Doy por seguro, Señor, que millares y
millares, por no decir millones, de hombres y de mujeres, a lo largo de más de
cuatro siglos, han recitado el Alma de Cristo, siguiendo la recomendación de
San Ignacio, para el final de la oración personal o en momentos de especial
intensidad religiosa. Esas letrillas litánicas, que el santo nombraba todavía
en latín, te presentan, Señor crucificado, un recital breve y silencioso de
querencias íntimas, nacidas todas ellas de nuestra pobreza radical. Son las
cuentas preciosas de un misterio del rosario, a la vez doloroso y glorioso.
Intentaré repasar, grano a grano, esta espiga de invocaciones.
Alma de Cristo, santifícame
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Tú sabes mejor que yo a cuántos equívocos se presta hoy el nombre mismo del alma. Entiendo por alma con la Biblia, la Iglesia y la tradición cultural a la que pertenezco, esa otra dimensión fundante, invisible e inmortal de mi ser, que anima y sostiene la vida de mi cuerpo, que con él me hace persona, donde se asientan la inteligencia, la libertad, el amor y la dignidad del hombre. De donde brotan también, por su cara obscura, el pecado y la maldad, la abyección y la podredumbre moral. Sobre mi alma, que soy yo mismo, sobre su desnudez indigente y pecadora, derrama, ¡oh Cristo!, la gracia, la luz y la santidad de la tuya.
Cuerpo de Cristo, sálvame
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Me refiero a tu cuerpo viviente y humano, gestado por el Espíritu en las entrañas de María, amamantado a sus pechos, crecido y curtido en el taller de José. Enrolado, de niño y de joven, en juegos, caminatas y debates, en la sinagoga y en el templo. Metido entre la gente, israelita cabal, hijo del carpintero. Y luego sudoroso en los caminos de Galilea y de Judea, sin cabezal para el descanso, dormido sobre la barca, profeta erguido y entrañable, Hijo del hombre. Me acojo a ese cuerpo mortal de cordero inocente, llevado al sacrificio, abofeteado, sangrante y escarnecido. Colgado después de tres clavos, traspasado por la lanza, muerto y silencioso, grano de trigo en el sepulcro. Te adoro, cuerpo resucitado y glorioso de mi único Señor, vivo para siempre, blanco cordero celestial, vencedor de tu muerte y de la mía. Y, ¿cómo no?, cuerpo eucarístico de Jesús, pan vivo bajado del cielo, manjar de resurrección para mi carne ciega y mortal, proclive a los siete pecados. ¡Sálvame, cuerpo místico de Cristo, cabeza de la Iglesia, de la que soy miembro agradecido!
Sangre de Cristo, embriágame
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De nuevo al mirarte, Señor, vuelve a mis labios la referencia eucarística, fundamental para nuestra condición terrestre, memorial de tu pasión, anticipo del banquete celestial. "Ya no beberé", nos dijiste, "del fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de mi Padre". Lo de la embriaguez, ya se sabe, no es de tu sangre física, sino de tu vino eucarístico. "Qué breve inmensidad la del instante en que riega tu sangre mi organismo!", escribí en un verso de juventud. No sé si es pedirte mucho que me eduques el paladar del alma, el sabor y el gusto interior de las cosas santas; "la sobria embriaguez del Espíritu" de aquel himno litúrgico latino. "Loca del Sacramento" llamaban en vida a Santa Micaela. A los apóstoles los quisieron detener por borrachos el día de Pentecostés. ¡Embriagarse de Dios, romper los linderos de la clase media espiritual, vivir sin vivir en mí!
Agua del costado de Cristo, lávame
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¡Qué contraste, ¡Maestro, entre tu santa humanidad, presta ya para resucitar, y nuestra existencia arrastrada y polvorienta, ¡siempre a la espera de un baño de gracia! Nos has lavado, Señor, con tu sangre. Dame la blanca túnica de los que acompañan al Cordero en los prados celestes. Bendita la fuente bautismal, bendita el agua lustral del sacramento del perdón. Limpieza corporal, Dios mío, tan grata y relajante, que nos hace respetarnos a nosotros mismos y valorar a los demás. Pureza de corazón, claridad de intenciones, veracidad en las palabras, transparencia en la conducta. Milagro del agua de tu costado.
Pasión de Cristo, confórtame
No es la lógica la que aquí manda, sino el corazón. Tu Pasión incluye todo lo dicho y parte de lo que falta. Esta palabra bendita nos lo dice todo a tus discípulos. Tu sagrada pasión discurre de Ramos a Gloria, del Cenáculo al Calvario. Abarca la agonía del huerto, la bofetada ante Anás, la corona de espinas, la humillación con Barrabás, la calle de la Amargura, las siete palabras, las cinco llagas. Este, Señor, es tu cáliz, el de la pregunta a los del Zebedeo y a nosotros: ¿Sois capaces de beberlo? Ahí me duele, Señor. Tu pasión no es una leyenda aurea; es una experiencia insondable, una fuente de salvación, una cátedra de sabiduría. "Yo no quiero saber de otra cosa, nos diría tu apóstol Pablo, sino de Jesucristo y de este crucificado". A Felipe II mientras le rajaba la pierna el cirujano, le leían páginas de tu pasión. (Pasión significa dos cosas: amor extremado y sufrimiento total). De ella sacaron amor las vírgenes cristianas, arrojo los mártires, fuego los apóstoles, lucidez los doctores, esperanza los oprimidos. Anda, Señor, confórtame.
¡Oh buen Jesús, óyeme!
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Tampoco esto viene muy a cuento, en una letanía de peticiones concretas. Tendría yo que decirte como tú al Padre: ¡Sé que siempre me oyes! Pero es que estoy pidiéndote santidad, salvación, pureza de alma, experiencia de tí, fortaleza en mis cruces. Me asalta, perdón, la duda de si no me estás oyendo tú, o yo te estoy pidiendo demasiado. Es un decir, Señor. Lo que pasa es que, entre nosotros los hombres, yo el primero, ocurre a menudo que no le echas cuentas al que se desahoga contigo, al que espera tu escucha de sus cuitas. Sigo, pues, mi letanía, tras este descansillo afectivo, y perdona mi atrevimiento en lo que paso a decirte.
Dentro de tus llagas, escóndeme
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Esto le iría a San Francisco o Santa Teresa. Pero, ¿a mí? Ha habido contemplativos en la Iglesia que, por gracia singular, han llevado en sus manos, en sus pies y en su costado los estigmas de tus llagas. Jesús, yo no pido tanto, pero sí que me escondas místicamente en tus llagas sacrosantas, que es decir en lo más íntimo de tu ser divino. No pretendo ser el único, ¡hasta eso podríamos llegar! Ábrenos tus cinco ventanas, hoy de luz y de gloria, al montón infinito de cristianos que buscamos tu rostro. Señor, tú sabes que te amo
No permitas que me aparte de ti
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Pero, ¿cómo puedo, Cristo mío, ¿cantar victoria? ¿Acaso estamos ya en las Bodas eternas, en la casa del Padre, en la mansión de la luz y de la paz? No, por cierto, y por desgracia. Aunque tú hicieras realidad conmigo la metáfora inefable de esconderme en tus llagas benditas, todavía en esta carne de pecado, tú no te fíes ni un pelo del uso y abuso insensato que yo puedo hacer de mi albedrío. Igual os pediría a ti y a tu Padre la herencia que me tenéis asignada, para quemarla luego a mis anchas por el mundo. No soy de pasta distinta que la de los apóstatas, adúlteros, o simples cabezas locas que en el mundo han sido. Por eso, Señor, al igual que el Jueves Santo conserva el sacerdote, colgada a su cuello, la llave preciosa del monumento, haz tú eso mismo con las llaves de tus cinco llagas para que, una vez dentro, no sienta yo jamás el arrebato de escaparme. Tú ya nos conoces. No permitas, entonces, que me aparte de ti.
Del maligno enemigo defiéndeme
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Es que, Señor, vivimos en zozobra. Recibimos y paladeamos tus dádivas exquisitas, al tiempo que ejercen sobre nosotros una presión constante y abrumadora el mundo, el demonio y la carne. Son las fuerzas del mal, el misterio de iniquidad, o el aguijón del pecado que se clavaba en las carnes de San Pablo. Las cosas son así y nosotros, según confesaba el mismo apóstol, "no estamos guerreando únicamente contra la sangre y la carne, sino contra los principados, potestades y dominaciones de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires". Conozco, ¿cómo no?, la sonrisa de superioridad de algunos ante esas supuestas mitologías, una actitud que a todos nos tienta un poco. Pero, ¿quién que esté empeñado cada día en el combate cristiano no experimenta, de sobra, todo eso y mucho más? Tú, Señor, derrotaste al maligno en el desierto de Judá.
En la hora de mi muerte llámame, y mándame ir a
ti, para que con tus santos te alabe por los siglos de los siglos
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se me desatan al final, Jesús bendito, la lengua y el corazón, implorando de ti sin rodeos la suerte buena de una buena muerte. Toma tú entonces, amigo mío, la iniciativa final de llevarme a ti en el momento más solemne de mi destino. Hazme pasar, entonces y para siempre, del reino de la queja al de la alabanza. Eso es lo que quiero yo, quizá con solapado egoísmo: cantar eternamente tus alabanzas, aunque ello no supusiera para mí la plenitud eterna de la dicha. Resulta, empero, que por eso mismo lo es. Vocación, pues, eterna la mía de músico y de cantor. ¡Afina tú el instrumento, Señor soberano! Amen.
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