Nota. Estimado/a lector/a te encuentras ante uno de los mayores Padres de la Iglesia que fue verdaderamente candil de la calle como de su casa. También fue uno de los grandes pecadores de la Iglesia, Tenia una de las grandes santas como madre como lo fue Santa Mónica quien nunca se canso de rezar por la conversión de su amado hijo Agustín. El vivió en una época de grandes herejías que amenazaban en hundirlo en la oscuridad mas profunda, herejías a las cuales ataco con la y verdadera Santa doctrina Católica sin desmayo hasta verla libre de esta lacra de herejías.
Si te has perdido los demás artículos de sus confesiones los encontraras en este mismo sitio paginas atrás, vale la pena leerlos.
LIBRO V. (Continuación)
20.De
aquí nacía también mi creencia de que la sustancia del mal era propiamente tal [corpórea] y de que era una mole
negra y deforme; ya crasa, a la que llamaban tierra; ya tenue y sutil, como el
cuerpo del aire, la cual imaginaban como una mente maligna que reptaba sobre la
tierra. Y corno la piedad, por poca que fuese, me obligaba a creer que un Dios bueno
no podía crear naturaleza alguna mala, imaginábalas como dos moles entre sí
contrarias, ambas infinitas, aunque menor la mala y mayor la buena; y de este
principio pestilencial se me seguían los otros sacrilegios. Porque intentando
mi alma recurrir a la fe católica, era rechazado, porque no era fe católica
aquella que yo imaginaba. Y parecíame ser más piadoso, ¡oh Dios!, a quien
alaban en mí tus misericordias, en creerte infinito por todas partes, a
excepción de aquella porque se te oponía la masa del mal, que no juzgarte
limitado por todas partes por las formas del cuerpo humano.
También
me parecía ser mejor creer que no habías creado ningún mal - el cual aparecía a
mi ignorancia no sólo como sustancia, sino como una sustancia corpórea, por no
poder imaginar al espíritu sino como un cuerpo sutil que se difunde por los
espacios - que creer que la naturaleza del mal, tal como yo la imaginaba,
procedía de ti.
Al
mismo tiempo, Salvador nuestro, tu Unigénito, de tal modo le juzgaba salido de
aquella masa lucidísima de tu mole para salud nuestra, que no creía de El sino
lo que mi vanidad me sugería. Y así juzgaba que una tal naturaleza como la suya
no podía nacer de la Virgen María sin mezclarse con la carne, ni veía cómo
podía mezclarse sin mancharse lo que yo imaginaba tal, y así temía creerle
nacido en la carne, por no verme obligado a creerle manchado con la carne.
Sin
duda que tus espirituales se reirán ahora blanda y amorosamente al leer estas
mis Confesiones; pero, realmente, así era yo.
XIII,
23. Así que cuando la ciudad de Milán escribió al prefecto de Roma para que la
proveyera de maestro de retórica, con facultad de usar la posta pública, yo
mismo solicité presuroso, por medio de aquellos embriagados con las vanidades
maniqueas que, -de los que iba con ello a separarme, sin saberlo ellos ni yo-,
que, mediante la presentación de un discurso de prueba, me enviase a mí el
prefecto a la sazón, Símaco.
Llegué
a Milán y visité al obispo, Ambrosio, famoso entre los mejores de la tierra,
piadoso siervo tuyo, cuyos discursos suministraban celosamente a tu pueblo «la
flor de tu trigo», «la alegría del óleo» y «la sobria embriaguez de tu vino»
". A él era yo conducido por ti sin saberlo, para ser por él conducido a
ti sabiéndolo.
Aquel
hombre de Dios me recibió paternalmente y se interesó mucho por mi viaje como
obispo. Yo comencé a amarle; al principio, no ciertamente como a doctor de la
verdad, la que desesperaba de hallar en tu Iglesia, sino como a un hombre
afable conmigo. Oíale con todo cuidado cuando predicaba al pueblo, no con la
intención que debía, sino como queriendo explorar su facundia y ver si
correspondía a su fama o si era mayor o menor que la que se pregonaba,
quedándome colgado de sus palabras, pero sin cuidar de lo que decía, que más
bien despreciaba.
Deleitábame
con la suavidad de sus sermones, los cuales, aunque más eruditos que los de
Fausto, eran, sin embargo, menos festivos y dulces que los de éste en cuanto al
modo de decir; porque, en cuanto al fondo de los mismos, no había comparación,
pues mientras Fausto erraba por entre las fábulas maniqueas, éste enseñaba
saludablemente la salud eterna. Porque lejos de los pecadores anda la salud, y
yo lo era entonces. Sin embargo, a ella me acercaba insensiblemente y sin
saberlo.
XIV,24.Y
aun cuando no me cuidaba de aprender lo que decía, sino únicamente de oír cómo
lo decía -era este vano cuidado lo único que había quedado en mí, desesperado
ya de que hubiese para el hombre algún camino que le condujera a ti-, veníanse
a mi mente, juntamente con las palabras que me agradaban, las cosas que
despreciaba, por no poder separar unas de otras, y así, al abrir mi corazón
para recibir lo que decía elocuentemente, entraba en él al mismo tiempo lo que
decía de verdadero; mas esto por grados.
Porque
primeramente empezaron a parecerme defendibles aquellas cosas y que la fe
católica -en pro de la cual creía yo que no podía decirse nada ante los ataques
de los maniqueos-podía afirmarse y sin temeridad alguna, máxime habiendo sido
explicados y resueltos una, dos y más veces los enigmas de las Escrituras del
Viejo Testamento, que, interpretados por mí a la letra, me daban muerte. Así,
pues, declarados en sentido espiritual muchos de los lugares de aquellos
libros, comencé a reprender aquella mi desesperación, que me había hecho creer
que no se podía resistir a los que detestaban y se reían de la ley y los
profetas.
Mas no
por eso me parecía que debía seguir el partido de los católicos, porque también
el catolicismo podía tener sus defensores doctos, quienes elocuentemente, y no
de modo absurdo, refutasen las objeciones, ni tampoco por esto me parecía que
debía condenar lo que antes tenía porque las defensas fuesen iguales. Y así, si
por una parte la católica no me parecía vencida, todavía aún no me parecía
vencedora.
25.
Entonces dirigí todas las fuerzas de mi espíritu para ver si podía de algún
modo, con algunos argumentos ciertos, convencer de falsedad a los maniqueos. La
verdad es que si yo entonces hubiera podido concebir una sustancia espiritual,
al punto se hubieran deshecho aquellos artilugios y los hubiera arrojado de mi
alma; pero no podía.
Sin
embargo, considerando y comparando más y más lo que los filósofos habían
sentido acerca del ser físico de este mundo y de toda la Naturaleza, que es
objeto del sentido de la carne, juzgaba que eran mucho más probables las
doctrinas de éstos que no las de aquéllos [maniqueos] .
Así
que, dudando de todas las cosas y fluctuando entre todas, según costumbre de
los académicos, como se cree, determiné abandonar a los maniqueos, juzgando que
durante el tiempo de mi duda no debía permanecer en aquella secta, a la que
anteponía ya algunos filósofos, a quienes, sin embargo, no quería encomendar de
ningún modo la curación de las lacerías de mi alma por no hallarse en ellos el
nombre saludable de Cristo.
En
consecuencia, determiné permanecer catecúmeno en la iglesia católica, que me
había sido recomendada por mis padres, hasta tanto que brillase algo cierto a dónde
dirigir mis pasos.
LIBRO SEXTO
I, 1.
¡Esperanza mía desde la juventud! ¿Dónde estabas para mí o a qué lugar te
habías retirado? ¿Acaso no eras tú quien me había creado y diferenciado de los
cuadrúpedos y hecho más sabio que las aves del cielo? Mas yo caminaba por
tinieblas y resbaladeros y te buscaba fuera de mí, y no te hallaba, ¡oh Dios de
mi corazón!, y había venido a dar en lo profundo del mar, y desconfiaba y
desesperaba de hallar la verdad.
Ya
había venido a mi lado la madre, fuerte por su piedad, siguiéndome por mar y
tierra, segura de ti en todos los peligros tanto, que hasta en las tormentas
que padecieron en el mar era ella quien animaba a los marineros-siendo así que
suelen ser éstos quienes animan a los navegantes desconocedores del mar cuando
se turban-, prometiéndoles que llegarían con felicidad al término de su viaje,
porque así se lo habías prometido tú en una visión.
Me
hallo en grave peligro por mi desesperación de encontrar la verdad. Sin
embargo, cuando le indiqué que ya no era maniqueo, aunque tampoco cristiano
católico, no saltó de alegría como quien oye algo inesperado, por estar ya
segura de aquella parte de mi miseria, en la que me lloraba delante de ti corno
a un muerto que había de ser resucitado, y me presentaba continuamente en las
andas de su pensamiento para que tú dijeses al hijo de la viuda: Joven a ti te
digo: levántate, y reviviese y comenzase a hablar y tú lo entregases a su
madre.
Ni se
turbó su corazón con inmoderada alegría al oír cuánto se había cumplido ya de
lo que con tantas lágrimas te suplicaba todos los días le concedieras,
viéndome, si no en posesión de la verdad, sí alejado de la falsedad. Antes
bien, porque estaba cierta de que le habías de dar lo que restaba -pues 1e
habías prometido concedérselo todo-, me respondió con mucho sosiego y con el
corazón lleno de confianza, que ella creía, en Cristo
que
antes de salir de esta vida me había de ver católico fiel.
II,2.
(...) cuando me encontraba con él [Ambrosio] solía muchas veces prorrumpir en
alabanzas de ella, felicitándome por tener tal madre, ignorando él qué hijo
tenía ella en mí, que dudaba de todas aquellas cosas y creía era imposible
hallar la verdadera senda de la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario