ANACLETO GONZALES FLORES
Discurso
pronunciado el
día
26 de agosto de
1916,
en la primera
sesión
celebrada por la
A.C.J.M.
en la ciudad de
Guadalajara.
Entre la muchedumbre incontable de las ideas
que revolotean en los cerebros y que todos los días se escapan y se precipitan
por todos los rumbos, como aves de luz en busca de un cielo que iluminar y de
un espacio azul que romper con sus alas; unas
hay que apenas rozan el polvo de la tierra, que apenas tocan la superficie de
los cuerpos y que pasan lejos, muy lejos de las almas y van a perderse, a
hundirse y a desaparecer en los confines en que cae, desaparece y se hunde lo frágil,
lo deleznable, lo impotente; otras, como la luz
que baja de los cielos a calentar las frondas ateridas, a rejuvenecer los troncos
envejecidos y a teñir todos los capullos, y como el agua que cae del firmamento
y humedece y hace brotar todos los gérmenes; van a lo más alto y a lo más bajo
del espíritu humano, tocan todas las lejanías, se extienden a todos los
confines y bajo el influjo incontrastable de los hechos se hacen orientación
suprema de las inteligencias, de los corazones, de las voluntades, en fin, de
los hombres y de las cosas.
Y aquellas ideas, es decir, las que
desaparecen y se hunden allí donde se hunde y desaparece lo deleznable y lo
impotente, tienen un carácter del todo accidental y accesorio y por lo mismo no
le importan a la humanidad sino de muy lejos, y la discusión que se trabe
acerca de ellas debe ser breve y aún debe abandonarse para fijar honda y muy
hondamente, profunda y muy profundamente la mirada del espíritu en los
principios de poder decisivo y de fuerza trascendental. ¡Ah! Y en torno de
ellos debe trabarse la más ardiente de las batallas, debe librarse el más reñido
de los combates y debe entablarse la más formidable y acalorada de las discusiones,
porque batallar, luchar y discutir alrededor de los grandes pensamientos, es lo
mismo que batallar, luchar y discutir en torno de los grandes destinos del
género humano.
Allí, pues, donde se alce una afirmación,
donde surja un sistema y donde se levante una doctrina de ésas que pretenden
arrebatarles a la verdad o al error la supremacía sobre las inteligencias y los
corazones, deben darse cita todos los soldados del pensamiento, todos los
luchadores de la idea; deben echarse al aire todas las banderas, deben
relampaguear a lo largo del campo de batalla todas las espadas, deben
centellear todas las bayonetas, deben iluminarse todas las trincheras y debe
combatirse encarnizada y ardientemente alrededor de todas las posiciones. Y ¡ay
del que piense siquiera en volver la espalda! El estigma de los cobardes caerá
sobre su frente como una maldición. Y ¡ay de los espíritus gastados por el
sofisma, por la inercia y por la podredumbre del corazón! La mano de Dios que ha
acumulado la luz de su pensamiento en el cerebro de las clases directoras, sabrá
descargar golpes formidables sobre todas las eminencias y sabrá hundir todas las
cumbres; y la humanidad, que cansada y sudorosa se halla en la falda de la colina
esperando que los fulgores del sol rompan la sombra que cierra el horizonte, se
precipitará por sendas desconocidas y extraviadas; pero el día del cataclismo encontrará
a los pensadores gastados por el sofisma y por la podredumbre del corazón, y
los aplastará con la ignorancia y la fuerza fundidas en un solo poder de disolución:
la barbarie.
Frente a frente de los pensamientos de
carácter trascendental todos los hombres deben pararse, quedar de pie y
suspensos; el genio debe interrogar todas las lejanías hasta que su palabra,
como luminar esplendoroso encendido sobre la llanura, alumbre todos los
senderos que van a parar derechamente al porvenir, y el resto de los mortales
sin temor y sin vacilaciones deberá precipitarse por las rutas trazadas desde
los riscos de la eminencia.
Y bien: hubo una época pavorosa y obscura como
la noche que puso en los cielos la cerrazón de las grandes tempestades: esa
época es conocida en la Historia con el nombre de Paganismo. Durante ella la
humanidad gimió desoladamente bajo el peso enorme del error trascendental.
Conceptos extraviados, sistemas erróneos y opiniones falsas acerca de lo de
arriba y lo de abajo; del cielo y de la tierra; de Dios y de la materia; de lo
de lejos y de lo de cerca; del espíritu y del cuerpo, del hombre y de las
cosas. La sombra había bajado a todos los abismos, había subido a todas las cumbres,
había ennegrecido todos los horizontes y había envuelto a las generaciones en
los densos nubarrones del error trascendental.
Hubo otra época luminosa y brillante como las
irradiaciones que el día pone en los cielos en las mañanas húmedas, diáfanas y
serenas de la estación de verano.
Durante ella se tuvieron ideas precisas y
exactas acerca de Dios y del hombre, del espíritu y de la materia; de lo de
lejos y de lo de cerca; se vio con claridad esplendorosa el punto remoto de
nuestra partida, el confín lejano en que encontraremos reposó y el lugar en que
se libran los combates de la vida. El verbo luminoso de Dios partió del
Calvario, bajó a todos los abismos, prendió sus fulgores en todas las cumbres,
encendió todos los horizontes, tocó todas las lejanías y envolvió a las
generaciones en el piélago de luz de la verdad trascendental. ¡Ah! Pero el
error no supo ni quiso declararse vencido, y continuó, según la expresión del conde
De Maistre, preparando la gran conspiración contra la verdad. La rebelión estalló
a un tiempo y en todos los puntos, removió todos los sistemas, sacudió todas las
doctrinas y revolvió todas las ideas. Y los que ayer en apretadas muchedumbres y
con paso firme y seguro marchaban de cara hacia el oriente, tuvieron que detenerse
un instante; entraron en la confusión del pensamiento, que es más obscura y más
negra que la confusión de la palabra, no pudieron entenderse y se dispersaron
para buscar la verdad, unos allá donde el sol se echa a dormir todos los días;
y otros, allá en los confines donde la luz no se enciende ni se apaga jamás.
Ha venido la disgregación de los espíritus; se
han multiplicado e individualizado los sistemas; ha sido roto el haz apretado y
fuerte de inteligencias y de corazones formado por la verdad; ha sobrevenido la
disolución de las ideas, y se ha apoderado de la humanidad entera la anarquía
de los entendimientos que es la causa generadora de todas las anarquías. La
vida de los pueblos se desborda por senderos extraviados y la época presente se
halla bajo el peso enorme del error trascendental.
Ocuparme en señalar cada uno de los errores de
carácter trascendental que se padecen en nuestros días, sería cansar bastante
vuestra atención e ir demasiado lejos, y por esto sólo intentaré por ahora
analizar el verdadero sentido de la vida.
Que el concepto de la vida es de fuerza
trascendental lo dice bien claro el hecho de que de ella depende la orientación
individual y colectiva de los hombres; y que las generaciones de ahora sufren
un gran error sobre este punto, nos lo demuestra el espectáculo doloroso que
ofrecen las sociedades modernas con el empleo que hacen de sus energías.
La cuestión puede plantearse en la forma
siguiente: ¿Cuál es el verdadero sentido de la vida? O en otros términos: ¿Qué
empleo debemos hacer de este torrente de energías que circula por nuestras
arterias y que todos hemos dado en llamar vida? Teodoro Jouffroy, ese gran
filósofo que gemía desoladamente al sentir en su cerebro el vacío que abre la
negación religiosa, escribió estas o semejantes palabras: “hay un libro pequeño que es puesto en las manos del hombre en los
primeros años de su existencia, y en él se da respuesta y solución
satisfactoria a los grandes problemas que inquietan a los pensadores y aprietan
fuertemente el corazón: ¿se quiere saber de dónde se viene, dónde se está y a
dónde se va? Pues no hay más que abrir el catecismo y se sabrá a punto fijo la
solución de estas cuestiones”.
Y bien, yo ahora para resolver el problema del
sentido de la vida, podría hacerlo repitiéndoos una vez más lo que tantas veces
se os ha dicho: el hombre ha sido puesto
en el mundo para que ame a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí
mismo. Pero aunque es cierto que la verdad sólo se halla en un punto, sin embargo
a ella se puede llegar por diversos caminos, y nosotros ahora vamos a hacer un
esfuerzo por resolver este problema apelando a un procedimiento si no desconocido
del todo, cuando menos no muy trillado.
Más de una vez ha pasado por vuestros ojos esa
visión esplendorosa trazada con mano maestra por el pincel del autor de “¿Quo
vadis?” y vosotros habéis contemplado a la vieja Roma envuelta en los torrentes
de su voluptuosidad, de su gloria, de su poder y de su fuerza, y habéis
percibido también dos grandes figuras: una que es el símbolo de un pueblo en
disolución, y otra que es el símbolo del resurgimiento de la humanidad caída:
son Petronio y Pablo de Tarso. El discípulo de Cristo y el de Epicúreo se
encontraron frente a frente y comenzó la discusión: Grecia, dijo Petronio, en
los delineamientos geniales de sus mármoles, en los trazos magníficos de las
pinceladas de sus pintores y en el ritmo sonoro de sus estrofas inmortales, le
ha dado la belleza a la Humanidad; Roma en el ímpetu arrollador de sus
legiones, en el esplendor de sus conquistas y en la espada de sus capitanes le
ha dado el poder y la gloria: ¿y vosotros los cristianos qué le traéis al
género humano? Pablo de Tarso se irguió tan alto como era, fijó hondamente en
el pagano aquellos ojos que habían visto sin pestañear a todos los tiranos, y
luego como torrente que se despeña hizo oír su voz gravé, solemne e
incontrastable y dijo: nosotros traemos el amor.
Ahora bien: el problema propuesto acerca del
verdadero sentido de la vida se resuelve con la respuesta de Pablo de Tarso: y
nosotros podemos afirmar que el sentido de la vida se halla en el amor. Y no es
cuestión de meras palabras, ni es misticismo mujeril, ni mucho menos dogmatismo
filosófico, no: es una verdad que arroja el análisis sobre las inteligencias y
que cae sobre los espíritus para no levantarse jamás.
Nosotros sorprendemos la vida con diversos
grados de poder y de fuerza en los distintos seres que forman el Universo. A lo
largo de la llanura inmensa y en las escarpaduras del picacho la encontramos en
los momentos precisos en que los gérmenes brotan a la luz del día y cuando las
frondas sé rejuvenecen y cubren la desnudez de sus troncos y de sus ramas con
el verdor de la primavera. ¡Ah! Pero en tomo de ella y en su centro no hay
quejas que se alcen, ni alegrías que se despierten, ni amarguras que se
levanten, ni dolores que se recuerden, y por eso allá van a perderse y a morir
los ecos dispersos de los cantos de guerra o de las armonías que se y en derredor
de los muertos. Nosotros sorprendemos la vida con un grado mayor de poder y de
fuerza en el animal: y allá entre el verdor del follaje y los troncos de la
selva hay pupilas que se encienden, ojos que se iluminan y se dilatan, cuando
el estruendo de los cielos y las canciones de los nidos despiertan mil
sensaciones.
Finalmente, en el hombre encontramos la vida
en un grado superior; no es el ímpetu que rejuvenece las selvas y que rompe la
resistencia de la tierra y saca a la luz los gérmenes fecundados; no es el sentido
que al ponerse en contacto con la materia se estremece y después sacude y
empuja poderosamente la sangre de nuestras arterias, no: es el pensamiento que
relampaguea en nuestro cerebro, como el rayo en las noches tormentosas; es la
idea que a través de las sombras en que nos envuelve el mundo de los cuerpos,
chispea y traza sus huellas de fulgores que no se apagan; es, en fin, ese poder
que lleva a lo más hondo de nuestros huesos y pone en lo más profundo de
nuestras entrañas, un sacudimiento sentido por todos y conocido por todos y que
dilata el corazón, que enloquece la cabeza y que hace saltar el alma de júbilo:
el amor. El análisis, pues, de nuestra naturaleza nos enseña que todos los
poderes acumulados en el hombre, deben tender a un solo fin, y deben reconcentrarse
en un solo punto: el amor. El poder vegetativo sería inútil si no estuviera
ordenado al poder sensitivo; éste a su vez lo sería, si no lo estuviera al intelectivo,
y éste si no se ordenara a la voluntad. El amor constituye pues el verdadero
sentido de la vida; pero ese amor debe tener por blanco lo infinito y el hombre.
Lo infinito, porque el hombre, que es capaz de concebir lo inmenso, lo es sus
energías al servicio del mal y del error; el de los que han amado hasta el sacrificio
la verdad y el bien, y el de los tibios e indiferentes que han querido ver cruzados
de brazos el gran combate.
Y la Humanidad y la Historia han lanzado sobre
los primeros sus anatemas y sus maldiciones; sobre los que no han sido capaces de
hacerse amar o hacerse odiar porque no han sabido conquistar las sonrisas de
los cielos ni provocar los embates del abismo, el silencio, el olvido que cae
sobre los sepulcros y que es la muerte última y definitiva sobre la tierra.
¡Oh! Pero la Historia y la Humanidad han, querido reservar los aplausos, las
alabanzas y la apoteosis para los que han amado con delirio, con locura y hasta
el sacrificio, lo grande, lo noble, lo santo, lo infinito y lo que merece
nuestra compasión, nuestro apoyo y nuestra ayuda, en una palabra: Dios y el
hombre.
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