víctima de la mujer infame.
Humanamente hablando, eso es tremendo; pero mirado de tejas arriba, ¡cosa de
risa! Ya volverá todo a sus cauces, en este mundo o en el otro.La
única desgracia terriblemente trágica, la única absolutamente irreparable, es
la condenación eterna de nuestra alma.¡Eso sí que es terrible sobre toda
ponderación y encarecimiento!¡Que
se hunda todo: la salud, los hijos, los padres, la hacienda, la honra, la
dignidad, la vida misma! ¡Que se hunda todo, menos el alma! La única cosa
tremendamente seria: la salvación del alma.Estamos
a tiempo todavía. Cristo nos está esperando con los brazos abiertos.¡Pobre
pecador que me escuchas! Aunque lleves cuarenta o cincuenta años alejado de
Cristo; aunque te hayas pasado la vida entera blasfemando de Dios y pisoteando
sus santos mandamientos, fíjate bien: si
quieres hacer las paces con Él no tendrás que emprender una larga caminata;
te está esperando con los brazos abiertos. Basta con que caigas de rodillas
delante de un Crucifijo, y honradamente, sinceramente, te arranques de lo más
íntimo del alma este grito de arrepentimiento: “¡Perdóname, Señor! ¡Ten
compasión de mí!” Yo te garantizo, por la
sangre de Cristo, que en el fondo de tu corazón oirás, como el buen ladrón,
la dulce voz del divino Crucificado, que te dirá: “Hoy mismo, al caer la tarde,
al final de esta pobre vida, estarás conmigo en el Paraíso”.Pero
para ello Cristo te pone una condición sencillísima, facilísima. Que te
presentes a uno de sus legítimos representantes en la tierra, a uno de los
sacerdotes que dejó instituido en su Iglesia para que te extienda, en nombre de
Dios, el certificado de tu perdón. Basta que hables unos pocos minutos con él.
Te escuchará en confesión, te animará, te consolará con inmensa caridad y
dulzura. Y en virtud de los poderes augustos que ha recibido del mismo Cristo a
través de la ordenación sacerdotal, levantará después su mano y pronunciará la
fórmula que será ratificada plenamente en el cielo. “Yo te absuelvo, vete en
paz, y en adelante, no vuelvas a pecar”. Así sea.
CONTINUA...
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