2. El forjador de caracteres
Hemos dicho que desde niño Anacleto fue apodado «el
maestro», por su nativa aptitud didáctica. Este «bautizo», que nació de manera
espontánea, se trocó después en cariñoso homenaje y hoy es un título glorioso.
Maestro, sobre todo, en cuanto que fue un auténtico formador de almas.
Consciente del estanca-miento del catolicismo y de la pusilanimidad de la
mayoría, o, como él mismo dijo, «del espíritu de cobardía de muchos católicos y
del amor ardiente que sienten por sus propias comodidades y por su Catolicismo
de reposo, de pereza, de apatía, de inercia y de inacción», se abocó a la
formación de católicos militantes, que hiciesen suyo «el ideal de combate»,
convencidos de que «su misión es batirse hoy, batirse mañana, batirse siempre
bajo el estandarte de la verdad». A su juicio, el espíritu de los católicos, si
querían ser de veras militantes, debía forjarse en dos nive-les, el de la
inteligencia y el de la voluntad. En el nivel de la inteligencia, ante todo, ya
que «las batallas que tenemos que reñir son batallas de ideas, batallas de
palabras». «Los medios modernos de comunicación – escribe– aunque
sirven generalmente para el mal, podrán ayudarnos, si a ellos recurrimos, para
que nuestras ideas se abran paso con mayor celeridad, en orden a ir creando una
cultura católica. No podemos seguir luchando a pedradas mientras nuestros
enemigos nos combaten con ametralladoras». En esta obra de propagación de la verdad todos pueden
hacer algo: los más rudos e ignorantes, dedicarse a estudiar; los más cultos,
enseñar a los demás; los que no son capaces de escribir ni hablar, al menos
pueden difundir un buen periódico; los que tienen destreza en hablar y
escribir, podrán adoctrinar a los demás. No nos preguntemos ya cuánto hemos
llorado, sino qué hemos hecho o qué hacemos para afianzar y robustecer las
inteligencias. A unos habrá que pedirles solamente ayuda económica; a otros su
pluma y su palabra; a otros que no compren más los periódicos laicistas; a
otros que vendan los periódicos católicos.
«Ya llegará el momento en que, después de un trabajo
fuerte, profundo de formación de conciencia, todos los espíritus estén prontos
a dar más de lo que ahora dan y entonces los menos dispuestos a sacrificarse
querrán aumentar su contingente energía. Y de este modo habremos logrado que
todos se aproximen al instante en que tengamos suficientes mártires que bañen
con su sangre la libertad de las conciencias y de las almas en nuestro país».
Anacleto no se quedó en buenas intenciones. Se propuso
constituir un grupo de personas deseosas de formarse, no limitado, por cierto,
a los de inteligencia privilegiada sino abierto a todos cuantos deseasen
adquirir una cultura lo más completa posible. Para él dicha labor era superior
a todas las demás. La influencia de ese grupo resultaría incontrastable,
«porque se hallaría en posesión de los poderes más formidables, cuales son la
idea y la palabra». Para este propósito, Anacleto se dirigió
principalmente a la juventud, a la que por once años consagró lo mejor de sus
energías. La amplia y arbolada plaza contigua al Santuario de Guadalupe, en
Guadalajara, fue su primer local, el lugar predilecto de sus tertulias. Su
verbo era fascinante. Nos cuenta el Padre H. Navarrete que siendo él estudiante
secundario, se encontró un día con Anacleto, a la sazón profesor de Historia
Patria, reunido con un grupo en la plaza del Carmen. «Sois estudiantes –les dijo–. Tras de largas
peregrinaciones por aulas e Institutos, llegaréis a con-quistar vuestra
inmediata ambición: un título profesional. Y bien, ¿qué habréis obtenido? Una
posición; es decir, pan, casa, vestido. ¿Es esto todo para el hombre? Me diréis
que de paso llenáis una misión nobilísima cultivando la ciencia. ¿Puede ser esa
la misión de un ser como el hombre?
«No es la principal labor del hombre el cultivo del
cuerpo, ni el de la inteligencia. Ha de ser el cultivo de las facultades más
altas del espíritu. La de amar; pero amar lo inmortal, lo único digno de ser
amado sin medida: amar a Dios. ¿Serán por ventura ustedes de los que se creen
que se llena esa infinita ambición con esas prácticas ordinarias del cristiano
apergaminado que asiste a misa los domingos? No. Eso no es ser cristiano. Eso
es irse paganizando; es un abandonar plácidamente la vida cristiana, pasando a
la vera del sagrado con antifaz carnavalesco, sonriendo al mundo y al vicio,
mientras en la penumbra vaga del rincón de una iglesia, precipitadamente, en
breves minutos con dolor robados a la semana, se santigua la pintada faz del comediante…
«Amar a Dios, para un joven, debe significar
entusiasmos sin medida, ardores apasionados de santo, sueños de heroísmo y
arrojos de leyenda. La vida es una milicia». Dice Navarrete que ésas y otras
ideas fue-ron brotando en medio de un diálogo vivaz, apasionante. «A mí no me
cabía duda. Aquel hombre alcanzaba los perfiles de los grandes líderes. La
claridad brillante de sus ideas unida a la férrea voluntad de un ardoroso
corazón, lo delineaban como un egregio conductor de masas. Había ahí madera
para un santo, alma para un mártir».
Anacleto atrajo en torno a sí a lo mejor de la
juventud de Guadalajara. A pocas manzanas del Santuario de Guadalupe de dicha
ciudad, a que acabamos de referirnos, una señora ofreció hospedaje y alimentación
tanto a él como a varios compañeros que estudiaban en la Universidad. Allí
convocaron a numerosos jóvenes para cursos de formación. En cierta ocasión
estaban estudiando los avatares de la Revolución francesa, sus víctimas, sus
verdugos, la Gironda, el Jacobinismo, etc., y como la que cuidaba la casa se
llamaba Gerónima, y los vecinos la llamaban doña «Gero» o «Giro», le pusieron a
la sede el nombre de «La Gironda» y a sus ocupantes «los Girondinos». Dicha
casa tenía sólo tres habitaciones. Pero allí se fueron arrimando un buen grupo
de jóvenes, unos cincuenta muchachos, atraídos por Cleto y sus compañeros de
vida juglaresca. Lejos de todo estiramiento «doctoral», la alegría
juvenil del «Maistro» se volvía contagiosa, mientras trataba temas de cultura,
de formación espiritual, de historia patria, trascendiendo a toda la ciudad,
pero más directamente a la barriada del Santuario, donde estaba la Gironda.
Refiriéndose a aquellos convivios dice Gómez Robledo que «las ideas fulguraban
en la conversación vivaz y el goce intelectual tenía rango supremo».
Anacleto estaba convencido de la importancia de su
labor intelectual en una época de tanta confusión doctrinal. Era preciso formar
lo que él llamaba «la aristocracia del talento». Para ello nada mejor que poner
a aquellos jóvenes en contacto con los pensadores de relieve, los grandes
literatos, los historiadores veraces. Era ésta su obra predilecta, su centro de operaciones
y el albergue de sus amistades más entrañables y de sus colaboradores más
decididos. A esos muchachos los consideraba como una ampliación de su familia.
En el oratorio de aquella casa contrajo matrimonio, y su primer hijo pasó a ser
un puntual concurrente a las reuniones dominicales.
«
Anacleto era el maestro por antonomasia entre
nosotros –testimonia Navarrete–. Estaba siempre a punto para dar un consejo,
esclarecer una idea o forjar un plan, ya de estudio, ya de acción. El espíritu
in-fundido por él hizo de nuestro grupo local una verdadera fragua de
luchadores cristianos… Nos enseñó a orar, a estudiar, a luchar en la vida
práctica y también a divertirnos. Porque él sabía hacer todo eso. Lo mismo se
le encontraba jugando una partida de billar, que de damas, tañendo la guitarra
o sosteniendo animados corrillos, con su inacabable repertorio de anécdotas.
Así fuimos aprendiendo poco a poco que la vida del hombre sobre la tierra es
una lucha, que es guerra encarnizada y que los que mejor la viven son los más
aguerridos, los que se vencen a sí mismos y luego se lanzan contra el ejército
del mal para vencer cuan-do mueren, y dejan a sus hijos la herencia inestimable
de un ejemplo heroico».
Cuentan los que lo trataron que tenía un modo muy suyo
de enseñar la verdad y corregir el error. Jamás contradecía una opinión sin ser
requerido, pero entonces era contundente. Para corregir los vicios de conducta,
nunca llamaba la atención del culpable en forma directa; cuando creía llegada
la oportunidad, se refería a un personaje imaginario, de ficción, afeado por
los defectos que trataba de enmendar, presentándolo como insensato, como
víctima de sus propios actos. Nunca le falló este método de corrección. En
cuan-to a su modo de ser y de tratar, nos formaríamos de él una representación
incompleta si creyéramos que nunca abandonó la rigidez del gesto épico. Según
nos lo acaba de describir Navarrete, era una persona de temperamento ocurrente,
afectuoso y jovial. Su casa de la Gironda se hizo legendaria como centro de
sana y bulliciosa alegría, de vida cristiana y bohemia a la vez. Creó Anacleto
varios círculos de estudio: el grupo «León XIII», de sociología; el «Agustín de
la Rosa», de apologética; el «Aguilar y Marocho», de periodismo; el
«Mallinckrodt», de educación; el «Balmes», de literatura; el «Donoso Cortés»,
de filosofía… Por eso, cuando se fundó en México la ACJM, el material ya estaba
dispuesto en Guadalajara. Bastó reunir en una sola organización los distintos
círculos existentes, unos ocho o diez, perfectamente organizados. Especial
valor le atribuía al círculo de Oratoria y Periodismo, ya que, a su juicio, el
puro acopio de conocimientos, si no iba unido a la capacidad de difundirlos de
manera adecuada, se clausuraba en sí mismo y perdía eficacia social. De la
Gironda salieron numerosos difusores de la palabra, oral o escrita. Destaquemos la importancia que Anacleto le dio al
aspecto estético en la formación de los jóvenes. No en vano la belleza es el
esplendor de la verdad. «El bello arte –dejó escrito– es un poder añadido a
otro poder, es una fuerza añadida a otra fuerza, es el poder y la fuerza de la verdad
unidos al poder y la fuerza de la belleza; es, por último, la verdad
cristalizada en el prisma polícromo y encantador de la belleza». Y así
exhortaba a los suyos que pusiesen al servicio de Dios y de la Patria no sólo
el talento sino también la belleza para edificar la civilización cristiana.
Sólo de ese modo la verdad se volvería irradiación de energía. Antes de seguir adelante, quisiéramos dedicar algunas
palabras a uno de los compañeros de Anacleto, quizás el más entrañable de
todos, Miguel Gómez Loza. Nació en Paredones (El Refugio), un pueblo de los
Altos de Jalisco, en 1888, de una familia campesina. A los 20 años, se trasladó
a Guadalajara donde es-tudió Leyes. Allí conoció a Anacleto, convirtiéndose en
su lugarteniente y camarada inseparable. Era un joven rubio, de ojos azules,
que irradiaba generosidad, de no muy vasta cultura pero de enorme arrojo y
contagiosa simpatía. Se lo apodó «el Chinaco». Los mexicanos llaman «chinacos»
a los del tiempo de la Guerra de la Reforma, hombres engañados, por cierto,
pero llenos de decisión y coraje. A Miguel se lo quiso calificar por esto
último, es decir, por su entereza y energía, si bien las empleó con signo
contrario al de aquéllos.
Una anécdota de su vida nos lo pinta de cuerpo entero.
El 1º de mayo de 1921, con la anuencia de las autoridades civiles, los
comunistas vernáculos se atrevieron a izar en la misma catedral de Guadalajara
el pabellón rojinegro. A doscientos metros de dicho templo, frente a los
jardines que se encuentran en su parte posterior, estaba una de las sedes de la
ACJM, donde en esos momentos se encontraban unos cuarenta muchachos.
Conocedores del hecho, varios de ellos pensaron que era preciso hacer algo y
por fin resolvieron dirigirse a la Catedral para reparar el ultraje. Pero al
llegar vieron una multitud, y en medio de ella al Chinaco, con la cara
ensangrentada. Es que mientras los demás discurrían sobre lo que convenía
hacer, él ya se había adelantado, y subiendo hasta el campanario, había roto el
trapo y lo había lanzado al aire, con ademán de triunfo. Acciones como ésta, de
un valor temerario, cuando estaba en juego la gloria de Dios o el honor de la
Patria, le valieron 59 ingresos en las cárceles del gobierno perseguidor. A lo
largo de su corta existencia, vivió el peligro en una sucesión constante de
hechos atrevidos, deseados y buscados a propósito. Los jóvenes lo admiraban.
Era, así lo decían, «el azote de los profanadores del templo, refractario a las
claudicaciones, el hombre masculino por excelencia». La persistencia en la persecución religiosa lo impulsó
a unirse con los heroicos cristeros que estaban en los campos de batalla, donde
en razón de sus múltiples cualidades fue elegido Gobernador Civil de la zona
liberada de Jalisco. Cuenta Navarrete que en cierta ocasión lo vio rodeado de
unos 300 soldados con sus jefes, todos de rodillas, desgranando el rosario. A
su término, Gómez Loza rezó esta oración cristera: «¡Jesús Misericordioso! Mis
pecados son más que las gotas de sangre que derramaste por mí. No merezco pertenecer
al ejército que defiende los derechos de tu Iglesia y que lucha por Ti…
Concédeme que mi último grito en la tierra y mi primer cántico en el cielo,
sea: ¡Viva Cristo Rey!»
El 21 de marzo de 1928 se dirigía con su asistente
hacia el pueblo de Guadalupe, sede nominal del Gobierno Provincial, cuando fue
sorprendido por sus enemigos en un lugar llamado «El Lindero». Lo ata-ron a un
caballo, y lo arrastraron largo trecho. Luego uno de los soldados lo remató con
su pistola. Hace pocos años, tuve el gusto de conocer en
Guadalajara a dos de sus hijas, ya ancianas. Una de ellas me contó que cuando
su padre se fue al monte, ella era pequeña. Cierto día, en la misma casa donde
estaba conversando conmigo, un vecino tocó el timbre y le dijo que en la
avenida contigua se encontraba tirado el cadáver de un hombre que parecía ser
su padre. Ella fue. Efectivamente: era él.
No me pareció posible evocar la figura de González
Flores sin recordar la de Gómez Loza. Juntos se formaron, juntos lucharon,
juntos sufrieron la persecución. Anacleto era el fuego que todo lo abrasaba, Miguel
el difusor eficaz de las ideas del amigo; si aquél era la luz, él fue la
antorcha que la refleja; si Anacleto era la voz, él fue su eco; si Anacleto era
la idea que gobierna, él fue la acción que ejecuta. El Maistro y el Chinaco. El
verbo de Anacleto y la acción de Miguel. Ambos tenían devoción por la
Guadalupana y comulgaban diariamente en su Santuario de Guadalajara. La amistad
espiritual que los unía se vio así sellada por la piedad eucarística y mariana.
Los dos fueron condecorados por el papa Pío XI el mismo día, a iniciativa del
gran obispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez, con la cruz «Pro
Ecclesia et Pontifice», en premio a su acción común en defensa del catolicismo.
Junto al obispo recién nombrado, forman un soberbia trilogía. Anacleto y Miguel
sufrirían ambos el martirio, y hoy sus restos se encuentran, también juntos, en
el Santuario de Guadalupe, tan frecuentado por ellos. Ante la losa que los
custodia tuve el privilegio de orar con vergüenza y emoción durante largo rato. Volvamos a nuestro Anacleto. Hemos dicho que no sólo
se dedicó a formar las inteligencias, aquella «aristocracia del talento», de
que le agradaba hablar, sino también a robustecer las voluntades de los que lo seguían.
«No soy más que un herrero forjador de voluntades», le gustaba repetir. Este
hombre que al decir de Gómez Robledo era «una afirmación hirviente, tumultuosa,
de sangre y hoguera», recomendaba siempre de nuevo: «Hay que criar coraza». No
se engañaba, la Patria necesitaba caracteres recios. Por eso se dedicó a avivar
los rescoldos del heroísmo: «Patria Mexicana, no todos tus hijos se han
afeminado, no todos se han hundido en el cieno; todavía hay hombres, todavía
hay héroes».
Pero don Cleto no se engañaba. Nadie puede llegar a
ser un hombre de imperio, si primero no se ha dominado a sí mismo. Por eso les
pedía a los suyos que se volviesen «abanderados de su propia personali-dad y
caudillos de su mismo ser».
«Porque dentro de cada uno de ustedes –les decía– hay
un forjador en ciernes». Para forjarse a sí mismo no basta la cabeza bien
formada, la inteligencia bien empleada. No bastan los filósofos y los
maes-tros, por buenos que sean. La pura formación intelectual no alcanza. Era
preciso agregar «el encarniza-miento de las propias manos, de las propias
herramientas, del propio corazón…, en caso contrario, todo quedará comenzado».
Si se quiere hacer realidad la elevada y recia
escultura viviente que Dios soñó para cada uno de noso-tros, habrá que
despertar al Fidias que duerme en nuestro interior. Si, por el contrario, se
prefiere seguir siendo un mero boceto informe, un trazo borroso sin
consistencia, una personalidad enclenque, habrá que cruzarse de brazos,
permanecer en espera del forjador que nunca llegará, «del obrero que debe salir
de nosotros mismos y que nunca saldrá porque no hemos querido ni sospechar
siquiera nuestra personalidad».
Anacleto quería que los suyos tuviesen temple de
héroes, que no cediesen jamás a «transacciones» y «componendas», ya que tarde o
temprano éstas lo llevarían a la más ignominiosa de las capitulaciones. Para
ello, decía, nada mejor que frecuentar a personalidades vigorosas, al tiempo
que no dejarse intimidar por falsas prudencias. Cuando habla de esto, su verbo se enardece: « ¡Habéis
invertido el mandamiento supremo, porque para vosotros, hay que amar a Dios
bajo todas las cosas! Por evitar mayores males os despedazaron, y cada trocito de vuestro cuerpo gritará todavía
dando tumbos: ¡prudencia, prudencia! No temáis a los que matan el cuerpo, sino el alma. Una
sola noche de insomnio en un calabozo vale mucho más que años de fáciles
virtudes». Para formarse en la escuela del heroísmo recomendaba
Anacleto escoger cuidadosamente a los amigos, descartando los de espíritu
cobarde o los que de una u otra forma habían claudicado. El contagio de los
amigos, sea para el mal o para el bien, resulta determinante.
«El día en que se logre encontrar un alto y firme
valor de rectitud, de ideal y de carácter, habrá que sellar con él un pacto de
alianza permanente y unir lo más estrechamente posible nuestra suerte, nuestro
pensamiento y nuestra voluntad con ese nuevo complemento de nuestra
personalidad, porque será para nosotros un manantial fecundo de aliento y
vitalidad». En medio de la borrasca política y religiosa, Anacleto
soñaba con «alzar un muro de conciencias fuertes, de voluntades recias, de
caracteres que sepan derrotar a la violencia bruta, no con el filo de la espada,
sino con el peso irresistible y avasallador de una conciencia que rehúye las
capitulaciones y espera a pie firme todas las pruebas».
Y a la verdad que dio ejemplo de ello, convencido de
que el carácter es la base primordial de la personalidad. Como dice un
compañero suyo, se había forjado una voluntad tenaz e inconmovible, exenta de
volubilidad y extraña al desaliento, superior e indiferente a los obstáculos y
a la magnitud de los sacrificios requeridos. La cultivó directa y
deliberadamente, imponiéndose una disciplina rigurosa en lo cotidiano y pequeño
para contar consigo mismo en los grandes esfuerzos y en las contingencias
imprevistas. Elaborado un propósito, no descansaba hasta verlo realizado. La
continuidad fue la característica de su acción en todos los órdenes. Fecundo en
iniciativas, no abandonaba jamás la tarea comenzada, sino que la proseguía
hasta el fin.
Otro de sus amigos nos dice: «No recordamos en el
Maistro el menor desfallecimiento ni la menor desviación. Era una consumada
realización de sus ideas y proyectos. En esta alianza indisoluble de la fe y la
vida, de la doctrina que pregonaba y la conducta que seguía, reside la
principal razón de su influencia sobre los demás. Personalidad rotunda,
elevada, avasalladora». Él mismo decía, citando a Goethe, «que la capacidad del
conductor depende de su personalidad. Si posee una personalidad hecha,
martillada sobre yunques sólidos, si tiene una musculatura interior que no se
cansa ni se abate, no le es necesario ni hablar, ni escribir, ni obrar; basta
que se sienta la presencia de su personalidad, para que arrastre a los que lo
rodean con la fuerza irresistible de la fascinación».
«Miles de alumnos lo seguíamos para escucharlo
–confirma uno de sus admiradores– porque hablaba con autoridad, y sus palabras
fluían como un torrente, proclamando el derecho y la verdad. Jamás retrocedió
ante las hogueras, ante las cruces, ante todo el aparato de ferocidad con que
en esos tiempos se nos amenazaba, ni lo tentó la codicia cuando con dineros y
halagos intentaron seducirlo».
Ni el calabozo, que conoció repetidas veces, logró
doblegarlo. A una señora que le expresaba su aflicción porque en cierta ocasión
había sido detenido y llevado a la cárcel, Anacleto le decía:
«Somos varios los jóvenes que estamos presos, pero
vivimos muy contentos en la cárcel. Tenemos ya establecido un catecismo para
los demás prisioneros; rezamos todas las noches el rosario en común, y en el
día… ya usted lo sabe, trabajamos, acarreamos la leña para la cocina, llevamos
la basura… Total, unas vacaciones pasadas por el amor de Dios. Pero no hay que
dudar, este es el camino por donde los pueblos hacen las grandes conquistas».
No en vano había escrito: «En las páginas de historia
del Cristianismo siempre se va a la cárcel un día antes de la victoria».
Cumplía a la letra aquello que atribuía a los grandes conductores: acometividad
para abrirse paso y llegar; persistencia en quedarse, a pesar de todas las
vicisitudes; y fuerte e incansable inquietud por dejar una sucesión. En este
trabajo de formación de dirigentes veía la necesidad de proponer paradigmas,
espejos donde mirarse. Por ejemplo el gran obispo Manríquez y Zárate, de quien
decía:
«Tiene en medio de nosotros un alto y fuerte
significado. Es él, en la medida en que lo puede ser un hombre, la expresión más
alta de la soberanía de la verdad y la recia arquitectura del orden moral
forjado en las fraguas únicas de la doctrina católica… El hombre moral ha
aparecido con toda la fisonomía radiante y el gesto contagioso, invenciblemente
contagioso, del Maestro».
Según lo señalaba más arriba uno de sus discípulos, a
Anacleto nunca le faltaron ocasiones, en el México oficial corrompido de aquel
tiempo, de lograr una posición económica más que regular. Estimó como grave
injuria la proposición que le hicieron algunos agentes de las logias, para que
ingresase en la Masonería, que deseaba contar entre los hermanos a un dirigente
de sus talentos y arrastre. Los opositores de Anacleto tenían también amigos en
el alto Clero. Abogados influyentes iban por la mañana al Obispado y por la
tarde visitaban al Gobernador, proponiendo un cambio de táctica: en vez del
enfrentamiento, la componenda. No lo conocían a este hombre, que estaba a mil
leguas de todas las transacciones y los enjuagues, por disimulados que fuesen,
el mismo que decía:
«El gesto del mártir ha sido en todos los tiempos el
único que ha sabido, que ha podido triunfar de todos los tiranos, llámense
emperadores, reyes, gobernantes o presidentes».
Así fue Anacleto, el gran caudillo del catolicismo
mexicano. Sus actividades pronto se tradujeron en una intensificación de la
presencia de los católicos, principalmente en el Estado de Jalisco. Se
abandonaba ya, en todos los ambientes, la apatía y dejadez que durante tanto
tiempo habían reinado. Era evidente que se estaban gestando los hombres del
futuro político, cultural y religioso de México.
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