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martes, 21 de agosto de 2018

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY


Concluyamos con una palabra del Padre Saint-Jure a propósito de la convalecencia. «Es, dice, uno de los momentos más peligrosos de la vida, porque se está constreñido, a pesar de conocerlo, a conceder algo a la naturaleza, a tratarla con más suavidad con el fin de restablecer las fuerzas, lo que hace que se emancipe y se relaje con facilidad; déjase llevar por la gula, procúrase gustos bajo pretexto de necesidad, entrégase a la ociosidad bajo el pretexto de debilidad, a la negligencia en la oración y en los ejercicios de piedad por miedo de fatigarse, a pasatiempos y recreaciones pueriles para descansar, como si el cuidado de recobrar la salud diese libertad de ver, oír, o decir todo lo que se ofrece. Y como el espíritu no está ocupado, llénase fácilmente de mil pensamientos inútiles que le distraen. Todos estos males acontecen a quien no vigila con cuidado sobre si en la convalecencia, así como en la salud o en la enfermedad, debería ser la de Gemma Galgani: «Primero, el alma, después el cuerpo.»
Artículo 3º.- La vida o la muerte
Tarde o temprano hemos de morir. Mas, ¿cuándo será y en qué condiciones? Ignorantes estamos de todo esto. Dios, dueño absoluto de la vida y de la muerte, se ha reservado el día y la hora; a nadie, por regla general, comunica sus secretos, y muchos, aun entre los grandes santos, no lo han conocido, o no lo conocieron sino tarde. Así se explica cómo San Alfonso, treinta o cuarenta años antes de morir hablaba ya de su muerte próxima. Feliz ignorancia que nos advierte que estemos siempre dispuestos, y que estimula sin cesar nuestra actividad espiritual. Hemos de aceptar esta incertidumbre con sumisión y hasta con reconocimiento. Más, ¿se ha de desear que la muerte venga en breve plazo o que nos deje aún largo tiempo? Numerosos motivos nos autorizan a llamarla con nuestros deseos.
1º Los males de la vida presente. Apenas nacido el hombre, comienza la muerte en él su trabajo, y tiene que luchar sin tregua para librarse de sus asaltos, y a pesar del alimento, del sueño y de los remedios, camina a pasos agigantados hacia la tumba; su vida no es sino una muerte lenta y continua. El trabajo y la fatiga, la intemperie y las estaciones, los achaques y las enfermedades, las penas del corazón y del espíritu, los cuidados y las preocupaciones, todo lleva a hacer de la tierra un valle de lágrimas. A nuestras propias penas, vienen a unirse las de los nuestros, y como si estos tantos males no bastasen, la malicia humana esfuérzase en agravarlos sin medida: los hombres levántanse contra los hombres; las familias, contra las familias; las naciones, contra las naciones; no se sabe ya qué enredos inventar para hacer sufrir, ni qué máquinas de guerra para mejor destrozarse.
Suframos la prueba todo el tiempo que Dios quiera, mas, ¿no es natural suspirar por la muerte, cuya bienhechora mano enjugará nuestras lágrimas y nos abrirá la encantadora morada, en donde no habrá ya gemidos de ningún género, sino calma eterna, paz y reposo sin fin?
2º Los peligros y las faltas de la vida presente La tierra es un campo de batalla, en que nos es preciso luchar día y noche contra un enemigo invisible que no duerme, que no conoce ni la fatiga ni la compasión; enseñado por experiencia sesenta veces secular, conoce demasiado cuál es nuestro Lado flaco, y halla las más desconcertantes complicidades en la plaza sitiada; y nosotros, que somos la debilidad misma y la inconstancia, a pesar del poderoso auxilio de Dios, siempre hemos de temer un desfallecimiento por nuestra parte. En este momento estamos en amistad con Dios, y ¿lo estaremos más tarde? La perseverancia final es un don de Dios, y quien hoy camina por los senderos de la santidad, mañana quizá ande ya por los de la relajación y resbale sobre la pendiente que conduce a los abismos. Aun suponiendo que nos libremos de este supremo infortunio, es cierto al menos que nos quedaremos muy por detrás de nuestros deseos, que caeremos en multitud de faltas ligeras, y que sentiremos bullir en el fondo de nuestro corazón todo un mundo de pasiones y de inclinaciones que nos causan miedo. Hoy, que juzgamos estar preparados, ¿no es natural desear que la muerte venga pronto a poner término a nuestras incesantes faltas y a nuestras continuas alarmas, confirmándonos en la gracia? Por otra parte, hemos de vivir en medio de un siglo perverso en que se multiplican los pecados, y crímenes, en que el vicio triunfa, la virtud es perseguida, la Iglesia, tratada como enemiga, Dios, arrojado de todas partes. Y, ¿cómo no suspirar por la compañía de los santos, en donde reina el Dios de la paz, en donde todo regocijará nuestros ojos y nuestros corazones?
3º El deseo del cielo y del amor de Dios. Hace mucho tiempo que hemos comprendido el vacío, la ineficacia y la nada de la tierra con todos sus falsos bienes, y abandonado el mundo, hemos corrido en busca de sólo Dios. A medida que nuestra alma se despoja y purifica, hácese más vivo el deseo del cielo, el amor divino más ardiente, casi impaciente: es Dios lo que necesitamos, Dios visto, amado, poseído sin tardanza, sufrimos por vivir sin Él. Cierto que el Dios de nuestro corazón está allí, muy cerca de nosotros, en la Santa Eucaristía pero le querríamos sin velo. Déjase a veces encontrar en la oración, mas no basta una unión fugitiva e incompleta, necesitamos su eterna y perfecta posesión. Nuestro cuerpo se levanta como los muros de una prisión entre el alma y su Amado; que caiga de una vez, que deje de ocultarnos el único objeto de todos nuestros afectos. ¿Cuándo se acabará, Señor, este destierro? ¿Cuándo vendréis por mí? ¿Cuándo iré yo, Señor, a Vos? ¿Cuándo me veré, Señor, con Vos? ¡Cómo se tarda ya esta hora! ¡Qué contento y alegría será para mí, cuando me digan que llega ya! Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi: ¡ir domum Domini ibimus: stantes erant pedes nostri in atriis tuis, Jerusalem. «Me he alegrado desde que se me ha dicho: Iremos a la casa del Señor y pronto nos hallaremos, oh Jerusalén, en el recinto de tus murallas».
A semejanza de la Esposa de los Cantares, el gran Apóstol languidecía de amor y suspiraba por la disolución del cuerpo para estar con Cristo. Estaba enfermo de amor, y en su impaciente ansia de gozar de su Amado, la menor tardanza hacíasele una eternidad y llenaba su corazón de tristeza. Tales eran los sentimientos de Santa Teresa del Niño Jesús en su lecho de muerte. «¿Estáis resignada a morir? ¡Oh, padre mío!, respondía ella, para vivir es para lo que se necesita resignación; muriendo no experimento más que alegría» Hay, por tanto, sólidas razones que nos hacen desear la muerte; las hay también igualmente para desear la prolongación de nuestros días, y son casi las mismas.
1º Los males de la vida presente. Mediante la paciencia y  el espíritu de fe, se convierten en ocasión de mayores bienes; despegan de la tierra y hacen suspirar por un mundo mejor; es un excelente purgatorio, una mina de virtudes inagotable.
Cuanto más abunden estos males, más rica será la cosecha para el cielo. Si la malicia de los hombres viene a mezclarse en ellos, ¿qué nos importa? Nosotros queremos ver tras el instrumento no otra cosa que la Providencia, y como resultado de todas nuestras pruebas, como adelantamiento espiritual, Dios glorificado, muchas almas salvadas, el purgatorio rociado con sangre de Nuestro Señor. En el cielo no habrá ya sufrimientos, es verdad; mas por lo mismo no será posible dar, como aquí abajo, al divino Maestro el testimonio de la prueba amorosamente aceptada.
2º Los peligros y las faltas de la vida presente. Reconocemos sin dificultad que el sentimiento del peligro mueve a desear vivamente el cielo; mas el combate no carece de encantos para un alma valiente, ávida de conquistar la vida eterna, y demostrar su amor y abnegación a su Rey amado. Él es quien nos llama a las armas, y ¿no estará con nosotros? El claustro es la más segura trinchera, y gracias a la oración y a la vigilancia, esperamos librar un buen combate y no quedar heridos de muerte. Hasta el momento, nuestra victoria está muy lejos de ser completa; sin el auxilio del tiempo, ¿cómo reparar nuestras derrotas, expiar nuestras faltas, rescatar nuestra inutilidad, conquistar un rico botín? Y ahora que Dios se encuentra atacado por todas partes, el puesto de sus amados servidores, ¿no ha de ser combatir a su lado y luchar por su causa? Así lo entendió aquella alma que decía: «Tengo, bien lo sabéis, deseos de ver a Dios, pero en estos tiempos de persecución le tengo mayor de padecer por El; morir cuando las Esposas del Cordero están convocadas para la cumbre del Calvario, no, no es éste mi ideal.»
3º El deseo del cielo y el amor de Dios. Morir cuanto antes, es quizá lo más seguro, y más pronto nos hallaríamos con nuestro Amado. Con todo, si Dios prolonga nuestra vida, con tal de que nos lleve al puerto, le bendeciremos eternamente por ello; por tanto, a cada paso podemos crecer en gracia y por lo mismo obtener nuevos grados de gloria. En algunos años podemos ganar cientos de miles, millones quizá; es decir: añadir por cientos de miles y de millones nuevas energías a nuestro poder de ver a Dios, de amarle y de poseerle. ¡Qué magnífico aumento de gloria para Él, y de felicidad para nosotros durante toda la eternidad! ¿Tenemos ya caudal suficiente? ¿No sería de desear que aún se acrecentase? Si nuestro cielo se hace esperar, puede embellecerse indefinidamente, y sería quizá con gran perjuicio nuestro el que escuchara Dios nuestros apremiantes deseos.
4º Si acontece que uno y otro se considera muy necesario a los que le rodean, es señal inequívoca de divina voluntad, y por ende un motivo de moderar sus deseos. San Martín de Tours, en su lecho de muerte, hállase en una situación de este género; no teme morir, no rehúsa vivir, se abandona a la misma Providencia. La misma perplejidad había experimentado el gran Apóstol: «Para mí, la muerte es una ganancia, escribe a los filipenses; pero si se prolonga mi vida, he de sacar fruto de mi trabajo. Por dos partes me veo estrechado: deseo yerme desatado del cuerpo y estar con Cristo, y eso sería mucho mejor; mas mi permanencia en esta vida os es necesaria. No sé qué escoger» San Alfonso ensalza indudablemente la perfecta conformidad con la voluntad divina, y con todo, presenta sus argumentos en forma que lleva más a desear la muerte que la vida. Idénticos matices ofrece el P. Rodríguez. A Santa Teresa le parecía que sufrir era la única rezón de la existencia: Señor, o morir o padecer. No puede soportar por más tiempo el suplicio de verse sin Dios; sin embargo, aceptaría con ánimo varonil todos los trabajos de este destierro hasta el fin del mundo, por recibir en el cielo un grado mayor de gloria. Su amiga María Díaz, llegada a la edad de ochenta años, rogaba a Dios prolongase su vida. Santa Teresa le manifestó un día el ardor con que deseaba el cielo: «Yo, respondió aquélla, lo deseo, pero lo más tarde posible; en este lugar de destierro puedo dar algo a Dios, trabajando, sufriendo por su gloria, pero en el cielo nada podré ofrecerle.» Según el venerable P. la Puente «estos dos deseos tan diferentes descansan sobre sólidos fundamentos, mas el de María Díaz era mucho más preferible, porque daba más a la gracia, única que puede inspirar el amor de la cruz». San Francisco de Sales, en su última enfermedad, permanece fiel a su máxima: nada desear, nada pedir, nada rehusar. Instábasele a que rezase la oración de San Martín moribundo: «Señor, si aún soy necesario a tu pueblo, no rehúso el trabajo», y con humildad profunda responde: «nada de esto haré; no soy necesario, ni útil, que soy del todo inútil». San Felipe de Neri dijo lo mismo en parecida circunstancia. Notemos, por último, estas acertadas palabras del Obispo de Ginebra: «Tomo a mi cuidado el cuidado de vivir bien, y el de mi muerte lo dejo a Dios».


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