Artículo 3º.- Riquezas y pobreza (continuación)
Sin un
mínimo de bienes temporales una familia no podría conservarse,
atender a sus buenas obras y proveer moderadamente el porvenir. Si lo temporal
marcha bien, el espíritu se hallará menos abrumado de cuidados, más libre para
entregarse todo a lo espiritual. Como Dios nos ha constituido sus
administradores y los dispensadores de esos
bienes,
con ellos podrá hacerse un fructuoso apostolado, puesto que al aliviar los
cuerpos se tiene ocasión de ganar las almas para Dios, a la vez que se siente
el placer de hacer dichoso a otros, porque «es mucho más agradable dar que recibir».
Tiene, pues, razón San Francisco de Sales al decir en este sentido: «que ser
rico de hecho y pobre de afecto es la gran dicha del cristiano, pues por este
medio se obtienen las comodidades de las riquezas para este mundo y el mérito
de la pobreza para el otro».
Mas,
según San Buenaventura, «la abundancia de los bienes temporales es una especie
de liga, que se adhiere al alma y la impide volar a Dios». Por consiguiente,
pone al religioso en peligro de derramarse más de lo conveniente en las cosas
de la tierra, de apegar a ella su corazón, de sacrificar más o menos la
austeridad de su vida, de ir en busca de comodidades y de entibiarse así en el
amor de Dios.
Al
seglar le expone a tentaciones más temibles, puesto que el dinero es la llave
de una vida mundana y disipada. Con las riquezas entran fácilmente la estima de
si, el deseo de ser honrado, el orgullo y la ambición; en una palabra, «puesto
que el amor de las riquezas es la raíz de todos los males», difícilmente
entrará el rico en el reino de los cielos, al menos si sólo es rico para sí
mismo y no según Dios, y con mayor razón, si a diario celebra opíparos
festines, mientras que a su puerta sufre Lázaro la necesidad.
Por
otra parte, la miseria, pesando sobre el espíritu con sus cuidados y
preocupaciones, apenas deja libertad para entregarse a Dios sólo, pues expone a
las almas todavía débiles al desaliento, a la murmuración, a la
insubordinación; y si es persistente y demasiado dura, hace la existencia, por decirlo
así, imposible.
Entre
la fortuna y la miseria háyase un grado intermedio, que el Apóstol mira como
una riqueza: es la piedad con lo necesario para vivir, o bien con esa
moderación de espíritu que se contenta con el alimento y el vestido. Hablábase
a San Francisco de Sales de la pobreza de su Obispado: «Después de todo
-respondió-, teniendo honestamente con qué alimentarnos y vestirnos, ¿no hemos
de estar contentos? Lo demás no es sino trabajo, cuidados, superfluidad... Mis
rentas bastan a mis necesidades, y lo que sobre esto hubiera, sería superfluo.
Los que tienen más, no lo tienen sino para llevar mayor ostentación; no es para
ellos, sino para servidores que comen, por lo regular sin hacer nada, los
bienes del Obispado.
Quien
menos tiene, menos cuenta tendrá que dar y menos cuidados de pensar a quién es
preciso dar, ya que el Rey de la gloria quiere ser servido y honrado con
equidad. Los que disfrutan de grandes rentas gastan a veces tanto, que al fin
del año no han conservado más que yo, si es que no se han cargado de deudas. Yo
hago consistir la principal riqueza en no deber nada.» Y de otra parte, «mi
Arzobispado me vale tanto como el Arzobispado de Toledo, porque me vale el paraíso
o el infierno».
El
mismo Santo también decía: «Hemos de vivir en este mundo como si tuviéramos el
espíritu en el cielo y el cuerpo en la tumba. La verdadera felicidad de aquí
abajo está en contentarse con lo suficiente. ¿Quién no amará la pobreza tan amada
de Nuestro Señor y de la que ha hecho la fiel compañera de toda su vida? Para
aprender a contentarse con poco, no hay sino considerar a los que son más
pobres que nosotros, porque nosotros no somos pobres, sino relativamente. Si
nos contentamos con lo necesario, rara vez seremos pobres, y si queremos todo
lo que la pasión exige, nunca seremos ricos. El secreto de enriquecernos en
poco tiempo y con poco gasto, consiste en moderar nuestros deseos, imitando a
los escultores que hacen sus obras por sustracción y no a los pintores, que las
hacen por adición.»
Es
preciso, pues, ejercitarse en el santo abandono, porque de una parte, para
evitar la miseria y llegar a la fortuna, no bastarán el trabajo, el espíritu de
orden y economía, ni la misma virtud. Dios continúa Dueño de sus bienes, los da
o los rehúsa según le place. Por otra parte, ¿sabríamos nosotros santificar la
miseria, o hacer buen uso de las riquezas? No lo sabemos; sólo Dios pudiera
decirlo. Lo mejor será, pues, ponernos en sus manos, rezando la plegaria del
Sabio: «Señor, no me deis ni la extrema pobreza ni la riqueza; concededme
solamente lo que es necesario para vivir, no sea que en mi hartura me exponga a
desconoceros y decir: ¿Quién es el Señor?, o que la necesidad me arrastre a cometer
injusticias».
Que
Dios nos conceda las riquezas, la medianía o la miseria, habrá siempre una
mezcla de su beneplácito y de su voluntad significada, y, por consiguiente,
nosotros habremos de unir la obediencia al abandono.
Si El
nos ha distribuido con largueza sus bienes, nos es necesario guardar «el
precepto del Apóstol a los ricos de este mundo, es decir, evitar el engreírnos
en nuestros pensamientos, y poner nuestra confianza en nuestras inciertas riquezas,
hacer limosna con alegría, gustar de hacer a otros partícipes de nuestros
bienes, acumular tesoros de santas obras, y de esta manera establecer un sólido
fundamento para el porvenir, a fin de llegar a la vida eterna». Esforcémonos entre
tanto, según el consejo de San Francisco de Sales, «por armonizar en nuestros
afecto la riqueza y la pobreza, teniendo a la vez un gran cuidado y un
desprecio de las cosas temporales», cuidado mayor aún que el de los mundanos
por sus bienes, porque ellos no trabajan sino por sus intereses y nosotros para
Dios; cuidado dulce, pacífico y tranquilo, como el sentimiento del deber de
donde procede. «Dios quiere en efecto que obremos así por su amor.» Juntemos a
esto el desprecio de las riquezas, «a fin de impedir que aquel cuidado se
convierta en avaricia»; vigilemos para no desear con inquietud los bienes que
aún no poseemos y para no aficionarnos a los que ya poseemos, hasta el punto de
temer vivamente perderlos; y si nos acontece llegar a perderlos, no apenarnos
con exceso: «Pues nada manifiesta tanto el afecto a la cosa perdida como el
afligirse cuando se pierde.» «Cuando se presentaren inconvenientes que nos empobrezcan
en poco o en mucho, como sucede en las tempestades, los incendios, las
inundaciones, la sequía, los robos, los procesos, entonces es la verdadera
ocasión de practicar la pobreza, recibiendo con dulzura esta disminución de los
bienes y acomodándonos paciente y constantemente a este empobrecimiento. Por
muy rico que sea uno, ocurre con frecuencia padecer necesidad de alguna cosa.
Aprovechad, Filotea, estas ocasiones, aceptadlas con ánimo varonil, sufridlas
alegremente.» «Si, pues, os veis privados de remedios en vuestras enfermedades
o de fuego durante el invierno, o también de alimento o de vestido, decid: Dios
mío, Vos me bastáis, y conservaos en paz.»
«Si
realmente sois pobre, muy amada Filotea, sedlo además de espíritu, haced de la
necesidad virtud, y emplead esta piedra preciosa de la pobreza para lo que
vale. Su brillo no se descubre en este mundo, a pesar de estar tan a la vista y
de ser tan bello y rico. Tened paciencia, que estáis en buena compañía: Nuestro
Señor, Nuestra Señora, los Apóstoles, tantos santos y santas han sido pobres. y
pudiendo ser ricos han despreciado el serlo... Abrazad, pues, la pobreza como
la dulce amiga de Jesucristo, pues El nació, vivió y murió en la pobreza que
fue la nodriza de toda su vida.»
La
venerable María Magdalena Postel, reducida a refugiarse en un establo con su
pequeña Comunidad, rebosaba de gozo y decía: «Sí, hijas mías, estoy contenta, porque
ahora nos parecemos más a Nuestro Señor, que en su Nacimiento no fue recibido
ni en un palacio real, ni en palacio suntuoso, sino en el pesebre de Belén.» Y
algún tiempo después añadía: «Temo las riquezas para las Comunidades.
No
deseemos sino lo estrictamente necesario, y aun esto es preciso ganarlo con el
trabajo de nuestras manos. Trabajad como si os propusierais llegar a ser ricos;
mas desead y pedid permanecer siempre pobres. La pobreza y la humildad deben ser
la base da la Congregación que Dios me ha llamado a fundar, y el día en que se
pierda el espíritu de pobreza, aquélla perecerá.»
San
José es un admirable modelo de abandono a la Providencia en la necesidad. «Dios
quiere que sea siempre pobre, lo que constituye una de las más fuertes pruebas
que nos pueden sobrevenir. El se somete amorosamente y durante toda su vida. Su
pobreza fue una pobreza despreciada, abandonada y menesterosa. La pobreza
voluntaria de que los religiosos hacen profesión es muy amable, tanto más
cuanto que no impide que reciban lo necesario, privándoles únicamente de lo
superfluo. Mas la pobreza de San José, de Nuestro Señor y de la Santísima
Virgen no era de tal naturaleza, pues aunque era voluntaria, en cuanto a que la
amaban con cariño, no dejaba, sin embargo, de ser abyecta, abandonada,
despreciada. Todos consideraban a este gran Santo como a un pobre carpintero,
quien sin duda no podía trabajar tanto que no le faltasen muchas cosas
necesarias por más que se esforzaba cuanto le era posible, con un afecto que no
tiene igual, por el mantenimiento de su familia. Después de esto, sometíase
humildemente a la voluntad de Dios, para continuar en su pobreza y abyección,
sin dejarse en manera alguna vencer ni abatir por el disgusto interior, que seguramente
había de hacer tentativas para turbarle.»
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