Y así,
aun a ti, vida de mi vida, te imaginaba como un Ser grande extendido por los
espacios infinitos que penetraba por todas partes toda la mole del mundo, y
fuera de ellas, en todas las direcciones, la inmensidad sin término; de modo
que te poseyera la tierra, te poseyera el cielo y te poseyeran todas las cosas
y todas terminaran en ti, sin terminar tú en ninguna parte. Sino que, así como
el cuerpo del aire-de este aire que está sobre la tierra-no impide que pase por
él la luz del sol, penetrándolo, no rompiéndolo ni rasgándolo, sino llenándolo
totalmente, así creía yo que no solamente el cuerpo del cielo y del aire, y del
mar, sino también el de la tierra, te dejaban paso y te eran penetrables en
todas partes, grandes y pequeñas, para recibir tu presencia, que con secreta
inspiración gobierna interior y exteriormente todas las cosas que has creado.
De este modo discurría yo por no poder pensar otra cosa; mas ello era falso.
Porque si fuera de ese modo, la parte mayor de la tierra tendría mayor parte de
ti, y menor la menor. Y de tal modo estarían todas las cosas llenas de ti, que
el cuerpo del elefante ocuparía tanto más de tu Ser que el cuerpo del pajarillo,
cuanto aquél es más grande que éste y ocupa un lugar mayor; y así, dividido en
partículas, estarías presente, a las partes grandes del mundo, en partes
grandes, y pequeñas a las pequeñas, lo cual no es así.
Pero
entonces aún no habías iluminado mis tinieblas.
II, 3.
Me bastaba, Señor, contra aquellos engañados engañadores y mudos
charlatanes-porque no sonaba en su boca tu palabra-, bastábame, ciertamente, el
argumento que desde antiguo, estando aún en Cartago, solía proponer Nebridio, y
que todos los que le oímos entonces quedamos impresionados.
«¿Qué
podía hacer contra ti-decía-aquella no sé qué raza de tinieblas que los
maniqueos suelen oponer como una masa contraria a ti, si tú, no hubieras
querido pelear contra ella?»
III, 4.
Pero tampoco yo, aun cuando afirmaba y creía firmemente que tú, nuestro Señor y
Dios verdadero, creador de nuestras almas y de nuestros cuerpos, y no sólo de
nuestras almas y de nuestros cuerpos, sino también de todos los seres y cosas,
eras incontaminable, inalterable y bajo ningún concepto mudable, tenía por
averiguada y explicada la causa del mal. Sin embargo, cualquiera que ella
fuese, veía que debía buscarse de modo que no me viera obligado por su causa a
creer mudable a Dios inmutable, no fuera que llegara a ser yo mismo lo que
buscaba.
Así,
pues, buscaba aquélla, mas estando seguro y cierto de que no era verdad lo que
decían aquéllos [los maniqueos], de quienes huía con toda el alma, porque los
veía buscando el origen del mal repletos de malicia, a causa de la cual creían
antes a tu sustancia capaz de padecer el mal, que no a la suya capaz de
obrarle.
5.
Ponía atención en comprender lo que había oído de que el libre albedrío de la
voluntad es la causa del mal que hacemos, y tu recto juicio, del que padecemos;
pero no podía verlo con claridad. Y así, esforzándome por apartar de este
abismo la mirada de mi mente, me hundía de nuevo en él, e intentando salir de
él repetidas veces, otras tantas me volvía a hundir.
Porque
levantábame hacia tu luz el ver tan claro que tenía voluntad como que vivía; y
así, cuando quería o no quería alguna cosa, estaba certísimo de que era yo y no
otro el que quería o no quería; y ya casi, casi me convencía de que allí estaba
la causa del pecado; y en cuanto a lo que hacía contra voluntad, veía que más
era padecer que obrar, y juzgaba que ello no era culpa, sino pena, por la cual
confesaba ser justamente castigado por ti, a quien tenía por justo.
Pero
de nuevo decía: «¿Quién me ha hecho a mí? ¿Acaso no ha sido Dios, que es no
sólo bueno, sino la misma bondad? ¿De dónde, pues, me ha venido el querer el
mal y no querer el bien? ¿Es acaso para que yo sufra las penas merecidas?
¿Quién depositó esto en mí y sembró en mi alma esta semilla de amargura, siendo
hechura exclusiva de mi dulcísimo Dios? Si el diablo es el autor, ¿de dónde
procede el diablo? Y si éste de ángel bueno se ha hecho diablo por su voluntad,
¿de dónde le viene a él la mala voluntad por la que es demonio, siendo todo él
hechura de un creador bonísimo?»
Con
estos pensamientos me volvía a deprimir y ahogar, si bien no era ya conducido
hasta aquel infierno del error donde nadie te confiesa, al juzgar más fácil que
padezcas tú el mal, que no sea el hombre el que lo ejecuta.
IV,6.
Así, pues empeñábame por hallar las demás cosas, como ya había hallado que lo incorruptible
es mejor que lo corruptible, y por eso confesaba que tú, fueses lo que fueses,
debías ser incorruptible. Porque nadie ha podido ni podrá jamás concebir cosa
mejor que tú, que eres el bien sumo y excelentísimo. Ahora bien: siendo
certísimo y verdaderísimo que lo incorruptible debe ser antepuesto a lo
corruptible, como yo entonces lo anteponía, podía ya con el pensamiento
concebir algo mejor que mi Dios, si tú no fueras incorruptible (...).
V,7.
(...) ¿De dónde, pues, procede éste, puesto que Dios, bueno, hizo todas las
cosas buenas: el Mayor y Sumo bien, los bienes menores; pero Criador y
criaturas, todos buenos? ¿De dónde viene el mal? ¿Acaso la materia de donde las
sacó era mala y la formó y ordenó, sí, mas dejando en ella algo que no
convirtiese en bien? ¿Y por qué esto? ¿Acaso siendo omnipotente era, sin
embargo, impotente para convertirla y mudarla toda, de modo que no quedase en
ella nada de mal? Finalmente, ¿por qué quiso servirse de esta materia para
hacer algo y no más bien usar de su omnipotencia para destruirla totalmente? ¿O
podía ella existir contra su voluntad? Y si era eterna, ¿Por qué la dejó por
tanto tiempo estar por tan infinitos espacios de tiempo para atrás y le agradó
tanto después de servirse de ella para hacer alguna cosa? O ya que
repentinamente quiso hacer algo, ¿no hubiera sido mejor, siendo omnipotente,
hacer que no existiera aquélla, quedando él solo, bien total, verdadero, sumo e
infinito? Y si no era justo que, siendo él bueno, no fabricase ni produjese
algún bien, ¿por qué, quitada de delante y aniquilada aquella materia que era mala,
no creó otra buena de donde sacase todas las cosas? Porque no sería omnipotente
si no pudiera crear algún bien sin ayuda de aquella materia que él no había
creado».
Tales
cosas revolvía yo en mi pecho, apesadumbrado con los devoradores cuidados de la
muerte y de no haber hallado la verdad. Sin embargo, de modo estable se
afincaba en mi corazón, en orden a la Iglesia católica, la fe de tu Cristo,
Señor y Salvador nuestro; informe ciertamente en muchos puntos y como
fluctuando fuera de la norma de doctrina; mas con todo, no la abandonaba ya mi
alma, antes cada día se empapaba más y más en ella.
VI, 8.
Asimismo había rechazado ya las engañosas predicciones e impíos delirios de los
matemáticos.
¡Confiésete,
por ello, Dios mío, tus misericordias desde lo más íntimo de mis entrañas!
(...) sólo tu procuraste remedio a aquella terquedad mía con que me oponía a
Vindiciano, anciano sagaz, y a Nebridio, joven de un alma admirable, los cuales
afirmaban-el uno con firmeza, el otro con alguna duda, pero frecuentemente-que
no existía tal arte de predecir las cosas futuras y que las conjeturas de los
hombres tienen muchas veces la fuerza de la suerte, y que diciendo muchas cosas
acertaban a decir algunas que habían de suceder sin saberlo los mismos que las
decían, acertando a fuerza de hablar mucho.
VII,
11. Ya me habías sacado, Ayudador mío, de aquellas ligaduras; y aunque buscaba
el origen del mal y no hallaba su solución, mas no permitías ya que las olas de
mi razonamiento me apartasen de aquella fe por la cual creía que existes, que
tu sustancia es inconmutable, que tienes providencia de los hombres, que has de
juzgarles a todos y que has puesto el camino de la salud humana, en orden a
aquella vida que ha de sobrevenir después de la muerte, en Cristo, tu hijo y
Señor nuestro, y en las Santas Escrituras, que recomiendan la autoridad de tu
Iglesia católica.
Puestas,
pues, a salvo estas verdades y fortificadas de modo inconcuso en mi alma,
buscaba lleno de ardor de dónde venía el mal. Y ¡qué tormentos de parto eran
aquellos de mi corazón!, ¡qué gemidos, Dios mío! Allí estaban tus oídos y yo no
lo sabía. Y como en silencio te buscara yo fuertemente, grandes eran las voces
que elevaban hacia tu misericordia las tácitas contriciones de mi alma.
Tú
sabes lo que yo padecía, no ninguno de los hombres. Porque ¿cuánto era lo que
mi lengua comunicaba a los oídos de mis más íntimos familiares? ¿Acaso
percibían ellos todo el tumulto de mi alma, para declarar el cual no bastaban
ni el tiempo ni la palabra? Sin embargo, hacia tus oídos se encaminaban todos
los rugidos de los gemidos de mi corazón y ante ti estaba mi deseo; pero no
estaba contigo la lumbre de mis ojos, porque ella estaba dentro y yo fuera;
ella no ocupaba lugar alguno y yo fijaba mi atención en las cosas que ocupan
lugar, por lo que no hallaba en ellas lugar de descanso ni me acogían de modo
que pudiera decir: «¡Basta! ¡Está bien!»; ni me dejaban volver a donde me
hallase suficientemente bien. Porque yo era superior a estas cosas, aunque
inferior a ti; y tú eras gozo verdadero para mí sometido a ti, así como tú
sujetaste a mí las cosas que criaste inferiores a mí. Y éste era el justo
temperamento y la región media de mi salud: que permaneciese a imagen tuya y, sirviéndote
a ti, dominase mi cuerpo. Mas habiéndome yo levantado soberbiamente contra ti y
corrido contra el Señor con la cerviz crasa de mi escudo, estas cosas débiles
se pusieron también sobre mí y me oprimían y no me dejaban un momento de
descanso ni de respiración.
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