La ley natural
(Homilías al pueblo de Antioquía, Xll, 4-5)
Voy a intentar demostraros que el hombre tiene por sí
mismo conocimiento de la virtud.
Cometió
Adán el primer pecado, e inmediatamente tras el pecado se escondió. Ahora bien,
de no saber que había obrado mal, ¿qué necesidad tenía de ocultarse? Porque
entonces no había Escrituras ni Ley de Moisés. ¿Por dónde, pues, conoció el
pecado y se escondió? Y no sólo se oculta, sino que, acusado, trata de echar la
culpa a otro, diciendo: la mujer que me diste me dio del árbol y comí (Gn 2,
12). Y ella, a su vez, echa la culpa a la serpiente (...).
Lo
mismo cabe ver en la historia de Caín y Abel. Ellos fueron los primeros en
ofrecer a Dios las primicias de sus trabajos. Yo quiero demostraros que el
hombre no sólo es capaz de conocer el pecado, sino también la virtud. Que el
hombre conoce ser un mal el pecado lo demostró Adán, y que sabe que la virtud
es un bien lo puso de manifiesto Abel. Si éste ofreció aquel sacrificio, no es
porque lo aprendiera de nadie, ni porque hubiera oído entonces alguna ley que
hablara de las primicias; él mismo, su propia conciencia, fue su maestro. De
ahí que no baje con mi discurso a tiempos posteriores, sino que me detenga en
los primeros hombres, cuando no había letras, ni ley, ni profetas, ni maestros.
Allí estaba Adán solo con sus hijos, y por ahí podemos comprender que el
conocimiento de lo bueno y de lo malo era un don primero de la naturaleza.
(...)
Sin embargo, los griegos no soportan esto. Pues vamos a discurrir también
contra ellos, y sigamos en el tema de la conciencia el procedimiento que usamos
en el de la creación. No los combatiremos sólo por las Escrituras, sino también
por argumentos de razón. Ya Pablo los venció en su lucha con ellos sobre este
capítulo.
¿Qué
dicen los griegos? No tenemos—afirman—una ley que la conciencia conozca por sí
misma, ni infundió Dios nada de eso en nuestra naturaleza. Entonces, decidme,
¿en qué se inspiraron los legisladores de ellos para establecer leyes acerca
del matrimonio, del homicidio, de los testamentos, depósitos, avaricia, e
infinitas cosas más? Los actuales acaso se inspiraron en sus antecesores, éstos
en otros, y otros en los más antiguos; pero estos antiguos y quienes al
principio legislaron entre ellos, ¿en qué se inspiraron? ¡Evidentemente, en su
conciencia! Porque no van a decir que trataron con Moisés y oyeron a los
profetas. ¡No serian entonces gentiles! No, es evidente que los antiguos
pusieron las leyes inspirándose en la ley que Dios infundió al hombre al
plasmarlo, y por ella se inventaron las artes y todo lo demás.
Del
mismo modo se constituyeron tribunales y se determinaron castigos. Que es lo
mismo que dice Pablo. Muchos gentiles le iban a replicar y decían: ¿cómo puede
juzgar Dios a los hombres anteriores a Moisés, cuando no les envió un
legislador, ni les propuso una ley, ni les mandó un profeta, ni un apóstol, ni
un evangelista? ¿Qué derecho tiene a pedirles cuentas? Mas escucha la respuesta
de Pablo, para demostrarles que tenían una ley que se sabe de suyo y conocían
claramente lo que debían hacer: cuando los gentiles, que no tienen ley, hacen
naturalmente lo que manda la ley, éstos, que no tienen ley, son ley para sí
mismos y demuestran que lo que manda la ley está escrito en sus corazones (Rm
1, 14-15).
¿Cómo
puede hallarse escrito sin letras? Porque lo atestigua su propia conciencia y
las diferentes reflexiones que allá en su interior ya los acusan, ya los
defienden, como se verá aquel día en que Dios juzgará lo oculto de los hombres
por medio de Jesucristo, según el Evangelio que yo predico (Rm 2, 15-16). Y
poco antes: cuantos sin ley pecaron, sin ley también perecerán, y cuantos con
la ley pecaron, por medio de la ley serán juzgados (Rm 2, 12). ¿Qué quiere
decir que perecerán sin ley? Que no los acusará la ley, sino sus razonamientos
y su conciencia. Ahora bien, de no tener la ley de su conciencia, no debieran
siquiera perecer pecando. ¿Cómo perecer si pecaron sin ley? Mas cuando el
Apóstol dice que pecaron sin ley, no quiere decir que no tenían ley en
absoluto, sino que no tenían ley escrita, pero si la ley de la naturaleza.
En
otro pasaje, el Apóstol escribe: gloria, honor y paz a todo el que obra el
bien, el judío primeramente y luego el griego (Rm 2, 10). Al hablar así, se
refería a los tiempos remotos anteriores al advenimiento de Cristo. Y llama
aquí griego o gentil no al idólatra, sino al adorador de un Dios único, pero no
ligado por necesidad a las observancias judaicas del sábado, de la circuncisión
o de diversas purificaciones. Se trata, en fin, de un gentil que practique toda
la virtud y religión. Pues hablando de estos gentiles, dice en otro lugar:
indignación e ira, tribulación y angustia aguardan al alma de todo hombre que
obra mal, del judío primeramente y luego del griego (Rm 2, 9). También aquí
llama griego al que está libre de la observancia judaica. Ahora bien, si no ha
oído la ley ni se ha educado con los judios, ¿cómo puede ser objeto de
indignación y de ira, de tribulación y angustia, caso de obrar mal? Porque
tiene dentro la conciencia que le da voces y le enseña e instruye sobre todo.
¿Cómo
se prueba eso? Porque el propio gentil castiga a los que pecan, pone leyes y
establece tribunales. Pablo lo pone de manifiesto cuando dice de los que viven
en maldad: los cuales, no obstante conocer la justicia de Dios, no echaron de
ver que los que hacen tales cosas son dignos de muerte; y no sólo los que las
hacen, sino también los que aprueban a los que las hacen (Rm 1, 32). ¿Y por
dónde sabían, se dirá, que Dios quiere castigar de muerte a los que viven en
maldad? Pues por el hecho de castigar ellos a los que pecan. Porque si no
piensan que el homicidio sea un crimen, que no castiguen por sentencia al
asesino convicto. Si no piensan que el adulterio sea un mal, que absuelvan de
toda pena al adúltero que cae en sus manos. Ahora bien, respecto a los pecados
de otros promulgas leyes, determinas penas y eres juez severo, ¿qué excusa
puedes tener en lo que tú mismo pecas, con achaque de no saber lo que se debe
hacer? Habéis cometido un adulterio tú y el otro; ¿qué razón hay para que al
otro lo castigues y tú te tengas por digno de perdón? Si no sabías que el
adulterio es un crimen, tampoco había que castigar al otro. Mas si castigas a
otro y tú piensas escapar al castigo, ¿qué lógica es ésa que, siendo los
pecados iguales, no lo sean las penas? (...)
En
conclusión, puesto que Dios ha de pagar a cada uno según sus obras, y nos puso
la ley natural y más tarde la escrita, a fin de pedirnos cuentas de nuestros
pecados y coronarnos por nuestras virtudes, ordenemos con gran cuidado nuestra
vida, como quienes han de comparecer ante el tribunal severo, sabiendo que, si
después de la ley natural y la escrita, después de tanta predicación y continua
exhortación, todavía descuidamos nuestra salud, no habrá para nosotros perdón
alguno.
* * * * *
Lectura
frecuente de la Sagrada Escritura (Homilías sobre el Génesis, 35, 1-2)
BI/LECTURA-FRECUENTE:
Queridísimos, es una cosa muy buena la lectura de las divinas Escrituras. Da
sabiduría al alma. eleva la mente al cielo, hace al hombre agradecido, nos
impulsa a no admirar las realidades de aquí abajo, sino a vivir con el pensamiento
puesto allá arriba, a realizar todas nuestras obras con la mirada fija en la
recompensa que nos dará el Señor, a dedicarnos al trabajo de la virtud con gran
entusiasmo. Gracias a ellas, podemos conocer la providencia de Dios, siempre
dispuesta a prestar auxilio; la valentía de los justos, la bondad del Señor, la
grandeza de los premios. Nos pueden impulsar a imitar fervorosamente la piedad
de hombres generosos, para no adormecernos en las batallas espirituales y para
confiar en las promesas divinas antes de que se cumplan.
Por
esto os exhorto: ¡leamos con mucha atención las Escrituras divinas!
Alcanzaremos su verdadera comprensión si nos dedicamos siempre a ellas. No es
posible, en efecto, que quien demuestra gran cuidado y deseo de conocer las
palabras divinas se quede en la estacada. Incluso si no tiene ningún maestro,
el Señor mismo entrará en nuestros corazones, iluminará nuestra inteligencia,
nos revelará las verdades escondidas; será Él nuestro Maestro en lo que no
comprendamos, con tal de que nosotros estemos dispuestos a hacer lo que podamos
(...).
Cuando
tomamos en nuestras manos el libro espiritual, hemos de poner en vela nuestro
espíritu, recoger nuestros pensamientos, echar fuera cualquier preocupación
terrena. Dediquémonos entonces a la lectura con mucha devoción, con gran
atención, para que se nos conceda que el Espíritu Santo nos guie a la
comprensión de lo que está escrito, sacando así gran utilidad. Aquel hombre
eunuco y bárbaro, ministro de la reina de los etíopes, que era un hombre importante,
no descuidaba la lectura de la Escritura ni siquiera cuando estaba de viaje.
Teniendo en sus manos al profeta [Isaías], leía con mucha atención, incluso sin
comprender lo que tenía ante sus ojos; pero como ponía de su parte cuanto
podía—diligencia, entusiasmo y atención—, obtuvo un guía (cfr. Hech 8, 26-40).
Considera,
por tanto, qué gran cosa es no descuidar la lectura de la Escritura tampoco
durante los viajes, ni yendo en coche. Escuchen esto quienes ni siquiera en su
propia casa admiten que haya que leer la Sagrada Escritura, con la excusa de
que conviven con su mujer o militan en el ejército porque están preocupados por
los hijos, dedicados al cuidado de los parientes, o comprometidos en otros
negocios.
Ese
hombre era eunuco y bárbaro: dos circunstancias suficientes para que hubiese
sido negligente. Otros factores eran su dignidad y sus grandes riquezas, y el
hecho de viajar en una carroza, pues no es fácil dedicarse a la lectura cuando
se viaja así; más aún, resulta costoso. Y, sin embargo, su deseo y su celo
superaban cualquier impedimento. Hasta tal punto estaba enfrascado en la
lectura, que no decía lo que muchos repiten en el día de hoy: «No entiendo lo
que contiene, no logro comprender la profundidad de la Escritura; ¿por qué,
pues, voy a sujetarme inútilmente y sin fruto a la fatiga de leer, sin nadie
que me guie?». Nada de esto pensaba aquel hombre, bárbaro por la lengua pero
sabio por el pensamiento. Creía que Dios no le despreciaría, sino que le
mandarla pronto alguna ayuda de lo alto, con tal de que él hubiese puesto lo
que estaba de su parte, dedicándose a la
lectura.
Por eso, el Padre benigno, viendo su íntimo deseo, no le descuidó ni le
abandonó a sí mismo, sino que le mandó enseguida un maestro.
Este
bárbaro está en condiciones de ser maestro de todos nosotros: de quienes llevan
una vida privada, de quienes están enrolados en el ejército, de quienes gozan
de autoridad. En una palabra, puede ser maestro de todos; no sólo de los
hombres, sino también de las mujeres—tanto más que están siempre en casa—, y de
los que han elegido la vida monástica. Aprendan todos que ninguna circunstancia
es obstáculo para leer la palabra divina; que es posible hacerlo no sólo en
casa, sino en la plaza, de viaje, en compañía de otros o cuando estamos metidos
en plena actividad. Si nosotros hacemos lo que está en nuestra mano, pronto
encontraremos quien nos enseñe. Porque el Señor, viendo nuestro afán por laS
realidades espirituales, no nos despreciará, sino que nos mandará una luz del
cielo e iluminará nuestra alma. No descuidemos, por tanto—os lo ruego—, la
lectura de la Escritura.
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