La
adversidad nos abre un camino más seguro. Dios, que
es amigo constante y solícito, nos quita la prosperidad que nos
perjudicaría, emplea la espada de la adversidad para cortar los afectos rivales
de su santo amor; unas veces por la privación, otras por el sufrimiento nos
aparta más pronto y seguramente del placer, arranca nuestro espíritu y corazón
de esta tierra y los atrae hacia las riberas eternas. Es la mejor escuela del
desasimiento, y también un purgatorio anticipado menos terrible que el de la otra
vida, eficacísimo, sin embargo; porque Dios no castigará dos veces la misma
falta. Después de habernos purificado en el horno del sufrimiento, como el oro
en el crisol, nos hallará dignos de sí y nos recibirá como víctimas de
holocausto.
La
adversidad es una mina de oro de donde se pueden sacar las más sublimes
virtudes y méritos inagotables. El P. Jerónimo Natalis preguntaba un día a San
Ignacio: «¿Cuál es el camino más corto y más seguro para llegar a la perfección
y al cielo?» El santo le respondió: «Sufrir muchas adversidades grandes por
amor de Jesucristo.» Una gran adversidad nos lleva al cielo, pero muchas nos
llevan a él más pronto y más lejos; porque, para los hombres de fe, según el P.
Baltasar Álvarez, «los sufrimientos son como caballos de posta que Dios envía
para atraerlos más prontamente a sí, o como una escala que les ofrece para
elevarse a virtudes más eminentes... Considérese el dolor de un propietario
cuando una terrible granizada viene a destruir su viña, pero si los granizos
fueran de oro, ¿sería razonable su aflicción? Pues oro son los desprecios y
demás aflicciones que caen como granizo sobre un alma que en verdad es
paciente. Lo que gana vale infinitamente más que lo que pierde. El cielo es el
reino de los tentados, de los afligidos, de los despreciados».
La
adversidad es el camino más corto para la santidad.
Según
Santa Catalina de Génova las injurias, los desprecios, las enfermedades, la
pobreza, las tentaciones y todas las demás contrariedades nos son
indispensables para sujetar por completo nuestras torcidas inclinaciones, y el
desarreglo de nuestras pasiones; es el medio de que el Señor se vale para
disponemos a la unión divina, y según San Ignacio, «no hay madera más a
propósito para producir y conservar el amor de Dios que la madera de la cruz».
San Alfonso añade: « La ciencia de los Santos consiste en sufrir constantemente
por Jesucristo, y éste es el medio de santificarse pronto». Los favores con que
el Señor ha beneficiado a sus amigos, los hechos extraordinarios que les han dado
celebridad, son quizá lo que más impresiona en su vida, pero sin motivo alguno.
Lo que sí debiéramos señalar son las debilidades, las sequedades, las
desolaciones, las persecuciones de todo género que Dios les ha prodigado, y su
inalterable paciencia en este dilatado martirio, pues por este medio han
llegado a ser santos. Como amantes generosos del divino Maestro, han deseado
ser como El pobres, sufridos, despreciados. Dios Padre los ha crucificado con
su Hijo tiernamente amado, y los más amantes han sido los más probados, siendo
hacia el fin de su vida, época de su más elevada perfección, cuando de
ordinario más han sufrido. «Porque eran agradables a Dios, fue necesario que la
tentación los probara». La tribulación ha sido, por decirlo así, la recompensa
de sus trabajos pasados a la vez que la consumación de su santidad.
Nadie
hay que no haya vivido sobre la cruz, ni uno que no se haya alegrado de sufrir
en ella con su adorado Maestro.
Todos,
como Nuestro Padre San Benito, han preferido «padecer los desprecios del mundo
a recibir sus alabanzas, y a agotarse con trabajos más bien que ser colmados de
los favores del siglo». El bienaventurado Susón, cuando por excepción
disfrutaba una tregua en sus continuas pruebas, lamentábase ante las
religiosas, sus hijas espirituales: «Temo mucho ir por mal camino, porque hace
ya cuatro semanas que no he recibido ataques de nadie; tengo miedo de si Dios
no pensará ya en mí». Apenas acababa de hablar cuando se le viene a anunciar
que personas poderosas han jurado su perdición. A esta noticia no pudo menos
que experimentar inmediatamente un movimiento de terror. «Desearía saber por
qué he merecido la muerte. - Es por las conversiones que obráis. - ¡Entonces!
¡Sea Dios bendito! » Vuelve lleno de gozo a la reja: «Animo, hermanas mías, que
Dios ha pensado en mí y aún no me ha olvidado». Nosotros decimos en nuestras
pruebas: Basta, Dios mío, basta. La venerable María Magdalena Postel, por el
contrario, repetía sin cesar: «Aún más, Señor, aún más; ven, cruz, que te
abrazo. ¡Dios mío, bendito seáis! Vos no nos humilláis sino para elevarnos
más».
En una
circunstancia muy penosa, Santa Teresa del Niño Jesús escribía a su hermana: «
¡Cuánto nos ama Jesús, pues que nos envía dolor tan grande! La eternidad no
será bastante larga para bendecirlo por ello. Nos colma de sus favores como
colmaba a los grandes Santos... El sufrimiento y la humillación son el único
camino que forma los Santos. Nuestra prueba es una ruina de oro que es preciso
explotar. Ofrezcamos nuestro sufrimiento a Jesús para salvar las almas» De todo
esto concluyamos con San Alfonso: «Algunas personas se imaginan que son amadas
de Dios, cuando prosperan en todo y no tienen nada que sufrir. Pero se engañan,
porque Dios prueba la fidelidad de sus servidores, y separa la paja del grano
por la adversidad y no por la prosperidad: el que en las penas se humilla y se
resigna con la voluntad de Dios, es el grano destinado al Paraíso, y el que se
enorgullece, se impacienta, y por fin abandona a Dios, es la paja destinada al
infierno. El que lleva su cruz con paciencia, se salva; el que la lleva con
impaciencia, se pierde». Dos fueron los crucificados a cada lado de Jesús, y la
misma pena hizo, del uno, un santo y, del otro, un réprobo.
¡Ojalá
que tomáramos nuestras cruces, no sólo con paciencia y resignación, sino aun
con amor y confianza filial! Dos cosas nos ayudarán especialmente a
conseguirlo: el espíritu de fe y la humildad. Por poco que se escuche a la
naturaleza, retrocederá siempre ante la adversidad; mas impóngasele silencio para
no considerar sino a Dios, y pronto diremos con el Rey Profeta: «Me he callado,
Señor, y no he abierto mi boca, porque sois Vos quien lo ha hecho todo». El
orgulloso cree con facilidad que no se le hace justicia, y los caminos de Dios,
cuando son dolorosos, le espantan y desconciertan. El humilde, por el
contrario, penetrado por un vivo sentimiento de sus miserias y de sus faltas,
bendecirá a Dios hasta en sus rigores: «Adoro, Señor, la equidad de vuestros
juicios y hasta me hacéis gracia y yo alabo vuestras misericordias, pues estáis
lejos de castigarme tanto como he merecido. Y además, me es necesario el
remedio del sufrimiento, y las penas que me enviáis son precisamente las que
mejor responden a mis necesidades».
Artículo 2º.- Calamidades públicas y privadas
Debemos
conformarnos con la voluntad de Dios en las calamidades públicas, tales como la
guerra, la peste, el hambre, y todos los azotes de la divina Justicia. Otro
tanto es preciso hacer cuando la desgracia viene a caer sobre nosotros
personalmente o sobre los nuestros. El gran secreto para conseguirlo, es mirar
todas las cosas con los ojos de la Fe, adorar los juicios del Altísimo con
corazón contrito y humillado, y sean cualesquiera los azotes que nos hieran,
persuadirnos bien de que la Providencia, infinitamente sabia y paternal, no se
determinaría a enviarlos ni a permitirlos, si no fueran en sus manos los
instrumentos de renovación y de salvación para los pueblos o para las almas.
«Así es como ella conduce al cielo por el camino del sufrimiento a una multitud
de personas que se perderían siguiendo otra dirección. ¡Cuántos pecadores,
llamados a Dios por el duro camino de la aflicción, renuncian a sus antiguas
iniquidades y mueren en los sentimientos de un verdadero arrepentimiento!
¡Cuántos cristianos ocuparán un día un puesto glorioso en el cielo, que sin
esta saludable prueba, hubieran gemido eternamente en las llamas del infierno!
Lo que nosotros llamamos calamidad y castigo es frecuentemente una gracia de
primer orden, una prueba brillante de misericordia. Acostumbrémonos a no
considerar las cosas sino desde estos magníficos puntos de vista de la Fe, y
nada de lo que sucede en este mundo nos escandalizará, nada alterará la paz de
nuestra alma y su confiada sumisión a la Providencia. Más entremos en algunos
pormenores,
comenzando por las desgracias públicas.
I. Es
fácil ver la mano de la Providencia en la peste, el hambre, las inundaciones,
la tempestad y demás calamidades de este género, porque los elementos
insensibles obedecen a su autoridad sin resistirla jamás. Pero, ¿cómo verla en
la persecución con su malignidad satánica, o en la guerra con sus furores? Y
allí está, sin embargo, como dejamos ya dicho.
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