PROLOGO DEL AUTOR
AL CRISTIANO LECTOR
Veintisiete
años ha, cristiano lector, que escribí a una religiosa doncella, que muchos
años ha que es difunta, un TRATADO sobre el verso del Salmo, que comienza: Oye, hija, y ve; y
aunque muchos de mis amigos me hablan afirmado muchas veces que, corregido el
TRATADO y poniéndolo en orden para imprimirse, recibirían provecho los ánimos
de los que lo leyesen, no había salido a ello, por parecerme que para quien se quiere
aprovechar de leer en romance (vernaculo) hay tantos libros buenos, que éste no
les era necesario; y para quien no, también sería éste superfluo, como los otros.
Y ayudábame a esto mi enfermedad continua de casi ocho años, que basta por
ejercicio; y así se había quedado el TRATADO sin imprimirlo, y aun sin
acordarme de el, hasta que el año pasado, vencido ya de ruegos de amigos,
comenzaba poco a poco a corregirlo y añadir para que se imprimiese, aunque
sabía lo mucho que me había de costar de mi salud.
Al
cabo de pocos días supe que se había impreso un Tratado sobre este mismo verso,
y con titulo de mi nombre, en Alcalá de Henares, en casa de Juan Brocar, año de
1556. Maravílleme de que hubiese quien se atreva a imprimir libro la primera
vez sin la corrección del autor, y mucho más de que alguno diese por autor de
un libro a quien primero no preguntase si lo es; y procuré con más cuidado
entender en lo comenzado para que, impreso este TRATADO, el otro se
desacreditase. Mas las enfermedades que después acá aún han crecido, y haber añadido
algunas cosas, han sido causa para que más presto no se acabase. Ahora que va,
recíbelo con caridad, y no tengas el otro por mío ni le des crédito. Y no te
digo esto solamente por aquel Tratado, mas también por si otros vieres impresos
en mi nombre hasta el día de hoy, porque yo no he puesto en orden cosa alguna
para imprimir, sino una declaración de los diez Mandamientos que cantan los
niños de la doctrina y este TRATADO de ahora.
Y
también te aviso que, a las escrituras de mano que con título de mi nombre vinieren
a ti, no las tengas por mías si no conocieres mi letra o firma, aunque también
en esto hay que mirar, porque algunos han procurado de contrahacerlo.
También
me parece avisarte de que, como este libro fue escrito a aquella religiosa
doncella que dije, la cual, y las de su calidad, han menester más esforzarlas
el corazón con confianza que atemorizarlas con rigor, así va enderezado más a
lo primero que a lo segundo. Mas si la disposición de tu ánima pide más rigor
de justicia que blandura de misericordia, toma de aquí lo que hallares que te
conviene, y deja lo otro para otros que lo habrán menester.
Y todo
el libro, con el autor, va sujeto a la corrección de nuestra Madre la Santa
Iglesia Romana.
CAPITULO PRIMERO
En que se trata cuánto nos conviene oír a Dios; y del admirable
lenguaje que nuestros Padres primeros tenían en el estado de la inocencia, a el
cual perdido por el pecado, sucedieron muchos muy malos.
«Oye, Hija, y ve, e inclina tu oreja, y olvida tu pueblo, y la casa
de tu padre, y codiciará el Rey tu hermosura.» (Ps. 44, 11.)
Estas
palabras, devota Esposa de Jesucristo, dice el Santo Profeta y Rey David—o por
mejor decir, Dios en él-a la Iglesia cristiana católica, amonestándole lo que debe
hacer para que el gran Rey Jesucristo la ame, de lo cual a ella se le siguen
todos los bienes. Y porque vuestra ánima es una de las de esta Iglesia—por la
gran misericordia de Dios—parecióme declarároslas, invocando primero el favor
del Espíritu Santo, para que rija mi pluma y apareje vuestro corazón, para que
ni yo hable mal, ni vos oigáis sin fruto; mas lo uno y lo otro sea a perpetua
honra de Dios y a complacimiento y agrado de su santa voluntad.
Lo
primero que nos es amonestado en estas palabras es que oigamos; y no sin causa,
porque como el principio de la vida espiritual sea la fe, y ésta entre en el ánima,
como dice San Pablo (Rom., 10. 17), mediante el oír, razón es que seamos
amonestados primero de lo que primero nos conviene hacer. Porque muy poco
aprovecha que suene la voz de la verdad divina en lo de fuera, si no hay orejas
que la quieran oír en lo de dentro. Ni nos basta que cuando fuimos bautizados
nos metiese el sacerdote el dedo en los oídos, diciendo que fuesen abiertos
(Ephpheta, que significa Ábrete), si los tenemos cerrados a la palabra de Dios,
cumpliéndose en nosotros lo que de los ídolos dice el Santo Rey y Profeta David
(Ps., 113, 4): Ojos tienen y no ven; orejas tienen y no oyen.
Más
porque algunos hablan tan mal, que oírlos es oír sirenas, que matan a sus
oyentes, es bien que veamos a quién tenemos de oír y a quién no. Para lo cual
es de notar, que Adán y Eva, cuando fueron criados, un solo lenguaje hablaban,
y aquél duró en el mundo hasta que la soberbia de los hombres, que quisieron
edificar la torre de la confusión (Babel significa confusión), fue castigada
con que, en lugar de un lenguaje con que todos se entendían, sucediese
muchedumbre de lenguajes, con los cuales unos a otros no se entendiesen. En lo
cual se nos da a entender que nuestros primeros padres, antes que se levantasen
contra Él que los crió, quebrantando con atrevida soberbia su mandamiento, un
solo lenguaje espiritual hablaban en su ánima, el cual era una perfecta concordia
que tenía uno con otro, y cada uno consigo mismo y con Dios; viviendo en el
quieto estado de la inocencia, obedeciendo la parte sensitiva, a la racional, y
la racional a Dios; y así estaban en paz con Él, y se entendían muy bien a sí
mismos, y tenían paz uno con otro. Mas como se levantaron con desobediencia
atrevida contra el Señor de los cielos, fueron castigados—y nosotros con
ellos—en que en lugar de un lenguaje, y bueno, y con qué bien se entendían,
sucedan otros muy malos e innumerables, llenos de tal confusión y tinieblas que
ni convengan unos hombres con otros, ni uno consigo mismo, y menos con Dios.
Y
aunque estos lenguajes no tengan orden en sí, pues son el mismo desorden, mas;
para hablar de ellos, reduzcámoslos, al orden y número de tres, que son: lenguaje
de mundo, carne y diablo; cuyos oficios, como San Bernardo dice, son: del
primero, hablar cosas varias; del segundo, cosas regaladas; del tercero, cosas
malas y amargas.
CAPITULO 2
Que no debemos oír el lenguaje del mundo y honra vana; y cuán grande
señorío tiene sobre los corazones de los que la siguen; y cuál será el castigo
de los tales.
El
lenguaje del mundo no le hemos de oír, porque es todo mentiras, y muy
perjudiciales para quien las creyere, haciéndole que no siga la verdad que es,
sino la mentira que tiene apariencia y se usa. Y con esto engañado él hombre, hecha
tras sus espaldas a Dios y a su
santo
agradamiento, y ordena su vida por el ciego norte del complacimiento del mundo,
y engéndrasele un corazón deseoso de honra y de ser estimado de hombres; semejante
al de los antiguos soberbios romanos, de los cuales dice San Agustín que por
amor de la honra mundana deseaban vivir, y por ella no temieron morir.
Précianla
tanto, que en ninguna manera pueden sufrir ni una liviana palabra que contra
ella se diga, ni cosa que sepa ni huela a desprecio ni de muy lejos. Antes hay
en esto tantas sutilezas y puntos, que por maravilla hay quien se escape de no
tropezar en alguno de ellos, y ofender al sensible mundano, y aun muchas veces
sin pensar que le ofende. Mas éstos tan fáciles en el sentir el desprecio, ¡cuán
difíciles y pesados son en lo despreciar y en lo perdonar! Y si alguno lo
quisiere hacer, qué tropel de falsos amigos y de parientes se levantarán contra
él, y alegarán tales leyes y fueros del mundo, que dé ellos se concluya que es
mejor perder la hacienda y salud, casa y mujer e hijos; y aun esto les parece
poco; pues dicen que se pierda la vida del cuerpo y del ánima; y todo lo de la tierra
y del cielo; y que el mismo Dios y su Ley sean tenidos en poco y puestos debajo
de los pies, porque la vanísima honra no se pierda, y sea; estimada sobre todas
las; cosas y sobre el mismo Dios.
¡Oh
honra vana, condenada por Cristo en la cruz a costa de sus grandes deshonras!
¿Y quién te dio asiento en el templo de Dios, que es el corazón cristiano, con
tan grande estima, que a semejanza del Anticristo, quieras tú ser más preciada
que el Altísimo Dios? ¿Quién te hizo competidora con Dios, y que le lleves
ventaja en algunos corazones, en ser preciada más que Él, renovándole aquella
grave injuria que le fue hecha cuando quisieron a Barrabás más que a Él? (Jn.,
18, 40.) Grande por cierto es tu tiranía en los corazones de los sujetos a ti,
y con gran presteza y facilidad te hacen servicio, por costoso que sea. Pensaba
Aarón (Ex., 32, 24) que por pedir él los zarcillos de oro, que traían en las
orejas las mujeres e hijos e hijas de aquéllos que le pedían ídolo a él, que,
por no ver despojados a los que amaban, se apartarían de la mala demanda del
falso dios; y no fue así, porque no bien fueron pedidos cuando fueron dados. Ni
se tuvo cuenta, ni se tiene, con lo que han menester casa ni hijos, con tal que
haya ídolo de honra, al cual sacrifiquen. Y acaece muchas veces, que algunos de
los que te sirven entienden cuan vana cosa y sin tomo (importancia, valor y
estima) eres, y cuan perdida cosa es seguirte; y pudiendo librarse de tu grave
yugo con sólo romper contigo, es tanta su flaqueza y miseria, que eligen más
reventar, y hacer contra la honra de Dios, que descansar y honrar a Dios
huyendo de ti.
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