9.
(...) En cuanto a aquél [Manés], que se atrevió a hacerse maestro, autor, guía
y cabeza de aquellos a quienes persuadía tales cosas, y en tal forma que los
que le siguiesen creyeran que seguían no a un hombre cualquiera, sino a tu
Espíritu Santo, ¿quién no juzgará que tan gran demencia, una vez demostrado ser
todo impostura, debe ser detestada y arrojada muy lejos?
VI, 10.
En estos nueve años escasos en que les oí con ánimo vagabundo, esperé con muy
prolongado deseo la llegada de aquel anunciado Fausto. Porque los demás
maniqueos con quienes yo por casualidad topaba, no sabiendo responder a las
cuestiones que les proponía, me remitían a él, quien a su llegada y una
sencilla entrevista resolvería facilísimamente todas aquellas mis dificultades
y aun otras mayores que se me ocurrieran de modo clarísimo.
Tan
pronto como llegó pude experimentar que se trataba de un hombre simpático, de
grata conversación y que gorjeaba más dulcemente que los otros las mismas cosas
que éstos decían. Pero ¿qué prestaba a mi sed este elegantísimo servidor de
copas preciosas? Ya tenía yo los oídos hartos de tales cosas, y ni me parecían
mejores por estar mejor dichas, ni más verdaderas por estar mejor expuestas, ni
su alma más sabia por ser más agraciado su rostro y pulido su lenguaje. No
eran, no, buenos valuadores de las cosas quienes me recomendaban a Fausto como
a un hombre sabio y prudente porque les deleitaba con su facundia, al revés de otra
clase de hombres que más de una vez hube de experimentar, que tenían por
sospechosa la verdad y se negaban a reconocerla si les era presentada con
lenguaje acicalado y florido.
11.
(...) Sin embargo, me molestaba que en las reuniones de los oyentes no se me permitiera
presentarle mis dudas y departir con él el cuidado de las cuestiones que me
preocupaban, confiriendo con él mis dificultades en forma de preguntas y
respuestas. Cuando al fin lo pude, acompañado de mis amigos, comencé a hablarle
en la ocasión y lugar más oportunos para tales discusiones, presentándole
algunas objeciones de las que me hacían más fuerza; mas conocí al punto que era
un hombre totalmente ayuno de las artes liberales, a excepción de la gramática,
que conocía de un modo vulgar.
VII,
12. Así que cuando comprendí claramente que era un ignorante en aquellas artes
en las que yo le creía muy aventajado, comencé a desesperar de que me pudiese
aclarar y resolver las dificultades que me tenían preocupado. Cierto que podía
ignorar tales cosas y poseer la verdad de la religión; pero esto a condición de
no ser maniqueo, porque sus libros están llenos de larguísimas fábulas acerca
del cielo y de las estrellas, del sol y de la luna, las cuales no juzgaba yo ya
que me las pudiera explicar sutilmente como lo deseaba, cotejándolas con los
cálculos de los números que había leído en otras partes, para ver si era como
se contenía en los libros de Manés y si daban buena razón de las cosas o al
menos era igual que la de aquéllos.
Más
él, cuando presenté a su consideración y discusión dichas cuestiones, no se
atrevió, con gran modestia, a tomar sobre sí semejante carga, pues conocía
ciertamente que ignoraba tales cosas y no se avergonzaba de confesar. No era él
del número de aquella caterva de charlatanes que había tenido yo que sufrir,
empeñados en enseñarme tales cosas, para luego no decirme nada. Este, en
cambio, tenía un corazón, si no dirigido a ti, al menos no demasiado incauto en
orden a sí. No era tan ignorante que ignorase su ignorancia, por lo que no
quiso meterse disputando en un callejón de donde no pudiese salir o le fuese
muy difícil la retirada. Aun por esto me agradó mucho más por ser la modestia
de un alma que se conoce más hermosa que las mismas cosas que deseaba conocer.
Y en todas las cuestiones dificultosas y sutiles le hallé siempre igual.
13.
Quebrantado, pues, el entusiasmo que había puesto en los libros de Manés y
desconfiando mucho más de los otros doctores maniqueos, cuando éste tan
renombrado se me había mostrado ignorante en muchas de las cuestiones que me
inquietaban, comencé a tratar con él, para su instrucción, de las letras o
artes que yo enseñaba a los jóvenes de Cartago, y en cuyo amor ardía é mismo,
leyéndole, ya lo que él deseaba, ya lo que a mí me parecía más conforme con su
ingenio.
Por lo
demás, todo aquel empeño mío que había puesto en progresar en la secta se me
acabó totalmente apenas conocí a aquel hombre, mas no hasta el punto de
separarme definitivamente de ella, pues no hallando de momento cosa mejor
determiné permanecer provisionalmente en ella, en la que al fin había venido a
dar, hasta tanto que apareciera por fortuna algo mejor, preferible. De este
modo, aquel Fausto, que había sido para muchos lazo de muerte, fue, sin saberlo
ni quererlo, quien comenzó a aflojar el que a mí me tenía preso. Y es que tus
manos, Dios mío, no abandonaban mi alma en el secreto de tu providencia, y que
mi madre no cesaba día y noche de ofrecerte en sacrificio por mí la sangre de
su corazón que corría por sus lágrimas.
Y tú,
Señor, obraste conmigo por modos admirables, pues obra tuya fue aquélla, Dios
mío. Porque el Señor es quien dirige los pasos del hombre y quien escoge sus
caminos. Y ¿quién podrá procurarnos la salud, sino tu mano, que rehace lo que
ha hecho? VIII,14. También fue obra tuya para conmigo el que me persuadiesen irme
a Roma y allí enseñar lo que enseñaba en Cartago. Más no dejaré de confesarte
el motivo que me movió, porque aun en estas cosas se descubre la profundidad de
tu designio y merece ser meditada y ensalzada tu presentísima misericordia
para, con nosotros. Porque mi determinación de ir a Roma no fue por ganar más
ni alcanzar mayor gloria, como me prometían los amigos que me aconsejaban tal
cosa -aunque también estas cosas pesaban en mi ánimo entonces-, sino la causa
máxima y casi única era haber oído que los jóvenes de Roma eran más sosegados
en las clases, merced a la rigurosa disciplina a que estaban sujetos, y según
la cual no les era lícito entrar a menudo y turbulentamente en las aulas de los
maestros que no eran los suyos, ni siquiera entrar en ellas sin su permiso;
todo lo contrario de lo que sucedía en Cartago, donde es tan torpe e
intemperante la licencia de los escolares que entran desvergonzada y
furiosamente en las aulas y trastornan el orden establecido por los maestros
para provecho de los discípulos. Cometen además con increíble estupidez
multitud de insolencias, que deberían ser castigadas por las leyes, de no
patrocinarles la costumbre, la cual los muestra tanto más, miserables cuanto
cometen ya como lícito lo que no lo será nunca por tu ley eterna, y creen hacer
impunemente tales cosas, cuando la ceguedad con que las hacen es su mayor
castigo, padeciendo ellos incomparablemente mayores males de los que hacen.
(...) Porque los que perturbaban mi ocio con gran rabia eran ciegos, y los que
me invitaban a lo otro sabían a tierra, y yo, que detestaba en Cartago una
verdadera miseria, buscaba en Roma una falsa felicidad.
15.
Pero el verdadero porqué de salir yo de aquí e irme allí sólo tú lo sabías, oh
Dios, sin indicármelo a mí ni a mi madre, que lloró atrozmente mi partida y me
siguió hasta el mar. Mas hube de engañarla, porque me retenía por fuerza,
obligándome o a desistir de mi propósito o a llevarla conmigo, por lo que fingí
tener que despedir a un amigo al que no quería abandonar hasta que, soplando el
viento, se hiciese a la vela. Así engañé, a mi madre, y a tal madre, y me
escapé (..) Mas aquella misma noche me partí a hurtadillas sin ella, dejándola
orando y llorando. ¿Y qué era lo que te pedía, Dios mío, con tantas lágrimas,
sino que no me dejases navegar? Pero tú, mirando las cosas desde un punto más
alto y escuchando en el fondo su deseo, no cuidaste de lo que entonces te pedía
para hacerme tal como siempre te pedía.
X, 18.
(...) Todavía me parecía a mí que no éramos nosotros los que pecábamos, sino
que era no sé qué naturaleza extraña la que pecaba en nosotros, por lo que se
deleitaba mi soberbia en considerarme exento de culpa y no tener que confesar,
cuando había obrado mal mi pecado para que tú sanases mi alma, porque contra ti
era contra quien yo pecaba. Antes gustaba de excusarme y acusar a no sé qué ser
extraño que estaba conmigo, pero que no era yo. Mas, a la verdad, yo era todo
aquello, y mi impiedad me había dividido contra mí mismo. Y lo más incurable de
mi pecado era que no me tenía por pecador. (...) Esta era la razón por que alternaba
con los electos de los maniqueos. Mas, desesperando ya de poder hacer algún,
progreso en aquella falsa doctrina, y aun las mismas cosas que había
determinado conservar hasta no hallar algo mejor, profesábalas ya con tibieza y
negligencia.
19.
Por este tiempo se me vino también a la mente la idea de que los filósofos que
llaman académicos habían sido los más prudentes, por tener como principio que
se debe dudar de todas las cosas y que ninguna verdad puede ser comprendida por
el hombre. Así me pareció entonces que habían claramente sentido, según se cree
vulgarmente, por no haber todavía entendido su intención.
En
cuanto a mi huésped, no me recaté de llamarle la atención sobre la excesiva
credulidad que vi tenía en aquellas cosas fabulosas de que estaban llenos los
libros maniqueos. Con todo, usaba más familiarmente de la amistad de los que
eran de la secta que de los otros hombres que no pertenecían a ella. No
defendía ya ésta, es verdad, con el entusiasmo primitivo; mas su familiaridad
-en Roma había muchos de ellos ocultosme hacía extraordinariamente perezoso
para buscar otra cosa, sobre todo desesperando de hallar la verdad en tu
Iglesia, ¡oh Señor de cielos y tierra y creador de todas las cosas visibles e
invisibles!, de la cual aquéllos me apartaban, por parecerme cosa muy torpe
creer que tenías figura de carne humana y que estabas limitado por los
contornos corporales de nuestros miembros. Y porque cuando yo quería pensar en
mi Dios -no sabía imaginar sino masas corpóreas, pues no me parecía que pudiera
existir lo que no fuese tal, de ahí la causa principal y casi única de mi
inevitable error.
No hay comentarios:
Publicar un comentario