PROLOGO.
1. En el principio invoco al primer Principio, de quien
descienden todas las iluminaciones como del Padre de las luces, de quien viene
toda dadiva preciosa y todo don perfecto, es decir, al Padre eterno por su
Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, a fin de que con la intercesión de la Santísima
Virgen María, madre del mismo Dios y Señor nuestro, Jesucristo, y con la el
bienaventurado Francisco, nuestro guía y padre, tenga a bien iluminar los ojos
de nuestra mente para dirigir nuestros pasos por el camino de aquella paz que
sobrepuja a todo entendimiento. Paz que evangelizó y dio Nuestro Señor
Jesucristo, de cuya predicación fue repetidor nuestro padre Francisco, quien en
todos sus discursos, tanto al principio como al fin, anunciaba la paz, en todos
sus saludos deseaba la paz, y en todas sus contemplaciones suspiraba por la paz
extática, como ciudadano de aquella Jerusalén, de la que dice el varón aquel de
la paz, que era pacífico con los que aborrecían la paz: Pedid los bienes de la
paz para Jerusalén. Porque sabía que el trono de Salomón está asentado en la
paz, según está escrito: Fijo su habitación en la paz y su morada en Sión.
2. En vista de esto, buscando con vehementes deseos esta
paz, a imitación del bienaventurado padre Francisco, yo pecador que, aunque
indigno, soy, sin embargo, su séptimo sucesor en el gobierno de los frailes,
aconteció que a los treinta y tres anos después de la muerte del glorioso
Patriarca, me retire, por divino impulso, al monte Alvernia como a lugar de
quietud, con ansias de buscar la paz del alma. Y estando allá, a tiempo que disponía
en mi interior ciertas elevaciones espirituales a Dios, vínome a la memoria,
entre otras cosas, aquella maravilla que en dicho lugar sucedió al mismo
bienaventurado Francisco, a saber: la visión que tuvo del alado Serafín, en
figura del Crucificado.
Consideración en la que me pareció al instante que tal
visión manifestaba tanto la suspensión del mismo Padre, mientras contemplaba,
como el camino por donde se llega a ella.
3. Porque por las seis alas bien pueden entenderse seis
iluminaciones suspensivas, las cuales, a modo de ciertos grados o jornadas,
disponen el alma para pasar a la paz, por los extáticos excesos de la sabiduría
cristiana. Y el camino no es otro que el ardentisimo amor al Crucificado, el
cual de tal manera transformo en Cristo a San Pablo, arrebatado hasta el tercer
cielo, que vino a decir: Clavado estoy en la cruz junto con Cristo: yo vivo, o más
bien, no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mi; amor que así absorbió también
el alma de Francisco, que la puso manifiesta en la carne, mientras, por un
bienio antes de la muerte, llevó en su cuerpo las sacratísimas llagas de la Pasión.
Así que la figura de las seis alas seráficas da a conocer las seis
iluminaciones escalonadas que empiezan en las criaturas y llevan hasta Dios, en
quien nadie entra rectamente sino por el Crucificado. Y en verdad, quien no entra
por la puerta, sino que sube por otra parte, el tal es ladrón y salteador.
Más quien por esta puerta entrare, entrará y saldrá y hallará
pastos. Por lo cual dice San Juan en el Apocalipsis: Bienaventurados los que
lavan sus vestiduras en la sangre del Cordero para tener derecho al árbol de la
vida y a entrar por las puertas de la ciudad. Como si dijera: No puede penetrar
uno por la contemplación en la Jerusalén celestial, si no es entrando por la
sangre del Cordero como por la puerta. Nadie, en efecto, está dispuesto en
manera alguna para las contemplaciones divinas que llevan a los excesos
mentales, si no es, con Daniel, varón de deseos. Y los deseos se inflaman en
nosotros de dos modos: por el clamor de la oración, que exhala en alaridos los
gemidos del corazón, y por el resplandor de la especulación, por la que el alma
directísima e intensísimamente se convierte a los rayos de la luz.
4. Por eso primeramente invito al lector al gemido de la
oración por medio de Cristo crucificado, cuya sangre nos lava las manchas de
los pecados, no sea que piense que le basta la lección sin la unción, la especulación
sin la devoción, la investigación sin la admiración, la circunspección sin la exultación,
la industria sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la
humildad, el estudio sin la gracia, el espejo sin la sabiduría divinamente inspirada.
Propongo, pues, las siguientes especulaciones a los
prevenidos de la divina gracia, a los humildes y piadosos; los compungidos y
devotos, a los ungidos con el ´oleo de la alegra y amadores de la divina
sabiduría e inflamados en su deseo; a cuantos quisieren, en fin, ocuparse
libremente en ensalzar, admirar y aún gustar a Dios, dándoles a entender que
poco o nada sirve el espejo puesto delante al exterior, si el espejo de nuestra
alma no se hallare terso y pulido. Ejercítate, pues, hombre de Dios, en el aguijón
remordedor de la conciencia, antes de elevar los ojos a los rayos de la sabiduría
que relucen en sus espejos, no suceda que de la misma especulación de los rayos
vengas a caer en una fase más profunda de tinieblas.
5. Y plúgome dividir el tratado en siete capítulos,
anteponiendo los títulos para la mejor inteligencia de lo que se irá diciendo.
Ruego, pues, que se pondere más la intención del que escribe que la obra, más
el sentido de las palabras que lo desalineado del estilo, más la verdad que la
graciosidad, más el ejercicio del afecto que la instrucción del intelecto.
A fin de que así suceda, la progresión de estas
especulaciones no se ha de transcurrir superficialmente, sino que se ha de
rumiar morosamente.
I
Grados
de la subida a Dios y especulación de Dios por sus vestigios en el Universo
1.
Feliz el hombre que en ti tiene su amparo; y que dispuso en su corazón, en este
valle de lagrimas, los grados para subir hasta el lugar que dispuso el Señor.
No siendo la felicidad otra cosa que la fruición del sumo bien y estando el
sumo bien sobre nosotros, nadie puede ser feliz si no sube sobre sí mismo, no
con subida corporal, sino cordial. Pero levantarnos sobre nosotros no lo podemos
sino por una fuerza superior que nos eleve. Porque por mucho que se dispongan
los grados interiores, nada se hace si no acompaña el auxilio divino.
Y en
verdad, el auxilio divino acompaña a los que de corazón lo piden humilde y devotamente;
y esto es suspirar a Él en este valle de lágrimas, cosa que se consigue con la oración
ferviente. Luego la oración es la madre y origen de la sobre elevación. Por eso
Dionisio en el libro De mystica theologia, queriendo instruirnos para los
excesos mentales, pone ante todo por delante la oración.
Oremos,
pues, y digamos a Dios Nuestro: ¡Señor: Condúceme, Señor, por tus sendas y yo entraré
en tu verdad; alégrese mi corazón de modo que respete tu nombre!
2.
Orando, según esta oración, somos iluminados para conocer los grados de la divina
subida. Porque, según el estado de nuestra naturaleza, como todo el conjunto de
las criaturas sea escala para subir a Dios, y entre las criaturas unas sean
vestigio, otras imagen, unas corporales otras espirituales, unas temporales,
otras eviternas, y, por lo mismo, unas que están fuera de nosotros y otras que
se hallan dentro de nosotros, para llegar a considerar el primer Principio, que
es espiritual y eterno y superior a nosotros, es necesario pasar por el
vestigio, que es corporal y temporal y exterior a nosotros, -y esto es ser
conducido por la senda de Dios, es necesario entrar en nuestra alma, que es
imagen eterna de Dios, espiritual e interior a nosotros y esto es entrar en la
verdad de Dios; es necesario, por fin, trascender al eterno espiritual y
superior a nosotros, mirando al primer Principio, y esto es alegrarse en el
conocimiento de Dios y en la reverencia de la majestad.
3.
Esta subida, en efecto, es la caminata de tres jornadas en la soledad; esta es
la triple iluminación de un solo día; y ciertamente, la primera es como la
tarde; la segunda, como la mañana, y la tercera, como el mediodía; esta dice
respecto a la triple existencia de las cosas, esto es, en la materia, en la
inteligencia y en el arte eterna, según la cual se dijo: Hágase, hizo y fue hecho;
ésta dice relación asimismo a las tres substancias que hay en Cristo, escala
nuestra, como son la corporal, la espiritual y la divina.
4. En
conformidad con esta triple progresión, nuestra alma tiene tres aspectos principales.
Uno es hacia las cosas corporales exteriores, razón por la que se llama
animalidad o sensualidad; otro hacia las cosas interiores y hacia sí misma, por
lo que se llama espíritu; y otro, en fin, hacia las cosas superiores a sí
misma, y de ahí que se le llame mente. Con estos aspectos debemos disponernos
para subir a Dios, a fin de amarle con toda la mente, con todo el corazón y con
toda el alma, en lo cual consiste la perfecta observancia de la ley y, junto
con esto, la sabiduría cristiana.
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