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viernes, 13 de septiembre de 2019

Padre Royo Marin. El castigo del culpable


Presentación y Exposición:
Querido lector, el siguiente texto íntegro es de una serie de Conferencias Cuaresmales pronunciadas por el autor ―Antonio Royo Marín, O.P. en la Real Basílica de Atocha, de Madrid, que fueron retransmitidas a toda España por Radio Nacional en conexión con varias emisoras de provincias. Este teólogo dominico, Habla sobre las postrimerías. Es un autor muy reconocido y habla del infierno en la 5ta conferencia.
La resonancia verdaderamente nacional que alcanzaron aquellas conferencias, nos ha impulsado a ofrecerlas en su texto taquigráfico, a fin de conservar en lo posible la espontaneidad y el ritmo oratorio con que fueron pronunciadas. Son varios puntos los que menciona el autor, en su libro ―Misterio del más allá- pero nos vamos a focalizar en el tema del castigo del culpable.
No podemos rehuir estos temas trascendentales que nos salen ahora al paso. Se trata de dos dogmas importantísimos de nuestra fe: la existencia del cielo y del infierno, el destino eterno de las almas inmortales. Prefiero dejar para mañana, último día de estas conferencias, la descripción del panorama deslumbrador del cielo. Será una conferencia llena de luz, de alegría, de colorido, que expansionará nuestro corazón. Pero esta tarde, señores, no tenemos más remedio que enfrentarnos con el tema tremendo, terriblemente trágico, del destino eterno de los réprobos.
Es un tema muy incómodo y desagradable, lo sé muy bien. Me gustaría y os gustaría muchísimo más que os hablara, por ejemplo, de la infinita misericordia de Dios para con el pecador arrepentido. Se ha dicho que la sensibilidad y el clima intelectual moderno no resiste el tema del infierno, tan incómodo y molesto; que es preferible hablar de la caridad, de la justicia social, del amor y compenetración de los unos con los otros, y otros temas semejantes.
Son temas maravillosos, ciertamente; son temas cristianísimos. Pero la Iglesia Católica no puede renunciar, de ninguna manera, a ninguno de sus dogmas. Yo respeto la opinión de los que dicen que en estos tiempos no se resisten estos temas tan duros; pero tratándose de unas conferencias cuaresmales sobre el misterio del más allá, yo no puedo cometer el grave pecado de omisión de soslayar el dogma del infierno, que forma parte del depósito sagrado de la divina revelación.
Señores: La Iglesia Católica viene manteniendo íntegramente, durante veinte siglos, el dogma terrible del infierno. La Iglesia no puede suprimir un solo dogma, como tampoco puede crear otros nuevos.
Cuando el Papa define una verdad como dogma de fe (v. gr., la Asunción corporal de María) no crea un nuevo dogma. Simplemente, se limita a garantizarnos, con su autoridad infalible, que esa verdad ha sido revelada por Dios.
El Papa no crea, no inventa nuevos dogmas; simplemente declara, con su autoridad infalible –que no puede sufrir el más pequeño error, porque está regida y gobernada por el Espíritu Santo–, que aquella verdad que define está contenida en el depósito de la revelación, ya sea en la Sagrada Escritura, ya en la verdadera y auténtica tradición cristiana. Se trata de una verdad revelada por Dios, no de una opinión teológica inventada o patrocinada por la Iglesia. La Iglesia no altera, no cambia, no modifica, poco ni mucho, el depósito de la divina revelación que recibió directamente de Jesucristo y de los Apóstoles.
El dogma católico permanece siempre intacto e inalterable a través de los siglos. Si la Iglesia alterara, reformara o modificara sustancialmente alguno de sus dogmas, os digo con toda sinceridad que yo dejaría de ser católico; porque ésa sería la prueba más clara y más evidente de que no era la verdadera Iglesia de Jesucristo.
Este es, precisamente, el argumento más claro y convincente de que las Iglesias cristianas separadas de Roma (protestantes y cismáticos) no son las auténticas Iglesias de Jesucristo. Porque están cambiando y reformando continuamente sus dogmas. Ya creen esto, ya aquello; ya aceptan lo que antes rechazaron, ya rechazan lo que antes aceptaron, sin más norte ni guía que el capricho del libre examen. Y así, se da el caso pintoresco, señores, de que ciertas sectas protestantes que se separaron de la Iglesia Católica principalmente por no admitir la doctrina del purgatorio ahora proclaman que el infierno no es eterno, sino temporal. Con lo cual –como ya les echaba en cara, con fina ironía, José de Maistre–, después de haberse rebelado contra la Iglesia por no admitir el purgatorio, vuelven a rebelarse ahora por no admitir más que el purgatorio. Es que el error, señores, conduce, lógicamente, a los mayores disparates.
La Iglesia Católica, en cambio, ha mantenido intacto, durante los veinte siglos de su existencia, el depósito sagrado de su divina revelación; porque sabe perfectamente que Jesucristo le confió ese tesoro para que lo custodie, vigile, defienda y lo mantenga intacto, sin alterarlo en lo más mínimo.
El dogma católico es siempre el mismo, señores, el dogma católico no cambia ni cambiará jamás. Y precisamente por eso, en el siglo veinte, lo mismo que en el siglo primero, la existencia del infierno es un dogma de fe y lo continuará siendo hasta el fin del mundo.
Os voy a hablar del infierno con serenidad, con altura científica, como debe hacerse hoy.
Por de pronto, os advierto que rechazo, en absoluto, las descripciones dantescas. ―La Divina Comedia, de Dante, es maravillosa desde el punto de vista poético o literario, pero tiene grandes disparates teológicos. Aquellas descripciones de los tormentos del infierno son pura fantasía, pura imaginación. El dogma católico no nos dice nada de eso. Rechazo, en absoluto, las descripciones dantescas. Voy a limitarme a exponeros lo que dice el dogma católico en torno a la existencia y naturaleza del castigo de los réprobos.
En primer lugar, os voy a hablar de la existencia del infierno.
Lo hemos oído muchísimas veces: si un personaje histórico conocido del mundo entero (v. gr. Napoleón Bonaparte) viniese del otro mundo y, compareciendo visiblemente ante nosotros, nos dijera: ―Yo he visto el infierno y en él hay esto y lo otro y lo de más allá, causaría en el mundo una impresión tan enorme y definitiva, que nadie se atrevería ya a dudar de la existencia de aquel terrible lugar. ¿Por qué no lo envía Dios, para bien de toda la humanidad?
Señores: los que piden o desean esa prueba no han reflexionado bien; no han caído en la cuenta de que ese hecho que reclaman se ha producido ya, y en unas condiciones de autenticidad que jamás hubiera podido soñar la crítica más severa y exigente.
No voy a invocar el testimonio de alguna revelación privada hecha por Dios a alguna monjita de clausura. Ni siquiera voy a alegar el testimonio de Santa Catalina de Sena o el de Santa Teresa de Jesús, a quienes Nuestro Señor mostró el infierno y lo describieron después en sus libros de manera impresionante. Ni voy a citar, en pleno siglo XX, a los pastorcitos de Fátima, que vieron también, por sus propios ojos, el fuego del infierno. Personalmente yo estoy convencido de la verdad de esas visiones y revelaciones privadas que acabo de citar. Pero nuestra fe católica, señores, no se apoya en estos testimonios de personas particulares, aunque se trate de grandes Santos canonizados por la Iglesia. Nuestra fe se apoya, directamente, en un testimonio mucho más fuerte, mucho más inconmovible. Voy a deciros cuál es el gran testigo de la existencia y de la naturaleza del infierno. Os voy decir quién es.
Trasladémonos con la imaginación a Jerusalén, en la noche del primer jueves Santo que conoció la humanidad. Ante el jefe de la Sinagoga, reunida en Sanedrín con los principales escribas y fariseos de Israel, acababa de comparecer un preso maniatado: es Jesús de Nazaret. Y el jefe de la Sinagoga, o sea el representante legítimo de Dios en la tierra, el entonces jefe de la verdadera Iglesia de Dios –porque ya sabéis, señores, que el cristianismo enlaza legítimamente con la religión de Israel, de la que es su plenitud y coronamiento: no hay más que una sola Biblia, con su Antiguo y Nuevo Testamento–, el representante auténtico de Dios en la tierra se pone majestuosamente de pie, y, encarándose con aquel preso que tiene delante, le dice solemnemente: ―Por el Dios vivo te conjuro que nos digas claramente, de una vez, si Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios. Y aquel preso maniatado, levantando con serenidad su rostro, le contesta: ―Tú lo has dicho, Yo lo soy. Y os digo que un día veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo (Mt 26, 63-64).
Señores: nadie hasta entonces, en toda la historia de la humanidad, se había atrevido jamás a decir: ―Yo soy el Hijo de Dios, y nadie se ha atrevido a repetirlo de entonces acá. Esa tremenda afirmación, solamente Jesús de Nazaret ha tenido el inaudito atrevimiento de hacerla. Pero ese Jesús, que ha tenido la infinita osadía de decirlo, ha tenido también la infinita audacia de demostrarlo. Una serie de pruebas aplastantes, absolutamente infalsificables, han puesto la rúbrica divina a esa tremenda afirmación: ―Yo soy el Hijo de Dios. ¿Queréis que recordemos unas cuantas?
Un día se acercaba Jesús, acompañado de un gran gentío, a un pueblo llamado Jericó. Y a la entrada del pueblo, en lugar y sitio estratégico de paso, la escena que estamos contemplando todos los días: un ciego pidiendo limosna. El pobrecillo no veía absolutamente nada, pero oyó el murmullo de la muchedumbre que se acercaba, y preguntó: ― ¿Qué pasa? ―Es Jesús de Nazaret que se acerca‖, le contestaron. Y al instante, el pobre ciego comenzó a gritar: ― ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí! Y alargando las manos, que son los ojos del ciego, buscaba con ellas a Jesús. Le llevan ante Él, y le pregunta Jesús con dulzura: ― ¿Qué quieres? ¡Pobrecito, qué iba a querer! ―Señor, que vea. Y Jesús pronuncia una sola palabra: ―Quiero. Y al instante se abren los ojos del ciego y comienza a ver claramente (Lc 18, 35-43).
Oculista que me escuchas: tú sabes muy bien lo que significa atrofia del nervio óptico, corteza cervical, ceguera de nacimiento... No tiene remedio, ¿verdad? Pues lo tuvo con una sola palabra de Jesucristo. ¿Qué te parece la prueba?
Otro día se le presenta un hombre cubierto de lepra, con su carne podrida que se le caía a pedazos; y aquella piltrafa humana cae de rodillas ante Jesús y le dice con lágrimas en los ojos: ―Señor, si quieres, puedes limpiarme. Y extendiendo Él su mano, le toca diciendo: ―Quiero, sé limpio. Y en el acto la carne podrida del leproso se vuelve fresca y sonrosada como la de un niño que acaba de nacer (Lc 5, 12-13).

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