Para
imitar estos grandes ejemplos «no os lamentéis, pues, amada Filotea, de vuestra pobreza;
porque no se queja uno sino de lo que le desagrada; y si la pobreza os
desagrada, ya no sois pobre de espíritu, sino rica de afecto. No os desconsoléis
por no ser tan socorrida como sería conveniente, porque querer ser pobre y no
sufrir por ello incomodidad, es querer el honor de la pobreza y la comodidad de
las riquezas».
Artículo 4º.- El lugar y las relaciones
I. El
religioso se aficiona a su casa como el hijo al hogar paterno, y en tanto este
afecto se conserve sumiso al beneplácito divino, nada hay más legítimo ni más
digno de respeto. El Monasterio es el jardín cerrado en donde Dios nos ha
puesto al abrigo del mundo, en donde El se digna vivir con nosotros en la más
deliciosa intimidad. No es aún el Paraíso, no es ya Egipto; es la Tierra
prometida, en la que corren en abundancia la leche y la miel. Bajo el mismo
techo de Nuestro Señor y a dos pasos de su Tabernáculo, el religioso pasa horas
tan dulces como santas en celebrar los augustos misterios, en cantar las
alabanzas de Dios, en alimentar su alma con el pan de la oración y piadosas
lecturas. Allí es donde fuimos iniciados en las observancias monásticas, formados
en la vida interior, y ejercitados en las luchas para conseguir la santidad.
Gracias a la Regla y a la firmeza de nuestros Superiores que nos sostienen, a
los ejemplos de la Comunidad que nos arrastran, ha sido posible apresurar el paso
y adelantar algo más en el camino. Estos lugares benditos, regados con tanta
abundancia por las aguas de la gracia, fueron los felices testigos de nuestras
mejores alegrías, de nuestros combates y de nuestras pruebas. Allí es donde
nosotros hemos prometido vivir y morir, de allí es de donde nuestra alma espera
volar al cielo, mientras que el compañero de sus trabajos descenderá a dormir
allí cerca de nuestros antepasados esperando su glorioso despertar. Sin embargo,
esta adhesión tan legítima a nuestro Monasterio ha de estar subordinada al
beneplácito divino, porque Dios será siempre el supremo Árbitro de nuestros
destinos. El
puede disponer de nosotros por medio de la obediencia, libre es de dejar obrar
la malicia de los perseguidores.
Ciertamente
que debemos hacer cuanto de nosotros depende para conservar la estabilidad que
hemos prometido, pero si Dios se complace en desterrarnos de nuestro querido Monasterio,
¿no es el Maestro infinitamente sabio e infinitamente bueno? ¿No es la divina
Providencia la que debemos mirar por encima de los hombres en esto como en todo
lo demás? Y, por consiguiente, ¿osaríamos protestar contra su voluntad soberana, en lugar de
someternos a ella con amorosa confianza? La tierra es un lugar de
paso, y nuestra ciudad permanente está en el cielo. Que nos dirijamos a ella
desde el destierro, desde la patria, poco importa, lo esencial es llegar allí.
Mientras Dios nos tenga en el Monasterio, en él estará para nosotros el camino
del Paraíso, y nada se le puede comparar; mas si la Providencia nos envía a otra parte, en dondequiera
que nos coloque, allí estará en adelante para nosotros la esperanza de la
salvación, pues es la obediencia la que nos introduce en el reino de los
cielos.
Por lo
demás, hay algo infinitamente preferible a los muros de nuestro convento: es la
vida religiosa que en él se observa; y si para conservarla es preciso
resignarnos a sufrir el destierro, ¡bendito
sea Dios que aun a tan subido precio nos conserva tan inapreciable bien! ¿Sería
éste, después de todo, un sacrificio heroico? Seguros de tener en el destierro
las mismas observancias, la misma Comunidad, los mismos Superiores que en el
Monasterio, seríamos ciertamente menos dignos de lástima que tantos religiosos
imposibilitados de consagrarse en tierra tan extraña a sus obras acostumbradas,
como tantos otros, sobre todo los que han sido lanzados al mundo, privados de
la vida religiosa. Para nosotros, monjes, formados únicamente para la vida de
claustro, volver al mundo es el peor de los infortunios, y para conjurarlo
habríase de hacer lo posible y hasta lo imposible. En el caso que la obediencia
dispusiera de nosotros, en conformidad con las leyes de nuestra Orden,
enviándonos a una fundación, un refugio, etc., el ferviente religioso no ha de
ver en eso sino la voluntad de Dios y el bien de su alma, y con magnánimo
corazón entregarse al beneplácito divino, y a no ser por un deber de conciencia,
hasta evitar observaciones respetuosas y filiales.
Apenas
ha hablado Dios por boca de un superior, se inclina confiado y sin tardanza, no
pensando sino en someterse como verdadero hijo de obediencia, y en sacar de su
sacrificio el mejor partido posible a favor de su adelantamiento espiritual.
II.
Tenemos en el claustro una selecta compañía, escogida entre mil y diez mil. Una
Comunidad es una familia unida a Jesucristo, en la que cada cual rivaliza en
desprecio del mundo, en atractivo por nuestras santas leyes, en celo por agradar
a Dios y santificarse; y todos los días experimentamos cuán dulce es habitar
reunidos los hermanos. Jamás sabremos ni bendecir suficientemente al Señor por
habernos llamado a la religión, ni pagar a nuestra Comunidad todo el bien que
nos hace. Con todo, aunque sólo tuviéramos santos en nuestra compañía, hemos de
esperar encontrar entre los hombres algunos restos de humana debilidad; por lo
menos, habrá diversidad de temperamentos y de caracteres, las divergencias de
sentimientos y voluntades, mil pequeñas nonadas que nos harán sufrir, tanto más
cuanto que la misma consideración con que habitualmente se nos trata, nos
vuelve más sensibles a todo procedimiento menos delicado.
Si
acontece, pues, que hayamos de soportar algo de parte de los que nos rodean,
ante todo hemos de persuadirnos de que esa es la voluntad de Dios. Es El, en
efecto, y no el azar, quien nos ha llamado de las cuatro partes del mundo y nos
ha juntado en tal Comunidad y bajo tales Superiores, para vivir allí reunidos
en perpetuo contacto. El genio, las miras, los gustos, mil otras cosas no se
armonizan sino a fuerza de virtud; será preciso hacerse mutuamente muchos
sacrificios por el bien de la paz. Dios lo sabía y para esto precisamente nos
ha puesto a los unos cerca de los otros. En el cielo disfrutaremos del reposo
perfecto, de la paz después de la victoria. Aquí abajo, es el tiempo del
combate contra nosotros mismos, a fin de reparar nuestras faltas, dominar
nuestros defectos, aumentar nuestras virtudes y méritos. Los medios para
conseguirlo son múltiples, uno de los mejores será para nosotros la vida común
con las renuncias que impone.
«Por no haberte penetrado en este
gran principio –escribía el P. de Caussade a una de sus dirigidas-, jamás
habéis sabido someteros a ciertos estados y acontecimientos, ni, por consiguiente,
permanecer en ellos firme y tranquila en la voluntad de Dios. El demonio
siempre os ha tentado, inquietado, trastornado con cien ilusiones y falsos razonamientos
en este punto. Tratad, pues yo os conjuro por el interés de vuestra salvación y
de vuestro reposo, de libraros de semejante extravío de espíritu, y por el
mismo hecho pondréis término a todos vuestros despechos y a todas las rebeldías
de vuestro corazón.»
Las
penas de la vida de familia y de Comunidad no tanto constituyen con la
oposición de humor o de carácter un obstáculo a nuestro progreso espiritual,
como medio providencial y muy precioso. En nuestra falta de fe, de humildad y
de abnegación ha de buscarse el origen de nuestro malestar, al que las
dificultades le ofrecen tan sólo la ocasión de manifestarse. Proviniendo, pues,
el mal de nosotros, ahí es donde es preciso aplicar el remedio, y ésta es la
razón porque Dios nos ofrece estas oposiciones de carácter, estas pruebas crucificadoras
y constantemente renovadas.
¡Excelentes
penitencias para las culpas pasadas! Porque «la caridad cubre la muchedumbre de
los pecados», y Dios nos tratará como nosotros hubiéremos tratado a nuestros semejantes.
Perdonemos, y El nos perdonará; olvidemos los agravios de nuestros hermanos y
El olvidará los nuestros.
Tengamos
tolerancia para con nuestro prójimo, paciencia, misericordia, mansedumbre, y
El, fiel a su palabra, hará otro tanto con nosotros. Es costoso sufrir así
siempre, mas ¡qué seguridad, qué consuelo poder decir que a este precio se
tiene derecho a contar con la divina misericordia! ¡Excelente ejercicio de
mortificación! Sin él, cuántas virtudes nos faltarían. Si queremos adquirir la
tolerancia mutua, la paciencia y la abnegación, ¿no son necesarias personas que
nos contraríen y que sepan hacerlo a tiempo y fuera de tiempo, y por decirlo
así, sin piedad? Creeríamos conocernos bien y abrigaríamos quizá extrañas
ilusiones, si unos y otros no viniesen en momento propicio a decirnos sin contemplación
muchas verdades.
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