viernes, 11 de diciembre de 2015

"ANACLETO GONZÁLEZ FLORES. MÁRTIR CRISTERO."




IV. De la resistencia civil al combate armado

González Flores no limitó su acción a individuos o a pequeños grupos, sino que la extendió a emprendimientos de alcance nacional. Particularmente se interesó en el problema obrero, siendo el más decidido defensor de los trabajadores. Las injusticias del capitalismo liberal lo sublevaban. Conocedor avezado de la doctrina social de la Iglesia, abogó por la organización corporativa del trabajo, dentro de los principios cristianos, y su papel fue protagónico en la concreción de un enérgico despertar de la conciencia social en México. El Primer Congreso Nacional Obrero, celebrado el año 1922 en Guadalajara, que congregó no me-nos de 1300 personas, con la asistencia de varios Obispos, tuvo en Anacleto a uno de sus principales gestores. Al fin quedó organizada la Confederación Católica del Trabajo, que se extendió pronto por toda la Nación. Desgraciadamente este proyecto promisorio sería aplastado por la Revolución. Más allá del problema obrero, Anacleto insistía en la necesidad de organizar el conjunto de las fuerzas católicas, hasta entonces enclaustradas en grupúsculos.«Mientras nuestros enemigos –afirmaba– nos dan lecciones de organización, nosotros seguimos aferrados a la rutina y el aislamiento, aunque sabemos por experiencia que este camino sólo conduce a la derrota. Continuamos confiando en nuestro número, satisfechos de que somos mayoría en el país. Pero así seguiremos siendo una mayoría impotente, vencida, sujeta al furor de nuestros perseguidores. De nada valdrá el número si no nos organizamos. Organizados, constituiremos una fuerza irresistible. Y, entonces sí, nuestro número se hará sentir».

1. La Unión Popular y la oposición pacífica

Entusiasmado con el procedimiento de los católicos alemanes que con su resistencia pacífica contra la dura campaña de Bismarck, conocida con el nombre de Kulturkampf, habían logrado imponerse en los destinos de aquella nación, creyó que en el ambiente mexicano, tan distinto del alemán, se podrían obtener los mismos resultados. Y así, inspirado en Windthorst, el gran adversario del Canciller del Reich, montó una organización a la que denominó Unión Popular. Había allí lugar para todos los católicos. Cada uno debía ocupar un puesto, según sus posibilidades, de modo que la acción del conjunto se tornara irresistible.

Propuso Anacleto tres cruzadas. La primera fue la de la propagación de los buenos periódicos, junto con la declaración de guerra a los periódicos impíos, que no se deberían recibir ni tolerar en el hogar. La segunda, la del catecismo, en orden a lograr que todos los padres de familia llevasen a sus hijos a la iglesia para que recibieran allí la enseñanza religiosa; más aún, había que tratar que se enseñase el catecismo en el mayor número de lugares posibles y se organizase la catequesis de adultos. La tercera, la cruzada del libro, que consistía en limpiar de libros malos los hogares y procurar que en cada hogar hubiese al menos un libro serio de formación religiosa. «Escuela, prensa y catecismo –decía–, serán las armas invencibles de la potente organización».

Quiso Anacleto que la Unión Popular llegase a todas partes, la prensa, el taller, la fábrica, el hogar, la escuela, a todos los lugares donde hubiese individuos y grupos. «Es la obra que generalizará el combate por Dios», decía, ya que «urge que el pensamiento católico se generalice en forma de batalla y de defensa». Esta organización creció en gran forma, propagándose a los Estados limítrofes. Su órgano semanal, Gladium, al que ya hemos aludido, explicaba su propósito: hacer que todos los católicos del país formasen un bloque de fuerzas disciplinadas, conscientes de su responsabilidad individual y social, y en condiciones de movilizarse rápidamente y de un modo constante, sea para resistir el movimiento demoledor de la Reforma, sea para poner en marcha la reconquista de las posiciones arrebatadas a los católicos.

Para el logro de tales objetivos, debían aunarse todos los esfuerzos, desde los económicos hasta los intelectuales. Con engranaje sencillo y sin oficinas burocráticas, la Unión Popular controlaba a más de cien mil afiliados que se distribuían por todos los sectores sociales, tanto en la ciudad como en el campo. Nadie debía quedar inactivo. Todos tenían una misión propia que cumplir para concretar el programa de acción delineado por el «maistro» Cleto y llevado a la práctica con certera eficacia por su colaborador más estrecho, Miguel Gómez Loza. Cuando en el orden nacional apareció una nueva institución, la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, Anacleto no se sintió emulado. Ambas organizaciones trabajaban para los mismos fines. Durante algún tiempo mantuvo independiente a la Unión Popular. Era natural, ya que este movimiento concentraba la mitad del poder con que se contaba en todo el país para resistir eficazmente las acometidas del Gobierno. Así lo entendieron también los dirigentes de la Liga, adoptando incluso algunos de los métodos de la Unión Popular. La ventaja era el carácter nacional de la nueva organización, que permitía formar cuadros en todo el país, con jefes de manzana, de sector, de parroquia, de ciudad, de provincia, etc. La idea era llegar con una sola voz, con una sola doctrina, con las mismas directivas a todo México, en orden a vertebrar la multitud hasta entonces informe y atomizada. Al fin, la Unión Popular quedó como sociedad auxiliar y confederada de la Liga. El mismo Anacleto fue designado jefe local de la Asociación Nacional.

La Liga consideraba como héroes paradigmáticos a Iturbide, Alamán, Miramón y Mejía, y repudiaba por igual a los liberales, masones y protestantes, aquellos adversarios que había señalado Anacleto, tres cabezas de un solo enemigo que trataba de destruir a México a través del imperialismo norteamericano. El proyecto de la Liga, que empalmaba con el de la ACJM, era «restaurar todas las cosas en Cristo», fiel al lema común: «Por Dios y por la Patria». El programa, simple pero completo: piedad, estudio y acción. Su propagación tuvo todas las peculiaridades de una cruzada. Sobre esa base se fue educando una generación de jóvenes que aprendieron a detectar y aborrecer al enemigo, exaltando el México verdadero, el de la tradición católica e hispánica, asimiladora del indígena.

Con el acceso a la presidencia de Elías Plutarco Calles, la persecución arreció. El 2 de julio de 1926 se hizo pública la llamada Ley Calles, atentatoria de todas las libertades de la Iglesia. Debía entrar en vigor el 31 de julio de dicho mes. Tres días después de su publicación, se dio a conocer una Carta Colectiva del Episcopado Mexicano, en la que se hacía saber que no era posible sujetarse a aquella ley, y por tanto, en señal de protesta, los cultos se suspenderían a partir de las 12 de la noche del 31 de julio. Esta decisión irritó al tirano y fue motivo suficiente para declarar rebeldes a obispos y sacerdotes al punto que en todos los rincones del país empezaron a caer asesinados o prisioneros.

Ante esta agresión brutal, Anacleto, juntamente con los demás dirigentes católicos, declaró el boicot en todo el territorio nacional. Este método se había ensayado en Jalisco años atrás, en 1918, a raíz de un decreto local, vejatorio para la Iglesia.«No compre usted absolutamente nada superfluo. Lo necesario, cómprelo a un comerciante reconocidamente católico, y que la mercancía sea producto de una fábrica cuyos propietarios y empleados sean católicos. No compre nada a los enemigos».Siempre se caminaba de a pie, nada de paseos y diversiones; el servicio de luz quedó reducido al mínimo. En aquella ocasión el método resultó, ya que el decreto infame tuvo que ser derogado.

Ahora se retomó dicho procedimiento. Al principio, los perseguidores se burlaban de este modo de lucha. Calles lo llamó «ridículo» Pero bien pronto comenzaron a sentir sus efectos: el comercio se resintió, muchos teatros y cines debieron cerrar sus puertas, mermándose así, por innumerables canales, el dinero que afluía a las arcas del Gobierno. En Arandas, uno de los pueblos de Jalisco, se había pedido que nadie comiera carne hasta nuevo aviso. Daba la casualidad de que el dueño de la carnicería era el intendente. No hubo un solo cliente, fuera de los funcionarios. En Guadalajara fueron excluidos del consumo los cigarrillos «el Buen Tono» porque su gerente había condecorado públicamente a Calles en nombre de las Logias Masónicas Mexicanas, por su actuación política en materia de cultos.

Una copla popular cantaba: «Lanzarse al boicot / sin un alfiler / al grito de gloria y de triunfo / que dice ¡Viva Cristo Rey! / Gritar con pasión, / volver a gritar / a cada descarga / con que intenten el grito acallar».
El boicot fue finalmente declarado «criminal y sedicioso» y con verdadera saña se persiguió a sus gestores. Pero los católicos no retrocedieron.

2. El paso a las armas

Llegó el 31 de julio de 1926, que era el día señalado por el decreto presidencial para que entrara en vigor la ley de cultos. Y era también la fecha que el Episcopado había fijado para suspender el culto en todos los templos del país. La efervescencia fue enorme. A la medianoche del 31, los sacerdotes hicieron abandono de las iglesias, que quedaron al cuidado de los fieles. Comenzaron entonces los tumultos callejeros. En Guadalajara, un numeroso grupo de jóvenes se congregó frente el Santuario de Guadalupe, gritando: «Viva Cristo Rey, mueran los perseguidores de la Iglesia». Por aquel entonces nadie pensaba, ni por asomo, en recurrir a las armas. Ello era tan cierto que en el caso particular de Jalisco la resistencia pasiva patrocinada por Anacleto fue interpretada por el Gobierno como una actitud medrosa y cobarde, llamando a Jalisco «el gallinero de la República».

El presidente Calles había dicho con total claridad, en una entrevista concedida a un grupo de católicos, que sólo había tres caminos para resolver el problema religioso: «O se someten a las leyes, o acuden a las Cámaras, o toman las armas. Para todo estoy preparado». Someterse a las leyes, según él lo entendía, no era sino aceptar la destrucción de la Iglesia. Se intentó así el segundo camino, recurriendo a las Cámaras con un memorandum, firmado por dos millones de personas, donde se pedía formalmente la revisión de la ley. También ello fue inútil; el documento y las firmas fueron a parar al cesto de los papeles. Se habían puesto ya todos los medios pacíficos. ¿No habría llegado la hora del combate armado? Así lo pensaba el vehemente Armando Téllez Vargas: «Nada tan frecuente como que los católicos de figurón, los católicos de fiestas de caridad, de antesala de Obispos y de primera fila de Pontificales, traten de contener los ímpetus valerosos y justificados de la porción que quiere luchar… Porque eso es lo que hacen los católicos paladines de la prudencia y de la resignación, negar la Verdad. Niegan la Verdad cuando aseguran que es precisa la sumisión a la autoridad ilegítima y perseguidora de la Iglesia; cuando claman por la obediencia a las leyes tiránicas que tratan de sobre-ponerse a las leyes divinas; cuando invocan la mansedumbre cristiana para abstenerse de salir a la defensa de la Iglesia… ¡El enemigo mayor no está fuera; está en casa vestido de hombre piadoso, de intelectual de gabinete, de filántropo!»

Aparentemente, sólo quedaba alzarse en armas, el último de los tres caminos que el propio Calles había señalado con anticipación. Muchos católicos comenzaron a pensar seriamente en dicha posibilidad, dispuestos a enfrentar con la fuerza al agresor injusto, conculcador de vidas y de haciendas, y de algo que vale infinitamente más: la fe, los derechos de Dios. Pronto las cosas pasaron a los hechos, formándose espontáneamente pequeños grupos armados. Algunos Obispos estaban en contra de dicha decisión. Otros, a favor. Nombremos, entre estos últimos, a Francisco Orozco y Jiménez, el eminente obispo de Guadalajara. Era Orozco un hombre de gran cultura, que había estudiado en la Universidad Gregoriana con maestros como Mazzela y Billot, versado principalmente en historia. Cual buen pastor, recorrió su diócesis de punta a punta, con frecuencia a caballo. La Revolución lo persiguió con saña, expresión, según él mismo dijo, «del odio de la Masonería contra mí». Su vida fue un continuo desafío a la política religiosa del Gobierno, en constante zozobra y en peligros muchas veces inminentes. Durante cincuenta años fue obispo de Guadalajara, viéndose cinco veces desterrado de su sede. Se lo ha llamado el Atanasio del siglo XX. Actualmente está en proceso de beatificación.

Para serenar la conciencia de los católicos en lo tocante a la licitud del levantamiento se consultó a los mejores teólogos de las Universidades Romanas, los cuales respondieron «que en las presentes circunstancias de México, la defensa armada, ya que se han agotado los medios pacíficos, no sólo es lícita sino hasta obligatoria para aquellos que no están impedidos». Y agregaban que sería un pecado prohibir a los ciudadanos católicos hacer uso de ese derecho de defensa que poseen.

En 1927, el Episcopado fijó en un documento su posición al respecto. Allí se afirmaba que los Obispos habían manifestado su inconformidad con las leyes promulgadas, así como el propósito de lograr su revisión. En lo que se refiere a los movimientos armados, se decía que aunque el Episcopado era ajeno a ellos, cualquiera que conozca la doctrina de la Iglesia sabe que hay circunstancias en la vida de los pueblos donde se torna lícito defender por las armas los derechos que en vano se ha procurado poner a salvo por medios pacíficos. No se trataba, pues, de una insurrección injusta, sino de un movimiento de legítima defensa. Un terrible duelo se había declarado entre un pueblo que luchaba por su fe, y un Gobierno que se había vuelto sordo a sus reclamos. Por tanto, concluían, tanto la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, como los católicos en particular, si bien en el terreno religioso deben obediencia a los Obispos, son perfectamente libres en el ejercicio de sus derechos cívicos y políticos.


Dicha Pastoral Colectiva fue confirmada por el Santo Padre. Como pudo leerse en aquellos días en el Osservatore Romano, al pueblo que no consentía en someterse a la tiranía «no le quedaba otro recurso que la rebelión armada». Fue sobre todo desde Guadalajara, con el apoyo de «Chamula», como apodaban sus adversarios al obispo Orozco y Jiménez, de donde partió el gran levantamiento cristero, que luego se extendería a varios Estados de México.

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