SAN JUAN DE DIOS
6. DEL ABANDONO EN LOS BIENES ESENCIALES ESPIRITUALES
Consideremos
aquí la vida espiritual en su parte esencial:
1º Su
fin esencial, que es la vida de la gloria.
2º Su
esencia aquí abajo, que es la vida de la gracia.
3º Su ejercicio esencial en este mundo, es
decir, la práctica de sus virtudes y la huida del pecado. 4º Sus medios
esenciales, que son la observancia de los preceptos, de nuestros votos y de
nuestras Reglas, etc.
Todas estas
cosas son necesarias a los adultos, religiosos o seglares, cualquiera que sea
la condición en que Dios los ponga o el camino por donde los lleve. Son ellas
el objeto propio de la voluntad de Dios, significada, y, por tanto, son del dominio
de la obediencia y no del abandono. El abandono, sin embargo, hallará ocasiones
de ejercitarse aun en estas cosas.
Artículo 1º.- La vida de la gloria
«Dios
nos ha significado de tantos modos y por tantos medios su voluntad de que todos
fuésemos salvos, que nadie puede ignorarlo. Pues aunque no todos se salven, no
deja, sin embargo, esta voluntad de ser una voluntad verdadera, que obra en
nosotros según la condición de su naturaleza y de la nuestra; porque la bondad
de Dios le lleva a comunicamos liberalmente los auxilios de su gracia, pero nos
deja la libertad de valernos de estos medios y salvarnos, o de despreciarlos y perdernos.
Debemos, pues, querer nuestra salud como Dios la quiere, para lo cual hemos de
abrazar y querer las gracias que Dios a tal fin nos dispensa, porque es
necesario que nuestra voluntad corresponda a la suya.» Así se expresa San Francisco
de Sales, al que nos complacemos en citar, para 182 vindicar su doctrina del
abuso que de ella han hecho los quietistas. De este pasaje toma pie Bossuet para
establecer con mil pruebas en su apoyo, que comprendida como está la salvación
en primer término en la voluntad de Dios significada, el piadoso Doctor de
Ginebra no la hacía materia del abandono y que, «si él extiende la santa indiferencia a todas las
cosas», ha de entenderse con esto los acontecimientos que caen bajo
el beneplácito divino. Además, sería impiedad contra Dios y crueldad para
nosotros mismos hacernos indiferentes para la salvación o la condenación.
SANTO TOMAS DE VILLANUEVA
Esta
monstruosa indiferencia era con todo muy querida de los quietistas, y
condenaban el deseo del cielo y despreciaban la esperanza: unos, porque este
deseo es un acto; otros, porque
la perfección exige que se obre únicamente por puro amor, y el puro amor
excluye el temor, la esperanza y todo interés propio. Tantos errores hay en
esta doctrina como palabras contiene. Para dejar obrar a Dios y tornarse dócil
a la gracia, es preciso suprimir lo que hubiera de defectuoso en nuestra
actividad, más no la actividad misma, ya que ella es necesaria para
corresponder a la gracia: A Dios rogando y con el mazo dando, reza el refrán.
El motivo del amor es el más perfecto, pero los demás motivos sobrenaturales
son buenos y Dios mismo se complace en suscitarlos a las almas. La caridad
anima las virtudes, las gobierna y ennoblece, mas no las suprime; y como reina
que es, no va nunca sin todo su cortejo, ocupando ella el primer puesto y
siguiéndola la esperanza, pues ambas son necesarias y, lejos de excluirse, viven
en perfecta armonía. ¿Acaso no es propio del amor tender a la unión? Y así,
cuanto más se enciende el amor, más intenso es el deseo de la unión, se piensa
en el Amado, desease su presencia, su amistad, su intimidad y no acertamos a
separarnos de él. Cuando un alma fervorosa consiente de grado en no ir al cielo
sino algún tanto más tarde, es por el sólo deseo de agradar a Dios abrazando su
santa voluntad y de verle mejor, de poseerle más perfectamente durante toda la
eternidad. En definitiva, ¿no es la salvación el amor puro, siempre actual,
invariable y perfecto, mientras que la condenación es su extinción total y
definitiva? Es verdad que Moisés pide ser borrado del libro de la vida, 183 si
Dios no perdona a su pueblo; San Pablo desea ser anatema por sus hermanos; San
Francisco de Sales asegura que un alma heroicamente indiferente «preferiría el
infierno con la voluntad de Dios al Paraíso sin su divina voluntad; y si, suponiendo
lo imposible, supiera que su condenación seria más agradable a Dios que su
salvación, correría a su condenación». En estos supuestos
imposibles, los santos muestran la grandeza, la vehemencia, los transportes de
su caridad, que están, sin embargo, a infinita distancia de una cruel
indiferencia de poseer a Dios o perderlo, de amarle u odiarle eternamente. Tan
sólo quieren decir que sufrirían con gusto, si el cumplimiento de la voluntad
divina lo precisara, todos los males del mundo y hasta los tormentos del
infierno, pero no el pecado; en todo lo cual demuestran lo que aman a Dios, y
cuán deseosos se hallan de agradarle haciendo todo lo que El quiere, y
glorificarle convirtiéndole almas. Santa Teresa del Niño Jesús era el eco fiel
de estos sentimientos cuando, «no sabiendo cómo decir a Jesús que le amaba, que le quería ver
por todas partes servido y glorificado, exclamaba que gustosa consentiría en
verse sepultada en los abismos del infierno, porque El fuese amado eternamente.
Esto no podía glorificarle, ya que no desea sino nuestra felicidad; pero cuando
se ama, se experimenta la necesidad de decir mil locuras». Tales
protestas son muy verdaderas en San Pablo, en Moisés y otros grandes santos; en
las almas menos perfectas corren el riesgo de ser una presuntuosa ilusión, un vano
alimento de su amor propio.
En
resumen, es necesario querer positivamente lo que Dios manda; y como nada desea
tan ardientemente como nuestra dicha eterna, es necesario querer nuestra
salvación de un modo absoluto y por encima de todo. Aquí no cabe el abandono
sino en cuanto al tiempo más cercano o más lejano, como hemos dicho tratando de
la vida o de la muerte, y también en cuanto a los grados de gracia y gloria que
ahora vamos a explicar.
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