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lunes, 23 de septiembre de 2019

AUDI, FILIA, ET VIDE, ETC. SAN JUAN DE LA CRUZ


San Antonio tentado por la lujuria

CAPITULO 28
Del grande remedio que es contra las tentaciones buscar un confesor sabio y experimentado, a quien se dé entera cuenta y crédito; y lo que el confesor debe hacer con los tales; y del fruto de estas tentaciones.

Suele a los que estas tentaciones tienen dar mucha pena el haberlas de decir abiertamente a su confesor, por ser cosas tan feas y malas, que no merecen ser tomadas en lengua, y que sólo nombrarlas causa desmayo. Y, por otra parte, si no las dicen muy por extenso, y no relatan cada pensamiento por menudo que sea, paréceles no ir bien confesados. Y así nunca van satisfechos, ora lo digan, ora lo callen, mas con más tristeza de la que trajeron. Deben las tales personas buscar un confesor sabio y experimentado, y darle a entender las raíces de la tentación, de manera que él quede satisfecho y entienda el negocio; y darle muy entero crédito en lo que dijere, porque en esto consiste el remedio de estas personas que, o por su poco saber, o por estar apasionados, no son parte para ser buenos jueces de sí.
Y el tal confesor debe orar mucho al Señor por la salud de su enfermo; y no cansarse porque le pregunte el tal penitente muchas veces una misma cosa, ni por otras flaquezas que suelen tener; de las cuales no se espante, ni le desprecie por ellas; mas háyale compasión entrañable, y corríjale en espíritu de blandura, como dice San Pablo (Gal, 6, 1), porque no sea él también tentado en aquello o en otro, y venga a probar a su costa cuánta es la humana flaqueza. Encomiéndele la enmienda de la vida, y que tome los remedios de los Sacramentos. Y dele a entender que ningún pensamiento hay tan sucio ni malo, que pueda ensuciar el ánima si no lo consiente. Y dele buena esperanza en la misericordia de nuestro Señor, que a su tiempo le librará; y que entre tanto sufra este tormento de sayones, en descuento de sus pecados, y por lo que Jesucristo pasó. Y así confortado el penitente, y llevando su cruz con buena paciencia, y ofreciéndose a la voluntad de nuestro Señor para llevarla toda la vida, si Él fuere de ello servido, ganará más con aquella hiel y vinagre que el demonio le da, que con la miel de devoción que él deseaba.
Y sucede de aquí, que estando nuestra ánima en flor de principios, comience a dar fruto de hombres perfectos; pues mamando antes leche de devoción tierna, comemos ya pan con corteza, manteniéndonos con las piedras duras de las tentaciones, las cuales él nos traía para probarnos si éramos hijos de Dios, como hizo con nuestro Señor (Mt., 4, 3). Y así sacamos de la ponzoña miel, y de las heridas salud, y de las tentaciones salimos probados, con otros millones de bienes.
Los cuales no hemos de agradecer al demonio, cuya voluntad no es fabricarnos coronas, sino cadenas; mas lo hemos de agradecer a aquel sumo y omnipotente Bien, Dios, el cual no dejará acaecer mal ninguno, sino para sacar bien por más alta manera; ni dejaría a nuestro enemigo y suyo atribular a nosotros, sino para gran confusión del enemigo que atribula, y bien del atribulado; según está escrito (Ps., 2): Que Dios hará burla de los burladores, y el que mora en el cielo mofará de ellos.
Porque aunque este dragón juega y burla en la mar de este mundo, tentando y amartillando a los siervos de Dios, hace Dios burla de él (Ps., 103, 26), porque saca bien de sus males; y mientras él piensa más dañar a los buenos, más provecho les hace. De lo cual él queda tan corrido y burlado, que por su soberbia y envidia no quisiera haber comenzado tal juego, que salió tan a provecho de los que él mal quería. Y la maldad y lazo que a otros armó, cayó sobre su cabeza (Ps., 34, 8); y queda muerto de envidia de ver que los que él tentó, van libres y cantando con alegría (Ps., 123, 7): El lazo ha sido quebrado, y nosotros quedamos libres; nuestra ayuda es del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

CAPITULO 29
Cómo el demonio procura con miedos exteriores quitarnos de los buenos ejercicios; y cómo conviene confortar el corazón con la confianza del Señor para lo vencer; y de otras cosas que ayudan para quitar este miedo, y del fruto de esta tentación.

Es tanta la envidia que de nuestro bien tienen los demonios, que todas las vías tientan para que no gocemos de lo que ellos perdieron. Y cuando en una batalla van de nosotros vencidos—y por mejor decir, de Dios en nosotros—, mueven otra y otras, para si alguna vez hallaren algún descuidado a quien traguen. Mudan armas y género de batalla, pensando que a los que no vencieren en una, vencerán en otra. Por lo cual, después que han visto que por astucia no nos han podido empecer (dañar, ofender, causar perjuicio), por estar enseñados con la verdadera doctrina cristiana, que nos enseña a ponernos en el justísimo querer del Señor, y sufrir con paciencia lo que nos envía de dentro o de fuera, intentan guerra más descubierta, haciéndose león feroz el que antes era dragón escondido. Ya no tienta de uno y va a parar en otro. En las tentaciones de astucia, como dragón, acomete contra una virtud para derribarnos en otra. En estas de violencia, como león, acomete abiertamente para vencer por temor. Más claramente se quiere hacer temer, pensando alcanzar por espanto lo que por arte no pudo. Aquí no le verán hecho zorra, más león fiero, que con su bramido quiere espantar, como dice San Pedro (1 Petr., 5, 8): Hermanos, sed templados y velad, porque vuestro adversario el diablo, como león bramando, rodea, buscando a quien trague; al cual resistid fuertes en la fe. No deben ser destemplados ni descuidados los que tienen tal enemigo; y mucho conviene velar, y orar al verdadero Pastor Jesucristo, las ovejas que se ven cercadas de león tan bravo. Mas ¿qué son las armas con que se vence este enemigo para que vaya confundido de esta guerra como de la pasada? Estas son, como dice San Pedro y San Pablo, la fe. Porque
cuando un ánima, con el amor de Dios, que es vida de la fe, desprecia lo próspero y adverso del mundo, y cree y confía en Dios, al cual no ve, no hay por dónde el demonio le entre. Y también, como esta lumbre de fe enseña a confiar, cuando hay peligros, en la misericordia de Dios, si el tal combatido se quiere aprovechar de ella, cobra grande ánimo para pelear contra el demonio, que es cosa muy necesaria para esta guerra. Porque si el medroso de corazón no era bueno para la guerra de los enemigos visibles, y por esto mandaba Dios que se tornase de la guerra (Deut., 20, 8), ¿cuánto menos será para pelear, no contra carne y sangre, mas contra los demonios, príncipes de las tinieblas, como dice San Pablo? (Ephes., 6, 12): Y aunque delante el acatamiento de Dios debemos estar postrados, y temiendo no nos desampare Él por nuestros pecados; mas en el tiempo de la guerra que nuestro enemigo nos acomete, en todo caso conviene que estemos con ánimo esforzado, despreciándolo a él, y llamando a nuestro Señor. De esta manera leemos (Mc., 14, 34, 35) que el mismo Señor oró a su Padre antes de su prendimiento, postrado y con angustia de corazón; y de allí salió tan esforzado, que Él mismo fue a recibir a sus enemigos.
El principal intento del demonio en esta batalla es quitar el esfuerzo del corazón, para que por esta vía se deje el bien comenzado. Lo cual él procura, tomando unas veces figura de dragón, o de toro, o de otros animales, y estorbando la oración con estruendos, e impidiendo el reposo del sueño; como al santo Job (7, 14) se lee que hacía; y echando un entrañable temor en el hombre, que aunque sea esforzado, le hace temblar, y otras veces sudar con angustia: y cosas semejantes a éstas, que dan testimonio que anda por allí este lobo infernal. Claro es, que pues todo el ardid de su guerra se ha por vía do miedo, las armas principales que hemos de tener son en esfuerzo del corazón, confortado, no con nuestra confianza, sino con la fiucia (esperanza esforzada) en nuestro Señor; porque ésta es la que en esta guerra nos hace victoriosos, pues que la fiucia (esperanza esforzada) vence al temor, según está escrito (Is., 12, 2): Confiadamente lo haré, y no temeré. Y tened por cierto, que no os arrepentiréis de haber puesto en Dios vuestra fiucia (esperanza esforzada), que es una esforzada esperanza ni diréis: Engañado me ha, pues no me salió como yo pensaba. Porque la esperanza, como dice San Pablo (Rom., 5, 5), no echa en vergüenza; ni quien espera en el Señor, será confundido (Ps., 24, 3). Nunca ella falta al hombre, si el hombre no falta a ella; y entonces le falta, cuando pierde la caridad, que es vida de la esperanza y de toda virtud...


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