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lunes, 17 de mayo de 2021

«Soy yo, el acusado, quien tendría que juzgaros» Mons. Marcel Lefebvre

 

DOCUMENTOS PONTIFICIOS SOBRE LA MASONERIA

 Benedicto XIV: luchar contra el indiferentismo (continuación)

Hay algunos casos en los que se puede llegar a un acuerdo espontáneo ante un acontecimiento o una catástrofe, como un terremoto, un maremoto o un ciclón, en que todo el mundo está en la misma desgracia; o en tiempos de guerra, etc. En ese caso, ponerse de acuerdo con un grupo de otra religión para ayudar a los demás, es una acción puntual que no compromete a la fe; es un acto de caridad y algo perfectamente normal. Pero es peligroso crear instituciones permanentes, porque no se tienen los mismos principios.

Yo recuerdo muy bien que tuvimos dificultades parecidas en Camerún. El gobierno había propuesto una ayuda a las escuelas privadas. A algunos les pareció muy ingenioso decir: “Hay escuelas privadas católicas y protestantes; unámonos para presentar nuestras exigencias, reclamos y programas, y así seremos más fuertes”… y resultó que los que, a pesar de los consejos de los obispos, actuaron así, se dejaron engañar por los protestantes, pues un buen día estos últimos decidieron que había que aceptar todo lo que proponía el gobierno, ya sea en los programas o en la implantación de las escuelas, siendo que había cosas inadmisibles para un católico. Fue algo que casi arruinó a las escuelas católicas. Se produjo una ruptura y la situación fue peor que antes.

Lo mismo pasa con los sindicatos. Hay una noción verdadera de la justicia, puesto que la de los que no son católicos sólo es más o menos buena, y cuando se llega a las discusiones, estos últimos se sienten más bien tentados a inducir a los obreros a la rebelión. San Pío X tuvo que intervenir, sobre este tema, ante los sindicatos alemanes, que estaban divididos acerca de la creación de sindicatos interconfesionales, y los desaconsejó en una carta en que, en pocas palabras, les decía a los católicos: “Vosotros tenéis principios que aplicáis en la práctica, pero ellos no tienen principios ni convicciones claras y los cambian; es imposible trabajar juntos”.

Volvamos al razonamiento de Bene-dicto XIV contra la Masonería: «La segunda es el estrecho e impenetrable pacto secreto, en virtud del cual se oculta todo lo que se hace en estos conventículos, por lo cual podemos aplicar con razón esta sentencia… las cosas buenas aman siempre la publicidad; los crímenes se cubren con el secreto».

Esta comprobación está relacionada con la tercera razón, que se refiere a la aplicación del secreto: «La tercera es el juramento que ellos hacen de guardar inviolablemente este secreto como si pudiese serle permitido a cualquiera apoyarse sobre el pretexto de una promesa o de un juramento, para negarse a declarar si es interrogado por una autoridad legítima, sobre si lo que se hace en cualesquiera de esos conventículos, no es algo contra el Estado y las leyes de la Religión o de los gobernantes».

Hay un secreto y, además, después de haberlo jurado, no se puede decir nada ante la justicia. Eso es algo ilegítimo. Nadie puede comprometerse bajo juramento a negarse a responder a quienes tienen derecho a preguntar, ni a los que tienen que saber cosas que repercuten en el ámbito de la seguridad del Estado e incluso para la existencia de la religión.

Benedicto XIV sigue con la cuarta razón: «La cuarta es que esas sociedades no son menos contrarias a las leyes civiles que a las normas canónicas».

Las leyes civiles y canónicas prohíben estos conventículos, asociaciones y reuniones secretas, de las que no se sabe nada, puesto que todas las sociedades que se reúnen sin el permiso de la autoridad pública están prohibidas por el derecho civil y también por el canónico. «La quinta es que ya en muchos países las dichas sociedades y agregaciones han sido proscritas y desterradas por las leyes de los príncipes seculares».

Evidentemente, se podría objetar que los príncipes obran así porque estas sociedades les estorban —y que eso no quiere decir que siempre sean malas—, pero el Papa se apoya en los príncipes seculares católicos que creen que no pueden tolerar estas asociaciones que se esconden y obran en secreto.

Luego da la sexta razón: «Estas sociedades gozan de mal concepto entre las personas prudentes y honradas, y alistarse en ellas es ensuciarse con las manchas de la perversión y la malignidad».

El Papa se apoya en la opinión de personas prudentes y honradas, y luego insiste, como su predecesor, ante los prelados, obispos, ordinarios del lugar, superiores eclesiásticos y también ante los príncipes y jefes de Estado para pedirles que luchen contra esas sociedades secretas.

Este es, pues, el segundo documento de Benedicto XIV. León XII añade una reflexión: reprocha a los gobiernos y jefes de Estado que no hayan tenido en cuenta los avisos de los Papas, de modo que las sociedades secretas siguieron expandiéndose y difundiendo el mal. Citemos: «Ojalá los gobernantes de entonces hubiesen tenido en cuenta esos decretos que exigía la salvación de la Iglesia y del Estado.

Ojalá se hubiesen creído obligados a reconocer en los romanos Pontífices, sucesores de San Pedro, no sólo los pastores y jefes de toda la Iglesia, sino también los infatigables defensores de la dignidad y los diligentes descubridores de los peligros de los príncipes.

Ojalá hubiesen empleado su poder en destruir las sectas cuyos pestilenciales designios les había descubierto la Santa Sede Apostólica. Habrían acabado con ellas desde entonces. Pero fuese por el fraude de los sectarios, que ocultan con mucho cuidado sus secretos, fuese por las imprudentes convicciones de algunos soberanos que pensaron que no había en ello cosa que mereciese su atención ni debiesen perseguir; no tuvieron temor alguno de las sectas masónicas, y de ahí resultó que naciera gran número de otras más audaces y más malvadas. Pareció entonces que, en cierto modo, la secta de los Carbonarios las encerraba todas en su seno. Pasaba ésta por ser la principal en Italia y otros países; estaba dividida en muchas ramas que solo se diferencian en el nombre, y le dio por atacar a la religión católica y a toda soberanía legítima». Como vemos, el Papa no vacila en señalar esta nueva secta, que ataca abiertamente a la religión católica y autoridad legítima del Estado.

Pío VII: contra el sacrilegio

En ese momento León XII presenta un tercer documento: «Nuestro predecesor Pío VII, de feliz memoria… publicó la Constitución del 13 de septiembre de 1821 que empieza: Ecclesiam a Jesu Christo». Este documento trata de la condena de la secta de los Carbonarios con graves penas. Ya había pasado la Revolución Francesa y estaba materialmente pacificada, pero desde 1821 se podía ver que la actividad de las sectas no había hecho más que aumentar para propagar la revolución en toda Europa. «La Iglesia que Nuestro Señor Jesucristo fundó sobre una piedra sólida, y contra la que el mismo Cristo dijo que no habían jamás de prevalecer las puertas del infierno, ha sido asaltada por tan gran número de enemigos que, si no lo hubiese prometido la palabra divina, que no puede faltar, se habría creído que, subyugada por su fuerza, por su astucia o malicia, iba ya a desaparecer». Hay que suponer que Pío VII veía entonces todos los efectos de la Revolución Francesa: el asesinato del rey de Francia, el exterminio de sacerdotes y religiosos, la destrucción de iglesias, y ruinas y persecuciones en todas partes: «Lo que sucedió en los tiempos antiguos ha sucedido también en nuestra deplorable edad y con síntomas parecidos a los que antes se observaron y que anunciaron los Apóstoles diciendo: Han de venir unos impostores que seguirán los caminos de impiedad (Jud. 18). Nadie ignora el prodigioso número de hombres culpables que se ha unido, en estos tiempos tan difíciles, contra el Señor y contra su Cristo, y han puesto todo lo necesario para engañar a los fieles por la sutilidad de una falsa y vana filosofía, y arrancarlos del seno de la Iglesia, con la loca esperanza de arruinar y dar vuelta a esta misma Iglesia.

Para alcanzar más fácilmente este fin, la mayor parte de ellos han formado las sociedades ocultas, las sectas clandestinas, jactándose por este medio de asociar más libremente a un mayor número para su conjuración y perversos designios.

Hace ya mucho tiempo que la Iglesia, habiendo descubierto estas sectas, se levantó contra ellas con fuerza y valor poniendo de manifiesto los tenebrosos designios que ellas formaban contra la religión y contra la sociedad civil. Hace ya tiempo que Ella llama la atención general sobre este punto y mueve a velar para que las sectas no puedan intentar la ejecución de sus culpables proyectos. Pero es necesario lamentarse de que el celo de la Santa Sede no ha obtenido los efectos que Ella esperaba…»

Los mismos Papas reconocían que sus esfuerzos habían sido en vano. San Pío X solía decir: “Nos esforzamos por luchar contra el liberalismo, el modernismo, el progresismo… y no se nos escucha. Por eso vendrán las peores desgracias sobre la humanidad. Los hombres quieren que todo se les permita: libertad para todas las sectas, libertad de asociación, de prensa, de palabra… El mal no hará sino difundirse cada vez más y llegaremos a una sociedad en la que ya no se pueda vivir, como la del comunismo”.

Pío VII gime también porque ve:

«… que estos hombres perversos no han desistido de su empresa, de la que han resultado todos los males que hemos visto».

Está muy claro. Las desgracias de la Revolución Francesa se deben a estas sectas.

«Aún más —añade el Papa—, estos hombres se han atrevido a formar nuevas sociedades secretas. En este aspecto, es necesario señalar aquí una nueva sociedad formada recientemente y que se propaga a lo largo de toda Italia y de otros países, la cual, aunque dividida en diversas ramas y llevando diversos nombres, según las circunstancias, es, sin embargo, una, tanto por la comunidad de opiniones y de puntos de vista, como por su constitución. La mayoría de las veces, aparece designada bajo el nombre de Carbonari. Aparenta un respeto singular y un celo maravilloso por la doctrina y la persona del Salvador Jesucristo que algunas veces tiene la audacia culpable de llamarlo el Gran Maestro y jefe de esa sociedad.

Pero este discurso, que parece más suave que el aceite, no es más que una trampa de la que se sirven estos pérfidos hombres para herir con mayor seguridad a aquellos que no están advertidos, a quienes se acercan con el exterior de las ovejas, mientras por dentro son lobos carniceros».

Aquí se anuncian de nuevo los motivos de acusación contra esos grupos: «Juran que en ningún tiempo y en ninguna circunstancia revelarán cualquier cosa que fuera de lo que concierne a su sociedad a hombres que no sean allí admitidos, o que no tratarán jamás con aquellos de los grados inferiores las cosas relativas a los grados superiores».

En la Masonería no sólo hay un secreto, sino también grados, y a los miembros de un grado superior se les impone el juramento de no revelar nada a los de los grados inferiores, así que todo inspira desconfianza: «También esas reuniones clandestinas que ellos tienen a ejemplo de muchos otros heresiarcas, y la agregación de hombres de todas las sectas y religiones, muestran suficientemente, aunque no se agreguen otros elementos, que es necesario no prestar ninguna confianza en sus discursos». Poco a poco los Papas fueron recopilando informaciones, sobre todo de los que se convertían.

Pío VII conocía algunos libros en los que se revelaban algunas cosas: «Sus libros impresos, en los que se encuentra lo que se observa en sus reuniones, y sobre todo en aquellas de los grados superiores, sus catecismos, sus estatutos, todo prueba que los Carbonarios tienen por fin principalmente propagar el indiferentismo en materia religiosa, el más peligroso de todos los sistemas, concediendo a todos la libertad absoluta de hacerse una religión según su propia inclinación e ideas, y de profanar y manchar la Pasión del Salvador con algunos de sus ritos culpables».

 

 

 


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