Una de
las pruebas más fuertes es la pérdida de los seres queridos.
Después de la muerte de su madre, el dulce Obispo de Ginebra escribe a Santa
Juana de Chantal: «¿No es preciso en todo y por todo adorar esta suprema
Providencia, cuyos consejos son santos, buenos y amables? He aquí que ha sido
de su agrado retirar de este miserable mundo a nuestra muy querida madre para
tenerla, como lo espero, cerca de Si, y a su derecha. Confesemos que Dios es
bueno y eterna su misericordia. Todas sus voluntades son justas; todos sus
decretos, equitativos, su beneplácito es siempre santo y sus decisiones, muy
dignas de amor.» Como hijo amante, experimentó con esta muerte un dolor
vivísimo, pero tranquilo; no osaría manifestar descontento ni aun lamentarse
porque es Dios quien ha descargado ese golpe. Después de la muerte de su
hermana, escribe a Santa Juana de Chantal, muy afligida con tal motivo:
«Menester es no sólo aceptar el que Dios
nos hiera, sino también conviene conformarse en lo que haga en la parte que sea
de su agrado. Es preciso dejar a Dios la elección, porque le pertenece...
¡Jesús, Señor mío!, sin reserva, sin condiciones, sin peros, sin excepción, sin
limitación, hágase vuestra voluntad acerca del padre, de la madre, de la hija,
en todo y por todo. Y no digo que no se haya de rogar y desear su salud, pero
decir a Dios: "dejad esto y tomad aquello", en manera alguna
conviene, hija mía, tal lenguaje... Tenéis cuatro hijos, un suegro, un hermano
muy amado, además un padre espiritual, todo esto es muy querido y con razón,
porque Dios lo quiere. ¡Bien! Si Dios os arrebatara todo esto, ¿no tendríais lo
suficiente con poseer a Dios? ¿No pensáis así? Aunque nada poseyéramos fuera de
Dios, ¿no sería esto mucho?» Por una parte, la muerte es tan sólo una breve
separación. Un fin dichoso después de una santa vida y la eterna reunión cerca
de Dios, ¿no es lo esencial? ¿Y no sabe Dios mejor que nadie el tiempo y el modo
más favorable ya para nosotros, ya para los nuestros? «Que se viertan algunas
lágrimas en la muerte de un pariente, de un amigo -dice San Alfonso-, es una
debilidad perdonable, mas abandonarse a toda la vehemencia del dolor, es falta
de virtud, falta de amor de Dios. Esto no es decir que las buenas religiosas no
sientan la pérdida de los parientes y de ciertas personas particularmente
estimadas, pero piensan: Así lo quiere Dios, y se van resignadas y tranquilas a
suplicar por estas almas queridas, multiplicando oraciones y comuniones, a fin
de unirse más estrechamente a Dios, y de consolarse con la santa esperanza de
volver a encontrar un día a todos reunidos en el Cielo.»
San
Bernardo perdió a uno de sus hermanos. «Resistía -nos dice- a los sentimientos
de mi corazón con todas las fuerzas de mi fe, representándome que la muerte es
el tributo a la naturaleza, la deuda universal, la necesidad de nuestra condición,
la orden del Todopoderoso, la decisión del justo Juez, el azote del Dios
terrible, y finalmente el beneplácito del Señor. Pude imponerme a mis lágrimas,
mas no a mi dolor, que cuanto más lo comprimía dentro, más violento se hacía; y
declaro que fui vencido. Vosotros sabéis cuán justo es mi dolor, qué fiel
compañero era aquel que me ha sido arrebatado, hasta qué extremo era vigilante,
laborioso, dulce y agradable. ¿Quién me amó como él? ¿Quién me fue tan necesario?
Era yo débil de cuerpo y él me llevaba y animaba, perezoso y negligente y él me
excitaba, olvidadizo y sin previsión y él me advertía. Menos unidos estábamos
por los lazos de la sangre que por el parentesco del espíritu, la armonía de sentimientos
y la conformidad de carácter.
Nuestras
almas no formaban sino una sola, y un mismo golpe las ha herido, enviando una
mitad al cielo y dejando la otra en la tierra. Y mi Gerardo ¡era tanto para mí!
... hermano mío por la sangre, hijo mío por la profesión, mi padre por su
piadosa solicitud, un otro yo por el espíritu, mi íntimo por el cariño. Me ha
dejado, y siento el golpe, herido como estoy hasta el fondo del alma. Lloro,
pero no dirijo reconvención alguna a la mano que me ha herido. Mis palabras
están llenas de dolor, mas no de murmuración, reconociendo que una misma
sentencia ha castigado al uno y coronado al otro, a cada cual según su mérito;
el Señor dulce y justo ha hecho misericordia a Gerardo su servidor, y a mí me
ha hecho sentir el peso de su justicia.
Señor,
vos me disteis a Gerardo, Vos me lo habéis quitado. Lloro porque me ha sido
arrebatado, pero no olvido que de Vos lo había recibido y os doy gracias por
haber podido disfrutar de él. Habéis reclamado vuestro depósito y tomado lo que
era vuestro. Mis lágrimas ponen fin a mi discurso; poner, Señor, medida y fin a
mis lágrimas.»
Artículo 3º.- Riquezas y pobreza
«Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Y San
Francisco de Sales añade: «Desdichados, pues, los ricos de espíritu, porque a
ellos pertenece la miseria del infierno. Rico de espíritu es aquel que tiene
las riquezas en su espíritu o su espíritu en las riquezas.
Pobre
de espíritu es aquel que no tiene ningún género de riquezas en su espíritu, ni
su espíritu en las riquezas. Los halcones hacen su nido como una pelota, y no
dejan sino una pequeña abertura en su parte superior; los construyen a la orilla
del mar, y además los hacen tan firmes e impenetrables que aun pasándoles las
olas por encima, jamás el agua ha podido penetrar en ellos, mas sobrenadando
siempre permanecen en el mar, sobre el mar y dueños del mar. Así debe ser,
amada Filotea, vuestro corazón, abierto solamente hacia el cielo, impenetrable
a las riquezas y a las cosas caducas; si las poseéis, conservad vuestro corazón
libre de afición a ellas; que se mantenga siempre en alto y que en medio de las
riquezas permanezca sin riqueza y dueño de las riquezas. No, no coloquéis este
espíritu celestial en los bienes terrestres, haced que les supere, que esté
sobre ellos, y no en ellos.» Así queda descrita la pobreza afectiva, la cual
ofrece una variedad de grados desde la simple resignación en la miseria o
desapego en la posesión, hasta el amor apasionado de San Francisco de Asís, por
su Señora la Pobreza. Cuando esta pobreza alcanza una elevada perfección es la bienaventuranza
alabada por nuestro Señor. La pobreza afectiva es necesario pedirla de una
manera absoluta y procurarla con asiduidad en la fortuna y en la miseria, por
ser el fin que hemos de proponernos alcanzar, ya que según la observación de
San Bernardo, «no es la pobreza reputada por virtud, sino el amor de la
pobreza». Las riquezas, por el contrario, lo mismo que la pobreza afectiva, son
uno de los principales objetos del Santo Abandono.
Sin un
mínimo de bienes temporales una familia no podría conservarse, atender a sus
buenas obras y proveer moderadamente el porvenir. Si lo temporal marcha bien,
el espíritu se hallará menos abrumado de cuidados, más libre para entregarse
todo a lo espiritual. Como Dios nos ha constituido sus administradores y los
dispensadores de esos bienes, con ellos podrá hacerse un fructuoso apostolado, puesto
que al aliviar los cuerpos se tiene ocasión de ganar las almas para Dios, a la
vez que se siente el placer de hacer dichoso a otros, porque «es mucho más
agradable dar que recibir». Tiene, pues, razón San Francisco de Sales al decir
en este sentido: «que ser rico de hecho y pobre de afecto es la gran dicha del
cristiano, pues por este medio se obtienen las comodidades de las riquezas para
este mundo y el mérito de la pobreza para el otro».
Mas,
según San Buenaventura, «la abundancia de los bienes temporales es una especie
de liga, que se adhiere al alma y la impide volar a Dios». Por consiguiente,
pone al religioso en peligro de derramarse más de lo conveniente en las cosas
de la tierra, de apegar a ella su corazón, de sacrificar más o menos la
austeridad de su vida, de ir en busca de comodidades y de entibiarse así en el
amor de Dios.
Al
seglar le expone a tentaciones más temibles, puesto que el dinero es la llave
de una vida mundana y disipada. Con las riquezas entran fácilmente la estima de
si, el deseo de ser honrado, el orgullo y la ambición; en una palabra, «puesto
que el amor de las riquezas es la raíz de todos los males», difícilmente
entrará el rico en el reino de los cielos, al menos si sólo es rico para sí
mismo y no según Dios, y con mayor razón, si a diario celebra opíparos
festines, mientras que a su puerta sufre Lázaro la necesidad.
Por
otra parte, la miseria, pesando sobre el espíritu con sus cuidados y
preocupaciones, apenas deja libertad para entregarse a Dios sólo, pues expone a
las almas todavía débiles al desaliento, a la murmuración, a la
insubordinación; y si es persistente y demasiado dura, hace la existencia, por decirlo
así, imposible.
Entre
la fortuna y la miseria háyase un grado intermedio, que el Apóstol mira como
una riqueza: es la piedad con lo necesario para vivir, o bien con esa
moderación de espíritu que se contenta con el alimento y el vestido. Hablábase
a San Francisco de Sales de la pobreza de su Obispado: «Después de todo
-respondió-, teniendo honestamente con qué alimentarnos y vestirnos, ¿no hemos
de estar contentos? Lo demás no es sino trabajo, cuidados, superfluidad... Mis
rentas bastan a mis necesidades, y lo que sobre esto hubiera, sería superfluo.
Los que tienen más, no lo tienen sino para llevar mayor ostentación; no es para
ellos, sino para servidores que comen, por lo regular sin hacer nada, los
bienes del Obispado.
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