Artículo 3º.- Persecuciones de parte de las personas buenas
Las
persecuciones pueden venirnos de parte de los malos y de parte también de las
personas buenas.
«Ser despreciado, reprendido y
acusado por los malos, es realmente dulce para un hombre animoso -dice San
Francisco de Sales-; empero ser reprendido, acusado y maltratado por los
buenos, por los amigos, por los parientes, eso sí que es meritorio. Así como
las picaduras de las abejas son más agudas que las de las moscas, del mismo
modo, el mal que proviene de las personas buenas y las contradicciones que nos
ocasionan, se toleran con mayor dificultad que las de los otros.» San Pedro de Alcántara, penetrado de la más viva compasión
por Santa Teresa, le dijo que una de las mayores penas de este destierro era lo
que ella había soportado, es decir, esta contradicción de los buenos. ¿Radica esto en que el
aprecio y el afecto de estas personas nos son más estimados, o en que la prueba
era menos esperada? ¿Obedece acaso a que las personas buenas, creyendo seguir el
dictamen de su conciencia, guardan menos consideraciones? Sean
cualesquiera el origen y las circunstancias de estas duras pruebas, nos parece conveniente
entrar en algunas consideraciones que ayudarán a santificarías.
Todos
los santos han pasado aquí abajo por la persecución, dice San Alfonso. Ved a
San Basilio acusado de herejía ante el Papa San Dámaso, a San Cirilo condenado
por hereje por un Concilio de cuarenta Obispos y depuesto luego vergonzosamente,
a San Atanasio perseguido por culpársele de hechicero y a San Juan Crisóstomo
por costumbres relajadas. «Ved también a San Romualdo, quien contando más de
cien años, es con todo acusado de un crimen vergonzoso, tanto que se intentó
quemarle vivo; a San Francisco de Sales, a quien por espacio de tres años se le
juzgó manteniendo relaciones ilícitas con una persona del mundo, y esperar por
todo ese tiempo que Dios le justifique de esta calumnia; por último, ved a
Santa Liduvina, en cuyo aposento entró un día una mujer desgraciada para
vomitar injurias a cuál más grosera.» Ninguno de nosotros ignora que nuestro
bienaventurado Padre San Benito estuvo a punto de ser envenenado por los suyos,
y ¡cuánto no tuvieron que sufrir nuestros primeros padres del Cister, así de
sus hermanos de Molismo, como de otros monjes de su tiempo! Otro tanto aconteció
al venerable Juan de la Barriére y al Abad de Rancé cuando quisieron implantar
su reforma. San Francisco de Asís renunció al cargo de Superior a causa de la
oposición que encontró' entre los suyos: Fray Elías, su vicario general, no reparó
en acusarle ante un crecido número de religiosos de ser la ruina del Instituto,
y este mismo Fray Elías fue el que encarceló a San Antonio de Padua. San
Ignacio de Loyola fue encerrado en los calabozos del Santo Oficio. San Juan de
la Cruz, habiendo reformado el Carmelo, es arrojado por los
Padres
de la Observancia en una oscura cárcel, y allí privado de celebrar la Santa
Misa durante largos meses, y tuvo además que sufrir rigurosísima abstinencia y
las más duras disciplinas y reprensiones. Por idéntico motivo, y a causa de los
caminos por los que Dios la llevaba, hubo de sufrir Santa Teresa durísimas
vejaciones, de las que se percibe el eco en su Vida. Su confesor, el P.
Baltasar Álvarez, sufrió también una especie de persecución motivada por su
oración sobrenatural.
Otros
muchísimos podríamos citar, pero terminaremos por San Alfonso, que fue
perseguido durante largos años: como teólogo por los rigoristas, como fundador
de los Redentoristas por los regalistas, y finalmente por sus hijos, como ya
dejamos dicho. Baronio cuenta cómo el Papa San León IX cedió a las prevenciones
contra San Pedro Damiano: «Yo lo digo –añade este sabio Cardenal-, para
consolar a las víctimas de estas malas lenguas, para hacer más prudentes a los
demasiado crédulos y enseñarles a no prestar fácilmente oídos a las calumnias.»
Estas
persecuciones hallan su aparente explicación en la diversidad de espíritus:
«¿Qué acuerdo puede haber entre Jesucristo y Belial?» Los malos no pueden
soportar la virtud por modesta y reservada que sea, porque los condena, los molesta
y los quiere convertir. Las personas buenas, hasta que no han mortificado
bastante sus pasiones (si éstas son numerosas), déjanse cegar y arrastrar
cualquier día con menoscabo de la paz y de la caridad. Ejemplo de ello tenemos en
el P. Francisco de Paula, encarnizado perseguidor de San Alfonso, que lejos de
ser mal religioso, hasta gozaba de reputación muy recomendable. Mucho se
hubiera extrañado si se le hubiese predicho que, andando el tiempo, trabajaría
con celo digno de mejor causa en perder a su ilustre y santo Fundador, mediante
informes tendenciosos, envenenados y llenos de calumnias; hízolo, sin embargo,
porque no había combatido suficientemente su desmesurada ambición, que ni siquiera
había echado de ver hasta entonces. Los más santos pueden hacerse sufrir
mutuamente, ya porque se engañan, o porque no entienden su deber de la misma
manera, existiendo como existe entre los hombres diversidad de miras y caracteres.
Mas
para penetrar a fondo el misterio de estas pruebas es preciso remontarse hasta
Nuestro Señor y penetrar en los consejos de la Providencia. Jesús nos advierte
que ha venido a traer la espada y no la paz, y que los enemigos del hombre serán
los de su casa; que ha sido perseguido y hasta se ha llegado a llamarle
Belcebú, y que no es el discípulo más que su Maestro; se nos odiará, se nos
perseguirá de ciudad en ciudad, se nos entregará y llegará tiempo en que los
mismos que nos den la muerte crean hacer un servicio a Dios. El Apóstol, a su
vez, se hace eco de su Maestro: «Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo padecerán
persecución»; pero termina diciendo el Señor, «bienaventurados los
que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los
cielos. Cuando os maldijeren y persiguieren y se hubieren dicho contra vos
todos los males imaginables sin razón y por mi causa, regocijaos, alegraos
porque vuestra recompensa es grande en el Reino de los cielos y tened presentes
a los Profetas, que antes que vosotros fueron también perseguidos». Y ¿qué fin se
propone la Providencia con estas pruebas purificadoras? Quiere señalar todas
sus obras con el sello de la cruz, despojarnos de la estima y afecto propio,
formarnos en la paciencia, en el perfecto abandono, en la caridad sólo por amor
de Dios, consumar la santidad de sus mejores amigos.
Jesús
humilde, despreciado, víctima de la iniquidad, pero manso y humilde de corazón
en medio de los ultrajes, amante y abnegado hasta la total efusión de su sangre
a pesar de todas las injusticias y perfidias, es el Maestro que nos muestra el
camino, el Modelo al que el Espíritu Santo ha encargado la misión de hacernos
semejantes. La Providencia emplea a los buenos y a los malos como instrumento
para reproducir en nosotros a Jesús ultrajado, vilipendiado, tratado
indignamente; pero al propio tiempo el Espíritu Santo nos ofrece la gracia, obra
en nosotros para hacernos imitar fielmente a Jesús manso y humilde de corazón,
a Jesús lleno de dulzura y de heroica caridad. Caminar con paso resuelto por
las huellas de Jesús perseguido, es entrar en las vías de la santidad.
Murmurar,
quejarse y andar con repugnancia, es arrastrarse penosamente en la mediocridad.
San Alfonso, por su parte, dice: «Persuadámonos que en recompensa de nuestra paciencia
en sufrir de buen grado las persecuciones, tendrá Dios cuidado de nosotros,
pues es Dueño de levantarnos cuando quisiere. Mas aunque fuera preciso vivir en
lo sucesivo, bajo el peso del deshonor, existe la otra vida, en la que por
nuestra paciencia seremos colmados de honores tanto más sublimes.» Olvidemos,
pues, a los hombres y todas las faltas que creemos tienen, y desechemos de
nuestro corazón la amargura y el resentimiento. Fijos constantemente los ojos
en el eterno perseguido, en Jesús nuestro modelo y en el Amado de nuestras
almas, adoremos como El todos los designios de su Padre, que es también el
nuestro. Abracemos con amor las pruebas que El nos envía y los efectos de ellas
ya consumados e irreparables, esforzándonos por sacar de ellos el mejor partido
posible, entrando plenamente en las disposiciones de nuestro dulce Jesús y
obrando en todo como El lo haría en nuestro caso. Esto no nos impide, en cuanto
al porvenir, hacer lo que depende de nosotros para precaver los peligros, para
evitar las consecuencias si fuere del agrado de Dios, siempre que la gloria
divina, el bien de las almas, u otras justas razones lo exijan o lo permitan.
El
beato Enrique Susón recorrió durante largo tiempo este doloroso camino, y ved
las enseñanzas que recibió del cielo.
Díjole
una voz interior: «Abre la ventana de tu celda, mira y aprende.» La abrió, y
fijando la vista, vio a un perro que corría por el claustro, llevando en su
boca un trozo de alfombra con la que se divertía, ya lanzándola al aire, ya
arrastrándola por el suelo, destrozándola y haciéndola pedazos. Una voz
interior dijo al beato: «así serás tú tratado y despedazado por boca de tus
hermanos». Entonces hízose esta reflexión: «Puesto que no puede ser de otra
manera, resígnate; mira cómo esta alfombra se deja maltratar sin quejarse, haz
tú lo mismo.» Bajó, cogió la alfombra y la conservó durante largos años como
preciado tesoro. Cuando tenía una tentación de impaciencia, la cogía en sus manos,
a fin de reconocerse en ella y de adquirir la valentía de callarse. Cuando
desviaba el rostro despreciando a los que le perseguían, era por ello castigado
interiormente y una voz decíale en el fondo de su corazón: «Acuérdate que Yo,
tu Señor, no aparté mi rostro a
los
que me escupían.» Entonces experimentaba un verdadero arrepentimiento y entraba
de nuevo en sí mismo... Decíale aún la voz interior: «Dios quiere que cuando seas maltratado con palabras
y hechos soportes todo con paciencia, quiere que mueras del todo a ti mismo,
que no tomes tu diario alimento antes de haberte dirigido a tus adversarios y
de haber sosegado, en cuanto te fuere posible, la ira de su corazón por medio
de palabras y modales caritativos, dulces y humildes...No has de suponer que
ellos sean otros Judas en el verdadero sentido de la palabra, sino los
cooperadores de Dios que debe probarte para bien tuyo.»
San
Alfonso, condenado por el Papa a causa de injustas acusaciones y separado
definitivamente de la Congregación que había fundado, no se quejó y no
recriminó a nadie, tan sólo dijo con heroica sumisión: «Seis meses ha que hago
esta oración: Señor, lo que Vos queréis lo quiero yo también.» Y aceptó con el
alma toda destrozada, aunque con resignación, vivir proscrito hasta la muerte,
puesto que tal era la voluntad de Dios. Lejos de conservar animosidad contra su
perseguidor, escribíale: «Me entero con alegría de que el Papa os prodiga sus
favores. Tenedme al corriente de todo lo bueno que os acontezca, para que pueda
dar gracias a Dios. Le pido aumente en vos su amor, que multiplique vuestras
casas, y que os bendiga a vos y a vuestras misiones.» En esta prueba, como en
todas las circunstancias difíciles, había comenzado por hacer que orase su
Congregación y por recomendar a cada uno se renovase en el fervor, a fin de
tener a Dios de su parte; después había tomado cuantas medidas podía aconsejar
la prudencia, pero sometiéndose de antemano al divino beneplácito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario