San Antonio tentado por la lujuria
CAPITULO 28
Del grande remedio que es contra
las tentaciones buscar un confesor sabio y experimentado, a quien se dé entera
cuenta y crédito; y lo que el confesor debe hacer con los tales; y del fruto de
estas tentaciones.
Suele
a los que estas tentaciones tienen dar mucha pena el haberlas de decir
abiertamente a su confesor, por ser cosas tan feas y malas, que no merecen ser tomadas
en lengua, y que sólo nombrarlas causa desmayo. Y, por otra parte, si no las
dicen muy por extenso, y no relatan cada pensamiento por menudo que sea,
paréceles no ir bien confesados. Y así nunca van satisfechos, ora lo digan, ora
lo callen, mas con más tristeza de la que trajeron. Deben las tales personas buscar
un confesor sabio y experimentado, y darle a entender las raíces de la
tentación, de manera que él quede satisfecho y entienda el negocio; y darle muy
entero crédito en lo que dijere, porque en esto consiste el remedio de estas
personas que, o por su poco saber, o por estar apasionados, no son parte para
ser buenos jueces de sí.
Y el
tal confesor debe orar mucho al Señor por la salud de su enfermo; y no cansarse
porque le pregunte el tal penitente muchas veces una misma cosa, ni por otras flaquezas
que suelen tener; de las cuales no se espante, ni le desprecie por ellas; mas
háyale compasión entrañable, y corríjale en espíritu de blandura, como dice San
Pablo (Gal, 6, 1), porque no sea él también tentado en aquello o en otro, y
venga a probar a su costa cuánta es la humana flaqueza. Encomiéndele la
enmienda de la vida, y que tome los remedios de los Sacramentos. Y dele a
entender que ningún pensamiento hay tan sucio ni malo, que pueda ensuciar el
ánima si no lo consiente. Y dele buena esperanza en la misericordia de nuestro Señor,
que a su tiempo le librará; y que entre tanto sufra este tormento de sayones,
en descuento de sus pecados, y por lo que Jesucristo pasó. Y así confortado el penitente,
y llevando su cruz con buena paciencia, y ofreciéndose a la voluntad de nuestro
Señor para llevarla toda la vida, si Él fuere de ello servido, ganará más con aquella
hiel y vinagre que el demonio le da, que con la miel de devoción que él
deseaba.
Y
sucede de aquí, que estando nuestra ánima en flor de principios, comience a dar
fruto de hombres perfectos; pues mamando antes leche de devoción tierna, comemos
ya pan con corteza, manteniéndonos con las piedras duras de las tentaciones,
las cuales él nos traía para probarnos si éramos hijos de Dios, como hizo con
nuestro Señor (Mt., 4, 3). Y así sacamos de la ponzoña miel, y de las heridas
salud, y de las tentaciones salimos probados, con otros millones de bienes.
Los
cuales no hemos de agradecer al demonio, cuya voluntad no es fabricarnos
coronas, sino cadenas; mas lo hemos de agradecer a aquel sumo y omnipotente
Bien, Dios, el cual no dejará acaecer mal ninguno, sino para sacar bien por más
alta manera; ni dejaría a nuestro enemigo y suyo atribular a nosotros, sino
para gran confusión del enemigo que atribula, y bien del atribulado; según está
escrito (Ps., 2): Que Dios hará burla de los burladores, y el que mora en el
cielo mofará de ellos.
Porque
aunque este dragón juega y burla en la mar de este mundo, tentando y
amartillando a los siervos de Dios, hace Dios burla de él (Ps., 103, 26),
porque saca bien de sus males; y mientras él piensa más dañar a los buenos, más
provecho les hace. De lo cual él queda tan corrido y burlado, que por su
soberbia y envidia no quisiera haber comenzado tal juego, que salió tan a provecho
de los que él mal quería. Y la maldad y lazo que a otros armó, cayó sobre su
cabeza (Ps., 34, 8); y queda muerto de envidia de ver que los que él tentó, van
libres y cantando con alegría (Ps., 123, 7): El lazo ha sido quebrado, y
nosotros quedamos libres; nuestra ayuda es del Señor, que hizo el cielo y la
tierra.
CAPITULO 29
Cómo el demonio procura con miedos
exteriores quitarnos de los buenos ejercicios; y cómo conviene confortar el
corazón con la confianza del Señor para lo vencer; y de otras cosas que ayudan
para quitar este miedo, y del fruto de esta tentación.
Es
tanta la envidia que de nuestro bien tienen los demonios, que todas las vías
tientan para que no gocemos de lo que ellos perdieron. Y cuando en una batalla
van de nosotros vencidos—y por mejor decir, de Dios en nosotros—, mueven otra y
otras, para si alguna vez hallaren algún descuidado a quien traguen. Mudan armas
y género de batalla, pensando que a los que no vencieren en una, vencerán en
otra. Por lo cual, después que han visto que por astucia no nos han podido
empecer (dañar, ofender, causar perjuicio), por estar enseñados con la verdadera
doctrina cristiana, que nos enseña a ponernos en el justísimo querer del Señor,
y sufrir con paciencia lo que nos envía de dentro o de fuera, intentan guerra
más descubierta, haciéndose león feroz el que antes era dragón escondido. Ya no
tienta de uno y va a parar en otro. En las tentaciones de astucia, como dragón,
acomete contra una virtud para derribarnos en otra. En estas de violencia, como
león, acomete abiertamente para vencer por temor. Más claramente se quiere
hacer temer, pensando alcanzar por espanto lo que por arte no pudo. Aquí no le
verán hecho zorra, más león fiero, que con su bramido quiere espantar, como dice
San Pedro (1 Petr., 5, 8): Hermanos, sed templados y velad, porque vuestro
adversario el diablo, como león bramando, rodea, buscando a quien trague; al
cual resistid fuertes en la fe. No deben ser destemplados ni descuidados los
que tienen tal enemigo; y mucho conviene velar, y orar al verdadero Pastor
Jesucristo, las ovejas que se ven cercadas de león tan bravo. Mas ¿qué son las
armas con que se vence este enemigo para que vaya confundido de esta guerra
como de la pasada? Estas son, como dice San Pedro y San Pablo, la fe. Porque
cuando
un ánima, con el amor de Dios, que es vida de la fe, desprecia lo próspero y
adverso del mundo, y cree y confía en Dios, al cual no ve, no hay por dónde el demonio
le entre. Y también, como esta lumbre de fe enseña a confiar, cuando hay
peligros, en la misericordia de Dios, si el tal combatido se quiere aprovechar
de ella, cobra grande ánimo para pelear contra el demonio, que es cosa muy
necesaria para esta guerra. Porque si el medroso de corazón no era bueno para
la guerra de los enemigos visibles, y por esto mandaba Dios que se tornase de
la guerra (Deut., 20, 8), ¿cuánto menos será para pelear, no contra carne y
sangre, mas contra los demonios, príncipes de las tinieblas, como dice San Pablo?
(Ephes., 6, 12): Y aunque delante el acatamiento de Dios debemos estar
postrados, y temiendo no nos desampare Él por nuestros pecados; mas en el
tiempo de la guerra que nuestro enemigo nos acomete, en todo caso conviene que
estemos con ánimo esforzado, despreciándolo a él, y llamando a nuestro Señor.
De esta manera leemos (Mc., 14, 34, 35) que el mismo Señor oró a su Padre antes
de su prendimiento, postrado y con angustia de corazón; y de allí salió tan
esforzado, que Él mismo fue a recibir a sus enemigos.
El
principal intento del demonio en esta batalla es quitar el esfuerzo del
corazón, para que por esta vía se deje el bien comenzado. Lo cual él procura,
tomando unas veces figura de dragón, o de toro, o de otros animales, y
estorbando la oración con estruendos, e impidiendo el reposo del sueño; como al
santo Job (7, 14) se lee que hacía; y echando un entrañable temor en el hombre,
que aunque sea esforzado, le hace temblar, y otras veces sudar con angustia: y
cosas semejantes a éstas, que dan testimonio que anda por allí este lobo infernal.
Claro es, que pues todo el ardid de su guerra se ha por vía do miedo, las armas
principales que hemos de tener son en esfuerzo del corazón, confortado, no con nuestra
confianza, sino con la fiucia (esperanza esforzada) en nuestro Señor; porque
ésta es la que en esta guerra nos hace victoriosos, pues que la fiucia (esperanza
esforzada) vence al temor, según está escrito (Is., 12, 2): Confiadamente lo
haré, y no temeré. Y tened por cierto, que no os arrepentiréis de haber puesto
en Dios vuestra fiucia (esperanza esforzada), que es una esforzada esperanza ni
diréis: Engañado me ha, pues no me salió como yo pensaba. Porque la esperanza,
como dice San Pablo (Rom., 5, 5), no echa en vergüenza; ni quien espera en el
Señor, será confundido (Ps., 24, 3). Nunca ella falta al hombre, si el hombre
no falta a ella; y entonces le falta, cuando pierde la caridad, que es vida de
la esperanza y de toda virtud...
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