Santa Mónica y San Agustín.
En la
guerra y en el campo de batalla, el soldado que sólo mira cómo salvarse por
medio de la fuga, se pierde a sí mismo y a los otros. El valiente, en cambio,
que lucha por salvar a los demás, se salva también a sí mismo. Pues nuestra
religión es una guerra, y la más dura de todas las guerras, y pelea, y batalla.
Formemos la línea de combate tal como nuestro Rey nos ha mandado, dispuestos
siempre a derramar nuestra sangre, mirando por la salvación de todos, alentando
a los que permanecen firmes y levantando a los que han caído.
Verdaderamente,
muchos hermanos nuestros yacen por el suelo en esta batalla, acribillados de
heridas y chorreando sangre; y nadie hay que se cuide de ellos: ni gente del
pueblo, ni sacerdote, ni ningún otro; ni protector, ni amigo, ni hermano.
Cada
uno mira sólo por sí mismo. De ahí proviene, justamente, la mezquindad en que
vivimos.
La
mayor libertad y gloria nos viene de no preocuparnos sólo de nosotros mismos.
Si somos débiles, si tan fácilmente nos derriban los hombres y el diablo, se
debe precisamente a que nos buscamos a nosotros mismos, a que no nos protegemos
unos a otros como con un escudo, a que no nos rodeamos—como de una cerca—de la
caridad de Dios. Por el contrario, buscamos otros motivos de amistad: el
parentesco, la comunicación, la mera vecindad... Cualquier cosa nos sirve para
hacer amistad, menos la religión, cuando habría de ser esto lo que más nos
uniera a unos con otros. Ahora, sin embargo, sucede todo lo contrario: antes
somos amigos de judíos y de paganos, que de hijos de la Iglesia.
—Es
verdad—me dices—. Pero es que mi hermano en la fe es un malvado, y el otro,
judío o gentil, es bueno y modesto.
— ¿Qué
dices? ¿Malvado llamas a tu hermano, cuando tienes mandado no llamarle ni
siquiera «raca», es decir, necio? ¿No te avergüenzas, no te ruborizas de
infamar públicamente a tu hermano, al que es miembro tuyo, que salió del mismo
seno y participa de la misma mesa? (...).
—Es
que realmente es un malvado, y no hay quien lo aguante.
—Pues
hazte amigo suyo para que deje de ser como es, para convertirle, para llevarle
a la virtud.
—Es
que no me hace caso—me respondes—ni aguanta un consejo.
—
¿Cómo lo sabes? ¿Le has exhortado o intentado corregirle?
—Le he
exhortado muchas veces, me contestas.
— ¿Cuántas?
—Muchas;
una y otra vez.
— ¿Y
eso es muchas veces? Aunque lo hubieras hecho durante toda la vida, no tendrías
que cansarte ni desesperar. ¿No ves cómo Dios nos exhorta durante toda la vida
por medio de los profetas, de los apóstoles y de los evangelistas? Y nosotros,
¿acaso cumplimos todo lo que nos dice y le hacemos caso en todo? ¡Ni mucho
menos! ¿Y ha dejado Él de exhortarnos por eso'? ¿Ha guardado silencio? (...).
Pero
¿a qué acusarnos de descuido por los extraños, si ni siquiera hacemos caso de nuestra
misma familia, de la mujer, de los hijos, de los sirvientes? Como si
estuviéramos borrachos, nos ocupamos en unas cosas por otras: que los criados
sean cuantos más mejor, y nos sirvan con el mayor cuidado; que los hijos puedan
recibir un día una pingüe herencia; que la mujer tenga oro, vestidos lujosos y
perlas... No nos preocupamos de nosotros mismos, sino de nuestras cosas, como
tampoco nos preocupamos de la mujer ni de los hijos, sino de las cosas de la
mujer y de los hijos. Nos comportamos como aquél que, teniendo la casa en ruinas,
con las paredes que se tambalean, no se preocupa de levantarlas o reforzarlas,
sino que construye una gran cerca alrededor de la casa (...).
Si un
oso, burlando la vigilancia, se escapa de la jaula, al punto cerramos las
puertas y corremos por las calles por miedo de caer en las garras de la fiera;
y aquí no es una fiera, sino muchos pensamientos los que, como fieras,
desgarran nuestra alma, y ni nos damos cuenta. En las ciudades se cuida mucho
que las fieras estén en lugares apartados, bien cerradas en sus jaulas, y no se
las deja cerca del concejo de la ciudad, ni de los tribunales, ni del palacio
imperial. Se las tiene bien atadas, lejos de estos lugares (...).
Sin
embargo, hay entre nosotros hombres peores que las animales más salvajes. Tal
es la mayor parte de nuestra gente joven. Dejándose llevar por una
concupiscencia salvaje, como ellos saltan, cocean y corren sin freno, sin tener
la más leve idea de sus deberes. Y los culpables son sus padres. Cuando se
trata de sus caballos, mandan a los caballerizos que los cuiden bien, y no
consienten que crezcan sin domarlos, y desde el principio les ponen freno y
demás arreos. Pero cuando se trata de sus hijos jóvenes, les dejan sueltos por
todas partes durante mucho tiempo, y así pierden la castidad, se manchan con
deshonestidades y juegos, y malgastan el tiempo con la asistencia a inicuos
espectáculos. Su deber sería, antes de que se dieran a la impureza, buscarles
una esposa casta y prudente (...).
—Es
mejor esperar—me dices—a que adquiera nombre y brille en las actividades
públicas.
—Sí;
pero de su alma no hacéis caso alguno, sino que consentís que se arrastre por
el suelo. Y así, porque el alma se tiene por cosa accesoria, porque se descuida
lo importante y se pone el afán en lo secundario, todo está lleno de confusión
y desorden.
¿No
sabes que el mejor favor que puedes hacer a tu hijo es guardarle limpio de la
impureza de la fornicación? Nada hay tan precioso como el alma. ¿Qué le
aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? (Mt 16, 26), dice
el Señor. Pero todo lo ha trastornado el amor al dinero, que ha desterrado el
verdadero temor de Dios y se ha apoderado de las almas de los hombres como un
tirano de una ciudadela. Esta es la razón por la que descuidamos la salvación
de nuestros hijos y la nuestra propia, sin otra mira que enriquecernos lo más
posible y dejar a otros la riqueza, para que éstos se la dejen a otros, y éstos
a otros. Parece como si fuéramos meros transmisores, y no dueños de nuestros
bienes. Y ahí se origina la inmensa insensatez de que los hombres libres estén
más vilipendiados que los esclavos. Porque a los siervos les reprendemos sus
faltas: si no por interés de ellos, al menos por el interés nuestro; pero los
hombres libres no gozan de estos cuidados, sino que se les tiene en menos que a
los mismos esclavos.
Incluso
las bestias reciben más cuidados que los hijos. Más velamos por nuestros asnos
y nuestros caballos, que por nuestros hijos. El que posee una mula, se preocupa
de encontrar un buen arriero, que no sea tonto, ni ladrón, ni borracho, sino un
hombre que conozca bien su oficio. En cambio, cuando se trata de buscar un
maestro para el alma del niño, contratamos al primero que se nos presenta. Y,
sin embargo, no hay arte superior a éste. ¿Qué hay comparable con el arte de formar
un alma, de plasmar la inteligencia y el espíritu de un joven? El que profesa
esta ciencia ha de proceder con más cuidado que un pintor o un escultor al
realizar su obra.
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