IV. De la
resistencia civil al combate armado
González
Flores no limitó su acción a individuos o a pequeños grupos, sino que la
extendió a emprendimientos de alcance nacional. Particularmente se interesó en
el problema obrero, siendo el más decidido defensor de los trabajadores. Las
injusticias del capitalismo liberal lo sublevaban. Conocedor avezado de la
doctrina social de la Iglesia, abogó por la organización corporativa del
trabajo, dentro de los principios cristianos, y su papel fue protagónico en la
concreción de un enérgico despertar de la conciencia social en México. El
Primer Congreso Nacional Obrero, celebrado el año 1922 en Guadalajara, que
congregó no me-nos de 1300 personas, con la asistencia de varios Obispos, tuvo
en Anacleto a uno de sus principales gestores. Al fin quedó organizada la
Confederación Católica del Trabajo, que se extendió pronto por toda la Nación.
Desgraciadamente este proyecto promisorio sería aplastado por la Revolución. Más allá del
problema obrero, Anacleto insistía en la necesidad de organizar el conjunto de
las fuerzas católicas, hasta entonces enclaustradas en grupúsculos.«Mientras
nuestros enemigos –afirmaba– nos dan lecciones de organización, nosotros
seguimos aferrados a la rutina y el aislamiento, aunque sabemos por experiencia
que este camino sólo conduce a la derrota. Continuamos confiando en nuestro
número, satisfechos de que somos mayoría en el país. Pero así seguiremos siendo
una mayoría impotente, vencida, sujeta al furor de nuestros perseguidores. De
nada valdrá el número si no nos organizamos. Organizados, constituiremos una
fuerza irresistible. Y, entonces sí, nuestro número se hará sentir».
1. La Unión Popular y la oposición pacífica
Entusiasmado
con el procedimiento de los católicos alemanes que con su resistencia pacífica
contra la dura campaña de Bismarck, conocida con el nombre de Kulturkampf,
habían logrado imponerse en los destinos de aquella nación, creyó que en el
ambiente mexicano, tan distinto del alemán, se podrían obtener los mismos
resultados. Y así, inspirado en Windthorst, el gran adversario del Canciller
del Reich, montó una organización a la que denominó Unión Popular. Había allí
lugar para todos los católicos. Cada uno debía ocupar un puesto, según sus
posibilidades, de modo que la acción del conjunto se tornara irresistible.
Propuso
Anacleto tres cruzadas. La primera fue la de la propagación de los buenos
periódicos, junto con la declaración de guerra a los periódicos impíos, que no
se deberían recibir ni tolerar en el hogar. La segunda, la del catecismo, en
orden a lograr que todos los padres de familia llevasen a sus hijos a la
iglesia para que recibieran allí la enseñanza religiosa; más aún, había que
tratar que se enseñase el catecismo en el mayor número de lugares posibles y se
organizase la catequesis de adultos. La tercera, la cruzada del libro, que
consistía en limpiar de libros malos los hogares y procurar que en cada hogar
hubiese al menos un libro serio de formación religiosa. «Escuela, prensa y
catecismo –decía–, serán las armas invencibles de la potente organización».
Quiso Anacleto
que la Unión Popular llegase a todas partes, la prensa, el taller, la fábrica,
el hogar, la escuela, a todos los lugares donde hubiese individuos y grupos.
«Es la obra que generalizará el combate por Dios», decía, ya que «urge que el
pensamiento católico se generalice en forma de batalla y de defensa». Esta
organización creció en gran forma, propagándose a los Estados limítrofes. Su
órgano semanal, Gladium, al que ya hemos aludido, explicaba su propósito: hacer
que todos los católicos del país formasen un bloque de fuerzas disciplinadas,
conscientes de su responsabilidad individual y social, y en condiciones de
movilizarse rápidamente y de un modo constante, sea para resistir el movimiento
demoledor de la Reforma, sea para poner en marcha la reconquista de las
posiciones arrebatadas a los católicos.
Para el logro
de tales objetivos, debían aunarse todos los esfuerzos, desde los económicos
hasta los intelectuales. Con engranaje sencillo y sin oficinas burocráticas, la
Unión Popular controlaba a más de cien mil afiliados que se distribuían por
todos los sectores sociales, tanto en la ciudad como en el campo. Nadie debía
quedar inactivo. Todos tenían una misión propia que cumplir para concretar el
programa de acción delineado por el «maistro» Cleto y llevado a la práctica con
certera eficacia por su colaborador más estrecho, Miguel Gómez Loza. Cuando en el
orden nacional apareció una nueva institución, la Liga Defensora de la Libertad
Religiosa, Anacleto no se sintió emulado. Ambas organizaciones trabajaban para
los mismos fines. Durante algún tiempo mantuvo independiente a la Unión
Popular. Era natural, ya que este movimiento concentraba la mitad del poder con
que se contaba en todo el país para resistir eficazmente las acometidas del
Gobierno. Así lo entendieron también los dirigentes de la Liga, adoptando
incluso algunos de los métodos de la Unión Popular. La ventaja era el carácter
nacional de la nueva organización, que permitía formar cuadros en todo el país,
con jefes de manzana, de sector, de parroquia, de ciudad, de provincia, etc. La
idea era llegar con una sola voz, con una sola doctrina, con las mismas
directivas a todo México, en orden a vertebrar la multitud hasta entonces
informe y atomizada. Al fin, la Unión Popular quedó como sociedad auxiliar y
confederada de la Liga. El mismo Anacleto fue designado jefe local de la
Asociación Nacional.
La Liga
consideraba como héroes paradigmáticos a Iturbide, Alamán, Miramón y Mejía, y
repudiaba por igual a los liberales, masones y protestantes, aquellos
adversarios que había señalado Anacleto, tres cabezas de un solo enemigo que
trataba de destruir a México a través del imperialismo norteamericano. El
proyecto de la Liga, que empalmaba con el de la ACJM, era «restaurar todas las
cosas en Cristo», fiel al lema común: «Por Dios y por la Patria». El programa,
simple pero completo: piedad, estudio y acción. Su propagación tuvo todas las
peculiaridades de una cruzada. Sobre esa base se fue educando una generación de
jóvenes que aprendieron a detectar y aborrecer al enemigo, exaltando el México
verdadero, el de la tradición católica e hispánica, asimiladora del indígena.
Con el acceso
a la presidencia de Elías Plutarco Calles, la persecución arreció. El 2 de julio
de 1926 se hizo pública la llamada Ley Calles, atentatoria de todas las
libertades de la Iglesia. Debía entrar en vigor el 31 de julio de dicho mes.
Tres días después de su publicación, se dio a conocer una Carta Colectiva del
Episcopado Mexicano, en la que se hacía saber que no era posible sujetarse a
aquella ley, y por tanto, en señal de protesta, los cultos se suspenderían a
partir de las 12 de la noche del 31 de julio. Esta decisión irritó al tirano y
fue motivo suficiente para declarar rebeldes a obispos y sacerdotes al punto
que en todos los rincones del país empezaron a caer asesinados o prisioneros.
Ante esta
agresión brutal, Anacleto, juntamente con los demás dirigentes católicos,
declaró el boicot en todo el territorio nacional. Este método se había ensayado
en Jalisco años atrás, en 1918, a raíz de un decreto local, vejatorio para la
Iglesia.«No compre
usted absolutamente nada superfluo. Lo necesario, cómprelo a un comerciante
reconocidamente católico, y que la mercancía sea producto de una fábrica cuyos
propietarios y empleados sean católicos. No compre nada a los enemigos».Siempre se
caminaba de a pie, nada de paseos y diversiones; el servicio de luz quedó
reducido al mínimo. En aquella ocasión el método resultó, ya que el decreto
infame tuvo que ser derogado.
Ahora se
retomó dicho procedimiento. Al principio, los perseguidores se burlaban de este
modo de lucha. Calles lo llamó «ridículo» Pero bien pronto comenzaron a sentir
sus efectos: el comercio se resintió, muchos teatros y cines debieron cerrar
sus puertas, mermándose así, por innumerables canales, el dinero que afluía a
las arcas del Gobierno. En Arandas, uno de los pueblos de Jalisco, se había
pedido que nadie comiera carne hasta nuevo aviso. Daba la casualidad de que el dueño
de la carnicería era el intendente. No hubo un solo cliente, fuera de los
funcionarios. En Guadalajara fueron excluidos del consumo los cigarrillos «el
Buen Tono» porque su gerente había condecorado públicamente a Calles en nombre
de las Logias Masónicas Mexicanas, por su actuación política en materia de
cultos.
Una copla
popular cantaba: «Lanzarse al boicot / sin un alfiler / al grito
de gloria y de triunfo / que dice ¡Viva Cristo Rey! / Gritar con pasión, /
volver a gritar / a cada descarga / con que intenten el grito acallar».
El boicot fue
finalmente declarado «criminal y sedicioso» y con verdadera saña se persiguió a
sus gestores. Pero los católicos no retrocedieron.
2. El paso a las armas
Llegó el 31 de
julio de 1926, que era el día señalado por el decreto presidencial para que
entrara en vigor la ley de cultos. Y era también la fecha que el Episcopado
había fijado para suspender el culto en todos los templos del país. La
efervescencia fue enorme. A la medianoche del 31, los sacerdotes hicieron
abandono de las iglesias, que quedaron al cuidado de los fieles. Comenzaron
entonces los tumultos callejeros. En Guadalajara, un numeroso grupo de jóvenes
se congregó frente el Santuario de Guadalupe, gritando: «Viva Cristo Rey,
mueran los perseguidores de la Iglesia». Por aquel
entonces nadie pensaba, ni por asomo, en recurrir a las armas. Ello era tan
cierto que en el caso particular de Jalisco la resistencia pasiva patrocinada
por Anacleto fue interpretada por el Gobierno como una actitud medrosa y cobarde,
llamando a Jalisco «el gallinero de la República».
El presidente
Calles había dicho con total claridad, en una entrevista concedida a un grupo
de católicos, que sólo había tres caminos para resolver el problema religioso:
«O se someten a las leyes, o acuden a las Cámaras, o toman las armas. Para todo
estoy preparado». Someterse a las leyes, según él lo entendía, no era sino
aceptar la destrucción de la Iglesia. Se intentó así el segundo camino,
recurriendo a las Cámaras con un memorandum, firmado por dos millones de
personas, donde se pedía formalmente la revisión de la ley. También ello fue
inútil; el documento y las firmas fueron a parar al cesto de los papeles. Se
habían puesto ya todos los medios pacíficos. ¿No habría llegado la hora del
combate armado? Así lo pensaba el vehemente Armando Téllez Vargas: «Nada tan
frecuente como que los católicos de figurón, los católicos de fiestas de
caridad, de antesala de Obispos y de primera fila de Pontificales, traten de
contener los ímpetus valerosos y justificados de la porción que quiere luchar…
Porque eso es lo que hacen los católicos paladines de la prudencia y de la
resignación, negar la Verdad. Niegan la Verdad cuando aseguran que es precisa la
sumisión a la autoridad ilegítima y perseguidora de la Iglesia; cuando claman
por la obediencia a las leyes tiránicas que tratan de sobre-ponerse a las leyes
divinas; cuando invocan la mansedumbre cristiana para abstenerse de salir a la
defensa de la Iglesia… ¡El enemigo mayor no está fuera; está en casa vestido de
hombre piadoso, de intelectual de gabinete, de filántropo!»
Aparentemente,
sólo quedaba alzarse en armas, el último de los tres caminos que el propio
Calles había señalado con anticipación. Muchos católicos comenzaron a pensar
seriamente en dicha posibilidad, dispuestos a enfrentar con la fuerza al
agresor injusto, conculcador de vidas y de haciendas, y de algo que vale
infinitamente más: la fe, los derechos de Dios. Pronto las cosas pasaron a los
hechos, formándose espontáneamente pequeños grupos armados. Algunos
Obispos estaban en contra de dicha decisión. Otros, a favor. Nombremos, entre
estos últimos, a Francisco Orozco y Jiménez, el eminente obispo de Guadalajara.
Era Orozco un hombre de gran cultura, que había estudiado en la Universidad
Gregoriana con maestros como Mazzela y Billot, versado principalmente en
historia. Cual buen pastor, recorrió su diócesis de punta a punta, con
frecuencia a caballo. La Revolución lo persiguió con saña, expresión, según él
mismo dijo, «del odio de la Masonería contra mí». Su vida fue un continuo
desafío a la política religiosa del Gobierno, en constante zozobra y en
peligros muchas veces inminentes. Durante cincuenta años fue obispo de
Guadalajara, viéndose cinco veces desterrado de su sede. Se lo ha llamado el
Atanasio del siglo XX. Actualmente está en proceso de beatificación.
Para serenar
la conciencia de los católicos en lo tocante a la licitud del levantamiento se
consultó a los mejores teólogos de las Universidades Romanas, los cuales
respondieron «que en las presentes circunstancias de México, la defensa armada,
ya que se han agotado los medios pacíficos, no sólo es lícita sino hasta
obligatoria para aquellos que no están impedidos». Y agregaban que sería un
pecado prohibir a los ciudadanos católicos hacer uso de ese derecho de defensa
que poseen.
En 1927, el
Episcopado fijó en un documento su posición al respecto. Allí se afirmaba que
los Obispos habían manifestado su inconformidad con las leyes promulgadas, así
como el propósito de lograr su revisión. En lo que se refiere a los movimientos
armados, se decía que aunque el Episcopado era ajeno a ellos, cualquiera que
conozca la doctrina de la Iglesia sabe que hay circunstancias en la vida de los
pueblos donde se torna lícito defender por las armas los derechos que en vano
se ha procurado poner a salvo por medios pacíficos. No se trataba, pues, de una
insurrección injusta, sino de un movimiento de legítima defensa. Un terrible
duelo se había declarado entre un pueblo que luchaba por su fe, y un Gobierno
que se había vuelto sordo a sus reclamos. Por tanto, concluían, tanto la Liga
Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, como los católicos en particular,
si bien en el terreno religioso deben obediencia a los Obispos, son
perfectamente libres en el ejercicio de sus derechos cívicos y políticos.
Dicha Pastoral
Colectiva fue confirmada por el Santo Padre. Como pudo leerse en aquellos días
en el Osservatore Romano, al pueblo que no consentía en someterse a la tiranía
«no le quedaba otro recurso que la rebelión armada». Fue sobre todo desde
Guadalajara, con el apoyo de «Chamula», como apodaban sus adversarios al obispo
Orozco y Jiménez, de donde partió el gran levantamiento cristero, que luego se
extendería a varios Estados de México.
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