Nuestro Señor nos lo hace repetir en la oración dominical y la Iglesia en su Liturgia. Más Dios no ha prometido
escuchar siempre este género de peticiones, y nosotros sólo podemos formularlas
bajo condición de que tal sea la voluntad divina.
Aun
cuando temiéramos perder la paciencia, nos bastaría manifestar a Dios esta
alternativa, o que disminuya la carga o que aumente las fuerzas. Lo que sí
convendrá pedir siempre y de una manera absoluta, es el espíritu de fe, la
paciencia y las demás disposiciones que convienen al tiempo de la prueba, y en
tanto que ésta dure, indudablemente Dios quiere que practiquemos estas
virtudes, ya que es éste precisamente el fin que se propone al enviárnosla.
Los
bienes y los males temporales no son, pues, sino bienes o males relativos. De
unos y de otros puede hacerse el uso más acertado o el más desgraciado abuso.
¿Seremos tan juiciosos que nos sirvamos de ellos para despegarnos de la tierra
y aficionamos solamente a los bienes del cielo? « ¿Pasaremos por los bienes
temporales de suerte que no perdamos los eternos?» ¿No llegaremos a ser del
número de los insensatos que se olvidan de Dios en la fortuna próspera y murmuran
de Él en la adversidad? Nada podemos asegurar, pues sólo Dios lo sabe. A
propósito de los bienes y males temporales, tendremos diversos deberes que
cumplir, y el primero será siempre la conformidad con
la voluntad divina.
Quiera
Dios que la nuestra sea, no la simple resignación, sino el Santo Abandono, es
decir, una total indiferencia por virtud, la espera
general y pacífica antes de los acontecimientos, y en cuanto el beneplácito
divino se haya declarado, una sumisión amorosa, confiada y filial. Dirigiremos
una rápida ojeada sobre las situaciones comunes a todos los hombres, ya sean
del claustro, ya del mundo. Sin embargo, los consejos que daremos para
determinados casos, podrá cada cual extenderlos a otros análogos, según los
deberes de su estado.
Y con
objeto de poner un poco de orden en materia tan compleja, examinaremos uno por uno los bienes y los males del orden
temporal que están fuera de nosotros, los que tienen su asiento en nosotros, en
el cuerpo o en el espíritu, y los que dependen de la opinión de los demás.
Antes, empero, hemos de decir una palabra sobre los bienes y los males
naturales que no pertenecen ni a nosotros ni a nadie, y que es preciso sufrir
de buen grado o por fuerza. Cedamos la palabra al P. Saint-Jure: «Debemos conformar nuestra voluntad con la de Dios en las
cosas naturales que están fuera de nosotros: el calor, el frío, la
lluvia, el granizo, las tempestades, el trueno, el relámpago, la peste, el
hambre y finalmente todas las influencias del aire y el desorden de los
elementos. Debemos aceptar todos los tiempos que Dios nos envía, y no
soportarlos impacientes y airados, como es costumbre cuando nos son contrarios.
No conviene decir: ¡Qué mal tan desesperante y desgraciado, y servirnos de
expresiones que manifiesten la contradicción y el descontento de nuestros
espíritus. Debemos querer el tiempo como es, puesto que Dios lo ha hecho, y decir
en esta incomodidad, con los tres muchachos del horno de Babilonia: "Frío,
calor, hielo y nieve, rayos y nubes, bendecid al Señor, alabadle y ensalzadle
para siempre". Estas criaturas lo hacen sin cesar obedeciendo a Dios y
cumpliendo su santísima voluntad, pues con ellas hemos de bendecirle y glorificarle
nosotros por el mismo medio. Debiéramos pensar, a fin de ahogar estos
movimientos injustos y estas expresiones desordenadas, que si este tiempo nos
es incómodo, a otros les es cómodo; que si no es bueno para la parte, es útil
al todo; que si estorba nuestros planes, favorecerá los del vecino, y cuando
así no fuera, ¿no nos basta que sea siempre bueno para la gloria de Dios, ya
que es según su voluntad y en ello tiene El sus complacencias?
3. EL ABANDONO EN LOS BIENES Y EN LOS MALES EXTERIORES
Artículo
1º.- La prosperidad y la adversidad Comenzamos
por lo que es más general, la adversidad o la prosperidad, tanto para nosotros
como para los que nos son queridos (familia, comunidad, etc.).
Se
puede hacer un buen uso de la prosperidad y de la adversidad, y se puede abusar
de ellas. ¿Seremos del número de los sabios o de los necios? ¿Querrá Dios
hacernos pasar por buena o por mala fortuna? ¿Tendrá intención de retenernos
mucho tiempo sobre la cruz? Nada sabemos, y, por consiguiente, el partido más acertado es establecernos en la santa indiferencia,
esperar en paz el divino beneplácito aceptado con amorosa confianza, y sacar de
él todo el provecho posible.
A la
luz de una fe viva, la prosperidad se nos presentará como una sonrisa perpetua
de la Providencia, y por lo mismo abriremos gustosos nuestro corazón al
reconocimiento, al amor, a la confianza para con nuestro Padre Celestial. Cada nueva
prenda de su afecto hará brotar de nuestros labios un gracias sincero. Con ella
aliviaremos a nuestros hermanos menos afortunados, llevándolos así a bendecir
con nosotros al Autor de todos los bienes. Mas desgraciadamente tiene razón San
Francisco cuando dice: «La prosperidad tiene atractivos
que encantan los sentidos y adormecen la razón; imperceptiblemente nos hace
cambiar, de suerte que nos aficionamos a los dones, olvidando al Bienhechor.»
Y hasta nos hace descender, por decirlo así, y sin darnos cuenta, hacia una
vida menos austera, en busca de nuestras comodidades, por los senderos de
relajación. Se verá quizá, y no sin asombro, que algunos hacen profesión de
vivir unidos a Jesucristo en la cruz y, sin embargo, andan ansiosos de la prosperidad,
ávidos de procurarse los bienes de la tierra, ardientes por fijar en ellos su
corazón, presurosos en recurrir a Dios cuando la espina de la adversidad llega
a punzarles, impacientes por librarse de ella. Y, sin embargo, el Evangelio no pone la bienaventuranza cristiana sino en la
pobreza, en los desprecios, el dolor, las lágrimas, las persecuciones;
la misma filosofía nos enseña que la prosperidad es la madrastra de la
verdadera virtud y la adversidad su madre. Con harta frecuencia el estado de
prosperidad habitual es un lazo, y recordando que ella no ha sonreído de esta
manera a Nuestro Señor y a los santos, el verdadero espiritual concluirá por inquietarse
y deseará no gozar tanto de este mundo; sólo una cosa le dará seguridad: estar en manos de Dios y sentirse bajo su mirada.
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