CONSEJOS GENERALES
(Continuación)
Al recomendar a mis lectores que los imiten
trayendo a la memoria, antes de hablar, la presencia de Dios, no faltará quien
replique: “Esa
constante precaución y recogimiento, el pensamiento continuo de que Dios lo ve
todo y ha de juzgar cada una de las palabras de la conversación, constituyen un
hábito y ejercicio propio y peculiar de los santos, un estado de ánimo característico
de la santidad”.
Esto es indudablemente muy cierto. Por esta
razón no aconsejo indistintamente a todos mis lectores semejante práctica: eso
sería como azotar al aire, y el consejo resultaría, además, completamente
inútil para las personas de vida más o menos disipada que no tengan alguna
práctica de recogimiento y vida interior. Hay entre el hábito del recogimiento
y la práctica del consejo en cuestión una relación íntima. Realmente sería
pedir demasiado a un alma disipada que siempre reflexione antes de hablar; pero
no lo sería para aquella que está ya un tanto familiarizada con el
recogimiento. Esta podrá sin mucho esfuerzo replegarse en su interior y
preguntarse a sí misma si aprueba aquello que va a decir. ¡Cuántas faltas y
torpezas conseguirá evitar con esta laudable norma!
***
El previo examen es la segunda recomendación,
aplicable casi exclusivamente a las almas fervorosas, las cuales se disponen
con la oración y la presencia de Dios para las ocasiones y peligros que pueda
presentarse en la vida común. Estas almas delicadas y previsoras, en el
ofrecimiento de obras que hacen por la mañana se preguntan: ¿Cómo conseguiré
gobernar debidamente mi lengua durante el día de hoy? Hacen, en efecto, el
debido examen, porque aspiran a la perfección, sabiendo, como saben, que los
pecados de la lengua figuran entre los mayores obstáculos que a ella se oponen,
y para obviarlos importa tomar toda clase de precauciones posibles.
A pesar de parecer demasiado exigente, yo
aconsejaría más todavía a las almas verdaderamente fervorosas que aspiran con
todo empeño a la perfección, recomendándoles encarecidamente, no sólo uno, sino
varios exámenes previos durante el día: tantos cuantos sean necesarios para
conjurar todos los peligros de esta especie. Hay ciertos momentos críticos en
que se verán más expuestas a pecar con la lengua: en una recepción, por
ejemplo, en una visita, en tal o cual reunión y conversación de familia. Si
esas personas piadosas no están sólidamente afianzadas en la resolución de
evitar a toda costa cualquier falta advertida, por ligera que sea, y si no han
pensado en la actitud que han de guardar o en las palabras que han de
pronunciar en tal o cual circunstancia peligrosa, es muy de temer que, por
sorpresa, se dobleguen y no tengan la fuerza de voluntad suficiente para
resistir a la incitación del mal ejemplo. Convendréis, pues, conmigo, almas
piadosas, en que cuanto más multipliquéis los exámenes previos y cuidadosos,
más fuertes y dueñas de vosotras mismas os sentiréis para conservar en vuestras
conversaciones la nota justa sobrenatural y cristiana.
* * *
La tercera recomendación que considero de
interés práctico, aunque no sea —claro es — del gusto de todos, consiste en evitar el trato frecuente con
personas que fomenten los pecados de la lengua y que a ellos puedan incitarnos.
Necesario es contrariar los instintos de la naturaleza humana viciada. Existe
una especie de imán entre dos personas a quienes atrae mutuamente para ocuparse
de los mismos defectos en la conversación. Dos buenas amigas, dos o más
camaradas que acaban de pasar el rato de sobremesa murmurando del prójimo, se
separarán con estas palabras emocionantes: “¡Qué bien nos entendemos siempre en
todo!” ¡Inteligencia admirable, en efecto, y muy tranquilizadora en cuanto a
quebrantar la ley de Dios, y tiene por fruto una serie de faltas cuya gravedad
no es fácil determinar! Sería mil veces preferible que en tales condiciones no
existiese tal armonía.
Desconfiad,
pues, de vosotros mismos, y evitad el trato frecuente con quien pueda constituir
un peligro de perversión. Es verdad que no podréis rehusar la
asistencia a todas las reuniones en que haya alguna ocasión de pecar con la
lengua; pero, a lo menos, no debe buscarse directamente el peligro; debe
evitarse la amistad con la persona que tenga las mismas tendencias que nosotros
a la maledicencia o a la frivolidad. Que su conversación ingeniosa o sus
ocurrencias nos agraden y atraigan, nada tiene de particular: la cuestión está
en saber si, al dejarla, sentimos o no algún remordimiento y nos avergonzamos,
tal vez, de nosotros mismos. Por de pronto, queda hecha la prueba,
exponiéndonos al peligro que, seguramente, no hubiese ofrecido el trato con
personas sólidamente virtuosas.
* * *
Por naturaleza todos estamos inclinados a la imitación.
Copiamos, por instinto, los modelos que habitualmente se nos ofrecen a la
vista. Conviene, pues, que para nuestras conversaciones sepamos escoger buenos
modelos.
En el círculo de las relaciones nunca falta
alguna persona discreta, prudente y buena, que excita y atrae nuestra
admiración y nos mueve al trato con ella, sacando siempre de su conversación
algún fruto para el alma. La persona piadosa debe, pues, fijar su atención en
la manera cómo aquélla procede en sus juicios y apreciaciones acerca de
personas y cosas, para acomodarse a ella en su proceder, corrigiendo con
paciencia y energía los propios errores y defectos.
Si Nuestro Señor viviese aún en carne mortal,
a El habríamos de imitar como el modelo más perfecto. Por fortuna existen aquí
abajo criaturas privilegiadas, saturadas del espíritu de Cristo e influidas por
El en forma tal que, al verlas y oírlas, se creería ver y oír al Salvador
conversando con los suyos en los días de su vida mortal. Imitando, pues, las
virtudes de aquéllos imitaremos al modelo supremo, Cristo Jesús, a Quien debe,
en definitiva, dirigirse el culto de imitación.
* * *
Como
conclusión de este capítulo recibe, lector piadoso, lo que si que, a manera de
consejo final. La senda por la que pretendo conducirte está erizada de
obstáculos. En el curso del viaje no han de faltar, seguramente, tropiezos y
caídas. ¿Habrás de desanimarte por ello y quedarte en tierra, renunciando a
proseguir la marcha? No, ciertamente; no llega más pronto al término de su
viaje el que jamás haya tropezado o caído, puesto que todos faltamos y caemos,
sino el que más prontamente se hubiese levantado y emprendido nuevamente la
marcha con humilde desconfianza de sí mismo y plena confianza en Dios.
LAS PALABRAS OCIOSAS
Por lo visto ya en la época del gran moralista
francés La Bruyére era común mezclar, por pasatiempo, en la conversación
palabras ociosas. Por eso escribía el mismo: “Si nos fijásemos seriamente en lo
que se dice de frívolo, pueril y vano en las conversaciones ordinarias, nos
sentiríamos avergonzados de hablar o de escuchar,”.
El lector creerá, sin duda, que, si La Bruyére
volviese a este mundo, nada tendría que modificar en aquella apreciación y
juicio, a menos que encontrase en nuestros días muy inferior el derroche de
ingenio al que brillaba en las conversaciones de su tiempo.
Si se me preguntase por qué dedico un capítulo
preferente a las palabras ociosas, responderé que éstas dan lugar u ocasión a
la mayoría de los pecados de la lengua. Es, por tanto, lógico y oportuno
empezar por señalar la causa que engendra estos pecados.
* * *
Comencemos por dar una idea exacta de la
palabra ociosa. ¿Se llama así porque implica algún pecado, sea de murmuración,
de indecencia o de mentira? De ninguna manera. No está ahí la malicia de la
palabra ociosa. Se le reprocha solamente el ser superflua, innecesaria o
inoportuna. Según la define San Gregorio, “es una palabra que no está justificada ni por la
necesidad ni por la utilidad”.
Conviene, con todo, evitar el exceso de severidad,
puesto que ciertas palabras pueden parecer ociosas y que, sin embargo, a los
ojos de Dios son muy meritorias. La intención es aquí un factor de capital
importancia. Vemos, por ejemplo, que una persona sostiene animada conversación
con expresiones y palabras, al parecer, superfluas; pues bien, si esa
conversación la tiene con la sana intención de hacer algún bien a su
interlocutor o a un tercero, lo que parece ociosidad reprensible resulta una
acción meritoria y virtuosa. O también observamos que tal persona habla
detenidamente con un enfermo empleando palabras, al parecer, inútiles, que
podría omitir sin ningún inconveniente; ¿hay derecho a condenar en el acto,
diciendo que dicha persona pierde el tiempo en discursos estériles? Esto sería
adelantarse demasiado. ¿Quién me asegura que su intención no es de entretener y
distraer al enfermo en su soledad, haciéndole olvidar un tanto sus penas?
¡Conversación bendita, digna de alabanza, esa que, bajo las apariencias de
charla inútil y vana, es de una utilidad indiscutible con un fin generoso y
noble!
Quede, pues, bien sentado que la intención
cuando es recta puede comunicar a una conversación o palabra, al parecer
ociosa, un mérito sobrenatural. No se debe, por tanto, censurar a esa madre de
familia que, en la mesa, por ejemplo, cuenta historietas con gracia y agudeza
para amenizar la comida de familia y hacer la vida hogareña agradable al marido
y a los hijos. ¿Qué otra cosa se quiere? No es posible ni conveniente la
actitud seria. Hablando constantemente de literatura, ciencia o historia, esa
mujer pasaría entre los suyos por una sabionda insoportable; hablando de moral
y religión les haría el efecto de una monja de mal grada. Es, por cierto, digna
de encomio la que emplea su ingenio en amenizar honestamente con su charla las
reuniones de familia. El arte de narrar historietas se me antoja un arte, moralizador
y cristiano en semejantes circunstancias. No deben, pues, calificarse de
ociosas las palabras de ese género purificadas por una intención laudable.
Reservemos el calificativo para la
charlatanería que no tiene justificación alguna, para la conversación fútil
movida únicamente por el prurito de hablar.
* * *
Definida de tal manera la palabra ociosa
constituye, indudablemente, verdadero pecado. De la boca del Supremo Juez
procede esta sentencia: “Yo os lo aseguro: los hombres tendrán que rendir cuenta, el día del
Juicio, de toda palabra ociosa que hubiere salido de sus labios.” “Tenemos, pues —dice Álvarez de Paz—, un acto que
está prohibido por una ley del mismo Dios; ¿y qué nombre merece un acto
semejante sino el de pecado? Por poco respeto que tengamos al Espíritu Santo,
que habita en nuestra alma, no hemos de querer contristar a ese divino Huésped
bajo el pretexto de que solamente le ofendemos en cosa ligera". (i)
¿Quizás preguntará el lector, por qué razón se
muestra Dios tan severo por una palabra que en sí misma no parece contener
malicia alguna? A lo que San Basilio responde: “Al hablar sin utilidad propia n¡ del prójimo se desvía
la palabra del objeto que Dios, en el plan de su Providencia, le tiene
asignado. En vez de hacer de ella un instrumento para el bien, se la hace
servir para cosas fútiles. Se habla para no decir nada, y por esto mismo es el
acto reprensible". (1 2)
¿Será menester añadir que las palabras
ociosas no constituyen pecado mortal? En esa pendiente resbaladiza no es fácil
detenerse, ciertamente, y sin darse uno cuenta se llega hasta la maledicencia,
la mentira, y más allá todavía; pero en tales casos no son ya nuestras palabras
simplemente ociosas: han servido, más bien, como de introducción a pecados de
especie totalmente distinta. En tanto que dichas palabras no hayan pasado de
charla inútil no serán más que faltas veniales.
Se esfuerzan los moralistas en poner de
manifiesto la funesta fecundidad de la palabra ociosa, la facilidad con que
degenera en otros muchos pecados graves, lo cual es una de las razones que
ellos invocan para ponernos en guardia contra toda conversación inútil. Pero,
cuando se trata de determinar qué pecado constituye la palabra ociosa que no
llega a calumnia, a obscenidad o maledicencia, no hay duda alguna en
calificarla entre las faltas leves.
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