V. El testimonio supremo del martirio
Anacleto vivió permanentemente hostigado por la
policía de Guadalajara. Se podría decir que no conoció día sin sobresalto.
Varias veces fue encarcelado. Pero cuando salía de la prisión continuaba como
antes, sin retroceder un milímetro en su designio. No podía ignorar que estaba
jugando con la muerte. Varias veces la vio muy cerca, pero jamás la esquivó,
dejando de hacer, por temor, lo que debía. La idea del sacrificio de su vida no
le era extraña ni remota. Uno de los capítulos de la última y más importante de
sus obras lleva por título: «Reina de los Mártires, ruega por nosotros». Ya
anteriormente había sostenido que si las acciones encaminadas a la salvación de
la Iglesia y de la Patria fallasen, sería preciso votar, no con papeletas, de
las que se burlaban los enemigos, sino con las propias vidas, en un plebiscito
de mártires. «Porque lo que se escribe con sangre, según la frase de Nietzsche,
queda escrito para siempre, el voto de los mártires no perece jamás». Llegó un momento en que el acoso de sus enemigos lo obligó
a esconderse. Por algunas infidencias se había enterado de que el Gobierno
estaba decidido a acabar con él, en la idea de que así la resistencia se
debilitaría sustancialmente. Una familia amiga, la de los Vargas González, le
abrió las puertas de su casa, conscientes del grave peligro al que se exponían.
Allí se guareció, disfrazándose de obrero; dejó crecer
la barba, enmarañó su cabellera, y siguió su actividad como antes. El 29 de
marzo de 1927, pasó la noche con su familia, castigada por la miseria, alternando
con su esposa, y rezando y jugando con sus tres hijitos. Fue la última vez que
los vería. El 31 del mismo mes estaba, como de costumbre, en la casa de los
Vargas González. Allí se confesó con un sacerdote que se encontraba de paso, y
después se quedó comentando con él una reciente Pastoral del Arzobispo de
Durango, que aprobaba plenamente la defensa armada. «Esto es lo que nos
faltaba, dijo Anacleto. Ahora sí podemos estar tranquilos. Dios está con
nosotros».
Era de noche. Se retiró a su cuarto, y allí se puso a
escribir para la revista Gladium, un artículo de tres páginas, papel oficio,
con excelente letra aún hoy perfectamente legible. La noticia de la que acababa
de enterarse sobre la decisión del obispo de Durango fue lo que inspiró su pluma:
«Bendición para los valientes, que defienden con las
armas en la mano la Iglesia de Dios. Maldición para los que ríen, gozan, se
divierten, siendo católicos, en medio del dolor sin medida de su Madre; para
los perezosos, los ricos tacaños, los payasos que no saben más que acomodarse y
criticar. La sangre de nuestros mártires está pesando inmensamente en la
balanza de Dios y de los hombres.
«El espectáculo que ofrecen los defensores de la
Iglesia es sencillamente sublime. El Cielo lo bendice, el mundo lo admira, el
infierno lo ve lleno de rabia y asombro, los verdugos tiemblan. Solamente los
cobardes no hacen nada; solamente los críticos no hacen más que morder;
solamente los díscolos no hacen más que estorbar, solamente los ricos cierran
sus manos para conservar su dinero, ese dinero que los ha hecho tan inútiles y
tan desgraciados».
Ya había pasado la media noche, y Anacleto seguía
escribiendo. Había empezado el día de su sacrificio, y, como dice Gómez
Robledo, iba a pasar casi sin transición de la palabra a la sangre. Escribió
entonces las palabras finales de su vida:
«Hoy debemos darle a Dios fuerte testimonio de que de
veras somos católicos. Mañana será tarde, porque mañana se abrirán los labios
de los valientes para maldecir a los flojos, cobardes y apáticos».
Nos
impresiona este hoy. ¿Era un presentimiento?
«Todavía es tiempo de que todos los católicos cumplan
su deber; los ricos que den, los críticos que se corten la lengua, los díscolos
que se sacrifiquen, los cobardes que se despojen de su miedo y todos que se
pongan en pie, porque estamos frente al enemigo y debemos cooperar con todas
nuestras fuerzas a alcanzar la victoria de Dios y de su Iglesia».
Eran las tres de la mañana y se aprestó a tomar un
breve descanso. Una hora antes, un grupo de soldados había entrado por un
balcón en la casa de Luis Padilla, brazo derecho del Maestro, deteniéndolo.
Luego, hacia las cinco, movidos por la delación de algún traidor, golpean la
puerta de los Vargas. La casa está rodeada. Hay soldados sobre las paredes y la
azotea. Tras un cateo de la casa, se llevaron a las mujeres, la madre y sus
hijas, por un lado, y a los varones que allí se encontraban, Anacleto y los
tres hermanos Vargas González, por otro. Todo esto me lo contó personalmente,
con más detalles, por supuesto, María Luisa Vargas González, una de las
hermanas, en una entrevista emocionante que mantuve con ella en la propia casa
donde sucedió lo relatado. Llegados los varones a destino, comenzó enseguida el
interrogatorio. Lo que buscaban era que Anacleto reconociera su lugar en la
lucha cristera y denunciase a los que integraban el movimiento armado católico
de Jalisco; asimismo que revelase el lugar donde se ocultaba su obispo, Orozco
y Jiménez. Anacleto no podía negar su participación en la epopeya cristera.
Bien lo sabían sus verdugos, ni era Anacleto hombre que rehuyera la
responsabilidad de sus actos. Reconoció, pues, totalmente su papel en el
movimiento desde la ciudad, pero nada dijo de sus camaradas ni del paradero del
Prelado.
Entonces comenzó la tortura, lenta y terrible. En
presencia de los que habían sido detenidos con él, lo suspendieron de los
pulgares, le azotaron, mientras con cuchillos herían las plantas de sus pies.
–Dinos, fanático miserable, ¿en
dónde se oculta Orozco y Jiménez?
–No lo sé.
La cuchilla destrozaba aquellos pies. Como dice Gómez
Robledo, «el hombre que ha vivido por la palabra va a morir por el silencio».
–Dinos, ¿quiénes son los jefes de
esa maldita Liga que pretende derribar a nuestro jefe y señor el General
Calles?
–No existe más que un solo Señor
de cielos y tierra. Ignoro lo que me preguntan…
El cuchillo seguía desgarrando aquel cuerpo. «Pica,
más, más», le decía el oficial al verdugo. De manera semejante torturaban a los
hermanos Vargas, por lo que Anacleto, colgado todavía, gritó: «¡No maltraten a
esos muchachos! ¡Si quieren sangre aquí está la mía!». Los Vargas, abrumados
por el dolor, parecían flaquear; pero Anacleto los sostenía, pidiendo morir el
último para dar ánimo a sus compañeros.
Tras descolgarlo, le asestaron un poderoso culatazo en
el hombro. Con la boca chorreando sangre por los golpes, comenzó a exhortarlos
con aquella elocuencia suya, tan vibrante y apasionada. Seguramente que nunca
ha de haber hablado como en aquellos momentos…Se suspendieron las torturas. Simuló se entonces un
«consejo de guerra sumarísimo», que condenó a los prisioneros a la pena de
muerte por estar en connivencia con los rebeldes. Al oír la sentencia, Anacleto
respondió con estas recias palabras: «Una sola cosa diré y es que he trabajado con todo
desinterés por defender la causa de Jesucristo y de su Iglesia. Vosotros me
mataréis, pero sabed que conmigo no morirá la causa. Muchos están detrás de mí
dispuestos a defenderla hasta el martirio. Me voy, pero con la seguridad de que
veré pronto desde el cielo, el triunfo de la religión en mi Patria».
Eran las 3 de la tarde del viernes 1º de abril de
1927. Anacleto recitó el acto de contrición. Aún de pie, a pesar de sus
terribles dolores, con voz serena y vigorosa se dirigió al General Ferreira, que
presenciaba la tragedia: «General, perdono a usted de corazón; muy pronto nos
veremos ante el tribunal divino; el mismo Juez que me va a juzgar será su Juez;
entonces tendrá usted un intercesor en mí con Dios».
Los soldados vacilaban en disparar sobre él. Entonces
el General hizo una seña al capitán del pelotón, y éste le dio con un hacha en
el lado izquierdo del torso. Al caer, los soldados descargaron sus armas sobre
el mártir. Con la última energía, trató de incorporarse Anacleto.
Y exclamó: «Por segunda vez oigan las Américas este grito: «Yo muero, pero Dios
no muere. ¡Viva Cristo Rey!». Se refería al grito que lanzó García Moreno en el
momento de ser asesinado. García Moreno, presidente católico del Ecuador, era
uno de sus héroes más admirados, cuya historia conocía al dedillo. Anacleto
tenía 38 años. Casi a la misma hora, en un patio interior del cuartel, eran
fusilados tanto Luis Padilla como Jorge y Rafael Vargas González. Al tercero de
los hermanos Vargas, Florentino, lo dejaron libre, por considerárselo el menor
de ellos.
Los cadáveres fueron transportados en ambulancia a la
Inspección de Policía, y allí arrojados al suelo para que sus familiares los
retiraran. Por la noche se instaló una capilla ardiente en el humilde domicilio
de González Flores. La joven viuda acercó a sus hijitos al cadáver: «Mira, dijo, dirigiéndose a su hijo mayor, ése es tu
padre. Ha muerto por confesar la fe. Promete sobre este cuerpo que tú harás lo
mismo cuando seas grande si así Dios lo pide». Guadalajara entera desfiló ante sus restos mortales,
pese a los obstáculos puestos por las autoridades. Algunos mojaban sus pañuelos
en los coágulos que quedaron en la palangana cuando el aseo del cuerpo, otros
tijereteaban su ropa para llevarse consigo alguna reliquia. Alguien le preguntó
al mayor de los hermanitos sobre la causa de la tragedia y el niño contestó,
señalando el cadáver de su padre: «Lo mataron porque quería mucho a Dios». Una
multitud lo acompañó hasta su tumba. De él diría Mons. Manríquez y Zárate: «En el
firmamento de la Iglesia Mexicana, entre la inmensa turba de jóvenes confesores
de Cristo, se destaca como el sol la noble y gallarda figura de Anacleto
González Flores, cuya grandeza moral desconcierta y cuya gloria supera a todo
encomio».
A su muerte, así cantó el poeta:
¡Patria, Patria del alma!;
Patria agobiada, sí, mas no vencida.
La sangre de tu hijo
es tu manjar de fortaleza y vida.
¡Anacleto!
Trigo de Dios fecundo
plantado en la llanura sonriente
de Jalisco, no has muerto para el mundo.
Ayer humilde grano…
eres ya espiga de oro refulgente
y alimentas al pueblo mexicano.
Grande fue mi emoción cuando me arrodillé delante de
las lápidas que cubren los cuerpos de los dos héroes de la fe: Miguel Gómez
Loza y Anacleto González Flores, en el Santuario de Guadalupe de Guadalajara.
En la de Anacleto leí esta frase imperecedera:Verbo Vita et Sanguine docuit, enseñó con la palabra, con la vida y con la sangre.
He ahí el martirio en su sentido plenario. Porque martirio significa
testimonio. Y cabe un triple testimonio: el de la palabra, por la confesión
pública de la fe; el de la vida, por las obras coherentes con lo que se cree; y
finalmente el de la sangre, como expresión suprema de la caridad y de la
fortaleza. Anacleto dio testimonio con la palabra, y en qué grado; por las
obras, y con cuánta abundancia; con la sangre, y tras cuáles torturas. Es,
pues, mártir en el sentido total de la palabra.
El 15 de octubre de 1994, la Arquidiócesis de
Guadalajara abrió, con toda solemnidad, en el Santuario de Guadalupe, el
proceso diocesano de canonización de ocho hombres que en Jalisco dieron su vida
por la fe, entre ellos Miguel Gómez Loza, a quien nos referimos ampliamente;
Luis Padilla, el amigo de nuestro héroe; Jorge y Ramón Vargas González,
compañeros de martirio de Anacleto; el arzobispo de Guadalajara, Francisco
Orozco y Jiménez, tan unido a nuestro mártir; y, como es obvio, Anacleto
González Flores. En presencia de sus familiares, hijos, sobrinos y nietos, que
sostenían sus retratos junto al altar, se leyó una síntesis de la vida de cada
uno de ellos. En la ceremonia ondearon las banderas de todos los movimientos de
la Acción Católica y de la Adoración Nocturna, de las que estos siervos de Dios
fueron miembros y fundadores.
Anacleto González Flores
Lo saben por los llanos y en la cumbre del risco
las piedras que semejan de la roca un desangre,
lo dicen enlutados los Altos de Jalisco:
enseñó con la vida, la palabra y la sangre.
O se canta en corridos con sabor de elegía
cuando ensaya la tarde un unánime adiós,
era cierto el bautismo de la alegre osadía,
era cierto que mueres pero no muere Dios.
Ni el Pantano del Norte ni el mendaz gorro frigio,
ni los hijos caídos del caído heresiarca,
callarán el salterio de tu fiel sacrificio
ofrecido en custodia de la Fe y de la Barca.
Porque el Verbo no cabe en algún calabozo,
fusileros no existen que amortajen la patria,
sobre la cruz la herida resucita de gozo,
reverdece en raíces coronadas de gracia.
Tampoco los prudentes de plegarias medrosas
atasajan tus puños de valiente cristero,
enarbolan banderas que vendrán victoriosas
más allá del ocaso, desde el alba al lucero.
Antonio Caponetto
Cortejo Funebre de Anacleto González Flores |
Beato Anacleto González y compañeros |
VIVA CRISTO REY!!!
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