Otro testimonio
Pero
aquí tenemos, siempre en la biografía escrita por el abate Monnin, un segundo
testimonio.
En
1842 —por tanto trece años después de la visita del abate Bibot — llegó a Ars
un penitente, pero que vacilaba aún en su resolución de confesarse con el santo
cura de Ars. Se trataba de un antiguo militar convertido en gendarme, en el
departamento del Ain.
Se
había, como todos los demás, levantados en plena noche para esperar a la puerta
de la iglesia la llegada del confesor tan famoso que todos veneraban.
Mientras
tardaba en llegar, el hombre dio unos pasos alrededor de la iglesia, junto al
presbiterio. Había sufrido recientemente aflicciones y le quedaba como una
impresión a la vez de tristeza, de inquietud y de terror religioso, todo ello
mal analizado, en el fondo de sí mismo. La verdad cristiana lo atraía y le daba
miedo. Quería confesarse, pero se libraba aún un tremendo combate en su
espíritu, alrededor de su decisión de convertirse
Fue en
el transcurso de esta lucha que tantos otros han conocido, ya sea en Ars, ya
sea en otra parte, que oyó súbitamente un ruido extraño que le pareció provenir
de la ventana del presbiterio.
"Escucha
—escribe el abate Monnin— una voz fuerte, aguda y estridente, como debe ser la
de los condenados; esa voz repite varias veces estas palabras que llegan
claramente a sus oídos: «¡Vianney! ¡Vianney! ¡Ven pues! ¡Ven pues!» Este grito
infernal lo hiela de horror. Se aleja presa de una extrema agitación. En ese momento,
en el gran reloj del campanario suena la una. Pronto aparece el señor cura con
una lámpara en la mano. Encuentra al hombre todavía presa de una viva emoción,
lo tranquiliza, lo conduce hasta la iglesia y, antes de haberlo interrogado y
haber oído la primera palabra de su historia lo deja atónito con éstas
palabras: «Amigo mío, tiene usted penas; acaba de perder a su mujer como
consecuencia de un parto. Pero tenga confianza; Dios vendrá en su ayuda. . . Es
menester primero poner orden en su conciencia; pondrá usted después más
fácilmente orden en sus asuntos.»
"—No
traté de resistir — cuenta el gendarme — caí de rodillas, como un niño, y
empecé mi confesión. En mi perturbación apenas podía ligar una idea con la
otra, pero el buen cura me ayudó. Pronto había penetrado en el fondo de mi
alma; me reveló cosas que no pudo haber conocido y que me asombraron más allá
de toda expresión.
No
creía yo que se pudiera leer así en los corazones."
A
propósito de este nuevo testimonio, no está, sin duda, fuera de lugar subrayar
que uno de los rasgos que será menester destacar en el capítulo que deseamos
consagrar a la posesión diabólica y a sus signos reveladores, es justamente el
del conocimiento de hechos ocultos. Y en nuestros capítulos ulteriores, en
varias ocasiones tendremos que dar ejemplos de este conocimiento de las conciencias
por parte de Satán.
¿Qué
quiere decir? ¡No era por el demonio, ciertamente, que el santo cura de Ars
poseía el don de leer en las almas! Lo que Satán conoce, podemos casi asegurarlo,
surge de sus dones de espíritu angélico, aunque sea un ángel caído. En el abate
Vianney, por el contrario, el conocimiento del secreto de las conciencias era
el más admirable de los carismas, aquel por el cual conseguía los más grandes resultados
para la conversión de los pecadores. La declaración del gendarme que acabamos
de anotar no es más que un ejemplo entre miles.
Testimonio del médico
Estamos
ahora en posición de rechazar las explicaciones demasiado sumarias según las
cuales se trata de atribuir los hechos diabólicos consignados aquí a los ayunos
excesivos del abate Vianney o a una tendencia en él a ver lo sobrenatural en
todo lo que le acontecía.
Sus
colegas habían empezado por ahí. Pronto hicieron marcha atrás. Habían
terminado, todos, por rendir homenaje a su serenidad robusta y sana, al
realismo tranquilo de sus relatos sobre Satán. Efectivamente, él hablaba de
todo ello sin hacerse rogar. A menudo, hacía bromas al respecto. Catherine
Lassagne ha anotado muchas veces lo que les decía sobre este asunto a quienes
lo rodeaban. Era también, lo hemos visto, una de sus réplicas al demonio:
"¡Les diré lo que haces para que se burlen de ti! . . ."
Pero
no dejemos de oír sobre este tema lo que pensaban sus médicos.
Quienes
lo han conocido dijeron, todos, que era un hombre dotado de un perfecto
equilibrio físico y moral.
Cuando
interrogaron a su médico* habitual, M. J. B. Saunier, precisamente sobre las
infestaciones, y como se atrevieron a pronunciar delante de él la palabra
"alucinación", este respondió categóricamente: "Sólo tenemos una
palabra que decir en lo tocante a las llamadas explicaciones psicológicas de
los fenómenos de este tipo. Si es que estas explicaciones pueden ser admitidas
cuando se trata de informar sobre hechos rodeados de circunstancias patológicas
concomitantes, que descubren su naturaleza y que en general nunca dejan de
producirse — estupidez, convulsiones, signos de demencia —, se torna imposible atribuirles
la misma causa cuando se hallan unidos, como en el caso del señor Vianney, al
cumplimiento regularísimo de todas las funciones del organismo, a esa serenidad
de ideas, a esa delicadeza de percepción, a esa seguridad de juicio y de miras,
a esa plenitud de posesión de sí mismo, al mantenimiento de esa salud milagrosa
que no conocía casi desfallecimientos en medio de la incesante serie de tareas
que absorbieron semejante existencia." Este médico tiene razón. Los dones
sobrenaturales con que Dios honró al cura de Ars se hallaban injertados en
cualidades de naturaleza que la historia comprueba sin esfuerzo. Más que ningún
otro sacerdote de su diócesis, y quizá de su tiempo, tenía las aptitudes necesarias
para ejercer con ventaja las funciones de exorcista. Su obispo, monseñor Devie,
el que un día dijo, para cerrarles la boca a ciertos críticos: "No sé si
el cura de Ars es instruido, pero sé que es un iluminado", estaba tan
convencido de ello que le había dado un permiso general para usar sus poderes
de exorcista todas las veces que se le presentara la ocasión. Lo veremos actuar
en otro capítulo de nuestro libro.
Pero
antes es necesario que continuemos nuestro estudio sobre los ataques del demonio
en esta vida de un santo de nuestra época.
La más grande de las tentaciones
En el
gran panegírico de san Jean-Marie Vianney que monseñor Fourrey, obispo de
Belley, expuso en Nuestra Señora de París en el año del centenario, el 12 de
abril de 1959, las infestaciones diabólicas estaban descritas en estos
términos: "No me explayaré en evocar aquí los tormentos extraños que, repetidos
a lo largo de treinta y cinco años, hubieran ineluctablemente paralizado el
ministerio de cualquier otro sacerdote. En cuanto hubo discernido el origen
diabólico de ellos, él se tranquilizó: el Señor que él servía era más fuerte
que el Adversario. Llegó hasta regocijarse cuando los fenómenos nocturnos se
hicieron particularmente aterradores: era para él la señal que al día siguiente
grandes pecadores — «peces gordos», como él decía — llegarían hasta su confesionario,
prisioneros de la gracia."
Pero
el elocuente prelado añadió en seguida, indicando el rasgo más importante, a su
juicio, de las persecuciones demoníacas, en esta vida de un gran santo.
"Deseo
señalar — dijo el obispo — el juego más sutil del espíritu maligno, tratando de
hundirlo en la desesperación, luego de separarlo — so pretexto de una más alta
santidad —, de la función que la Iglesia le había encomendado.
"La
obsesión de la salvación de las almas que colmaba el corazón del cura de Ars
iba a convertirse en la pasión santa de la cual — paradójicamente — el enemigo
de todo lo bueno iba a servirse para cegarlo. Iba a encerrar al hombre de Dios
en el drama íntimo más desgarrador que pueda concebirse. Al querer salvar las
almas ¿no arriesgaba él, ignorante, incapaz, de conducirlas a la perdición y de
condenarse junto con ellas?' Su verdadero deber ¿no era hacerse a un lado ante
un sacerdote de valor y ocultar en- el retiro, la oración, la penitencia, su
inmensa miseria? Pero he aquí el desgarramiento que hace presa de él: el jefe
de la diócesis le ordena permanecer en su puesto, continuar en sus funciones,
esa función superior a sus fuerzas que tiene miedo de traicionar."
Nada más
conmovedor que este drama. ¡El demonio ha atacado al santo por lo que podíamos
llamar su "punto débil" y ese "punto débil" es en realidad
su "punto fuerte!" ¡Es el sacerdote fiel, es el que ama, que desea
servir! Pero es el que conoce su nada, que se humilla ante su Jesús. ¡Y el
demonio entra en su juego, se apodera de esta humildad para llevarla a cierto
exceso que, de una virtud muy grande haría el más temible de los peligros para
el alma del santo! ¿Puede concebirse una maniobra más hábil ni más peligrosa para
aquel contra el cual estaba dirigido? Agreguemos que lo que reforzaba al santo
cura en sus designios de retiro, era su creencia, como lo han creído muchos
santos sacerdotes antes que él, y aun mismo de su época, que conviene poner un
poco de espacio entre el ejercicio del ministerio y la muerte para reparar en
la penitencia, todas las insuficiencias de la acción en el transcurso de una
vida.
"El
Maligno —prosigue monseñor Fourrey— trata de atrapar al cura de Ars en la única
trampa en la cual puede caer. Lo empuja por un camino que no es el que Dios le
ha trazado, poniendo en juego la angustia de conciencia en la cual se debate.
"Escuchemos
al hermano Athanase: «El servidor de Dios tenía muchas penas interiores. Estaba
particularmente atormentado por el deseo de soledad: hablaba de ello con
frecuencia. Era como una tentación que lo obsesionaba durante el día y más aún
por la noche.» «Cuando no duermo a la noche — me decía —, mi espíritu viaja siempre:
estoy en la Trapa, en la Cartuja; busco un rincón donde llorar mi pobre vida y
hacer penitencia por mis pecados.» Decía también a menudo que no comprendía
cómo, al ver sus miserias, no se entregaba a la desesperación. Tenía un terror
muy grande de los juicios de Dios; cada vez que hablaba de esto temblaba;
lloraba y decía que su mayor aprensión era la de caer en la desesperación en el
momento de su muerte. Temía y llevaba con miedo su carga pastoral. No quería
morir siendo cura. Fue este temor, lo confiesa, la causa de su segunda
tentación de evasión. «Quise — me dijo— poner a Dios contra la espada y la
pared, con el fin de hacerle ver que si muero en mi cargo de cura es muy a
pesar mío y porque El lo quiere.»"
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