Es
porque el amor, en efecto, no vive tan sólo de lo
que recibe; vive aún más de lo que da; su mejor alimento será siempre el
sacrificio. Así acontece hasta en las cosas humanas: el hijo que ha costado más
dolores y lágrimas a su madre, ¿no será por ventura
el más amado? De la misma manera el alma se une a Dios en la medida en
que sabe abnegarse por Él; la unión de corazón y de voluntad, cimentada por el
hábito del sacrificio, será siempre la más sólida, y por decirlo así,
inquebrantable. Más, ¿sobreviviría la que ha nacido
de las suavidades del amor? Quizá. Pero hay necesidad de que la prueba
venga a reforzarla y mostrar lo que vale. Cuando Dios nos prodiga inefables
ternuras y nos acaricia amorosamente como un padre que estrecha a su hijo contra
su corazón, nuestra alma emocionada, anhelante, enloquecida, sale de sí misma,
se da por entero y se entrega con sinceridad. Mas
el amor propio está muy lejos de morir definitivamente y hasta puede hallar su
más delicado alimento en las dulzuras de esas emociones. Para completar
la obra de las divinas ternuras, para robustecer la debilidad de la naturaleza
y el reinado de la santa dilección, será, pues, imprescindible la acción lenta
y dolorosa de la prueba bien aceptada. Dejémonos
crucificar de buena gana: en el Calvario fue dada a luz nuestra alma y en la
cruz hallará siempre la vida. El dolor es, pues, el alimento necesario
del santo amor y por cierto muy sustancial. Un alma iluminada lo declara así: tanto
más experimenta un alma que Dios se le comunica y le abraza, cuanto la favorece
más el Señor, permitiendo que sea humillada y que reconozca su incapacidad y
que sienta su inutilidad. «El amor divino crece en
el dolor. Cuando éste es más punzante, tanto más vivos son los ardores del
santo amor. Cuanto más pesa la tristeza sobre un alma, tanto más siente las
llamas del divino amor, y su corazón deja escapar palabras de fuego.»
Nuestro Señor le pondrá frecuentemente en la imposibilidad de comulgar a causa
de enfermedad, pero El compensará esta privación del pan eucarístico, partiendo
en mayor abundancia el pan de la tribulación. En una palabra, «el dolor es el pan sustancial de que Jesús quiere
alimentarla»; ella lo entiende así y pide tan sólo que no se harte jamás
de este manjar divino. Este es el lenguaje de todas las almas grandes, que por
alcanzar la unión tan deseada con el Dios de su corazón, atravesarían el fuego
y el hielo, sin que esto quiera decir que son insensibles al dolor.
Mas el
amor dulcifica el padecimiento, y hasta lo busca y desea. «¡Cuántas crucecitas encuentro cada día!, decía un alma
ardiente. Amo esas cruces, aun cuando me causan mucho dolor, porque si no lo
sintiera me parecería que no amo. Si no padeciera, amando tantísimo a mi Dios,
no sería feliz y me creería juguete del demonio.» La venerable María Magdalena
Postel dice: «Cuando se ama, no hay trabajo para el
que ama, pues es tanta la dicha que se halla en padecer por el objeto amado.» Y
San Francisco de Sales nos revelará el secreto de este heroísmo: Ved las aflicciones en sí mismas, son pavorosas, vedlas
en la voluntad divina, son amores y delicias. Si miramos las aflicciones
fuera de la voluntad de Dios, tienen su amargura natural; mas considéreselas en
este beneplácito eterno y son todo oro, amables y preciosas, mucho más de lo
que puede decirse. Las medicinas desagradables ofrecidas por una mano cariñosa
las recibimos con alegría, sobreponiéndose el amor a la repugnancia. La mano
del Señor es igualmente amable, ya distribuya aflicciones, ya nos colme de
consolaciones. El corazón verdaderamente amante,
ama aún más el beneplácito de Dios en la cruz, en las penas y en los trabajos,
porque la principal virtud del amor consiste en hacer sufrir al amante por la
cosa amada.»
En
fin, el amor justifica la Providencia y la aprueba en todos sus caminos. El
Hijo de Dios cree a su Padre celestial, le adora, confía en El, pero sobre todo
le ama, y amándole tiene gusto para todo cuanto viene de Él, aun cuando su divina Providencia fuere en apariencia dura
y severa. De esta manera su amor filial recibe con escrupuloso respeto
todo cuando es enviado del cielo. San Francisco de Sales no miraba bien que uno
se quejase del tiempo: ¡hace mal tiempo, hace mucho
frío, qué calor! «semejantes reflexiones –decíanos convienen a un hijo de la
Providencia que siempre ha de bendecir la mano de su Padre». El amor
divino obra de la misma manera cuando intervienen las causas segundas y la malicia
humana: por encima de los hombres y de los acontecimientos ve a su Amado, al
Dios de su corazón, y con amor filial, con respecto inalterable besa la mano
que le está hiriendo.
5. AMOR DE NUESTRO SEÑOR
En
este camino del amor y del abandono, Nuestro Señor Jesucristo posee singular
atractivo para cautivar las voluntades y arrebatar los corazones. Siendo Dios,
como el Padre y como el Espíritu Santo, se ha hecho hombre como nosotros; es
Dios, que ha llegado a ser nuestro hermano, nuestro amigo, el Esposo de
nuestras almas; Dios maravillosamente puesto a nuestro alcance, Dios revestido
de incomparable encanto para nosotros. La Santa Humanidad es la puerta que nos
convenía para penetrar en los secretos de la Divinidad; y ofrece a nuestro
pensamiento un precioso apoyo, a nuestro corazón un delicioso atractivo, a
nuestra voluntad un modelo proporcionado. Jesús es
el Salvador, a quien todo se lo debemos; Cabeza que nos comunica la vida.
Camino que debemos seguir, y Guía que va delante de nosotros, Viático que
sostiene nuestras fuerzas, término que debemos esperar, único galardón a que
aspiramos. Es para nosotros alfa y omega, principio y fin.
A
excepción de los atractivos de la gracia que siempre hay que respetar, nunca se
encomendará bastante a las almas piadosas que nada antepongan a Nuestro Señor
en sus devociones. La práctica más recomendada por los Maestros de piedad es la de seguirle principalmente al Calvario y al altar.
Muchos, sin embargo, prefieren honrar su Sagrado Corazón o su santísima
Infancia. Lo esencial es que se tenga muy a menudo
a Jesús a la vista para contemplarle, en el corazón para amarle, en la voluntad
para conocerle e imitarle.
Después,
que cada cual siga su atractivo y busque al buen Maestro allí donde con más
facilidad le encuentre. En cualquiera de sus misterios hay todo lo que se
precisa para satisfacer las aspiraciones y las necesidades más variadas; es siempre
la víctima voluntaria que se dirige al sacrificio, el
Esposo que nos invita al sufrimiento, su vida entera no ha sido sino
cruz y martirio.
Jesús
Niño, por no hablar sino de Él, tiene la mano tan fuerte como dulce, y es lo
suficiente sabio para no perjudicar a sus amigos. Un día, «durante la Santa
Misa, se presenta a una religiosa con una multitud de cruces en sus manos. Las había
de todos los tamaños, pero sobre todo pequeñas, y eran tan numerosas que apenas
las podía sostener, y la dijo graciosamente: ¿Me quieres con todo mi cortejo?
(Su cortejo eran las cruces.) ¡Oh!, sí, amable y gracioso Niño -díjole ella-, os
quiero con todo vuestro cortejo. Venid, que os quiero acoger».
Santa
Teresita del Niño Jesús se había ofrecido a su dulce Amigo, «para ser no su pequeño juguete de valor que los niños se
contentan con mirar, sin atreverse a tocarlo, sino como una pelotita de escaso
precio, que pudiera arrojar al suelo, empujar con el pie, rasgar, arrinconar, o
bien estrecharla contra su corazón, si tal fuese su gusto». En una palabra,
quería divertir al Niño Jesús y entregarse a sus caprichos infantiles. El
escuchó su petición y no tardó en romper el pequeño juguete, «queriendo sin duda ver lo que contenía dentro».
Imposible describir en términos más graciosos una ruda crucifixión, una
verdadera muerte a sí misma, bastando la dulce mano del Niño Jesús para esta forzada
labor.
La
Pasión es el atractivo más general; éste fue el de Nuestro Padre San Bernardo.
«Desde el principio de mi conversión -dice-, a fin de suplir los méritos que a
mí me faltaban, puse sobre mi corazón un hacecito
de mirra, formado de todas las ansiedades y amarguras de mi Salvador. En él coloqué
las privaciones de su infancia, los trabajos de su predicación, las fatigas de
sus viajes, sus vigilias en la oración, sus tentaciones y sus ayunos, sus
lágrimas de compasión, los lazos tendidos a sus palabras, las traiciones de los
falsos hermanos, los clamores, las bofetadas, los sarcasmos, las injurias, los
clavos, todos los tormentos que cuenta el Evangelio y que El padeció en tan
crecido número por nuestra salvación... Nadie podrá arrebatarme este
hacecito, que siempre conservaré sobre mi corazón. Estoy persuadido de que la
sabiduría consiste en meditar estas cosas; y en esto he cifrado la perfección de la justicia, la
plenitud de la ciencia, las riquezas de la salvación, la abundancia de los
méritos. De ahí me viene la suave unción de la consolación. Esto es lo que me levanta
en la adversidad, lo que me sostiene en la prosperidad, lo que en las alegrías
y tristezas de la vida me conduce con seguridad por el camino real, y lo que
aparta los males que de una y otra parte me amenazan... Por esto, tengo con
frecuencia estas cosas en mi boca, y vosotros lo sabéis; Dios sabe que las
tengo siempre en mi corazón, es evidente que de ellas están llenos mis
escritos. No hay para mí más sublime filosofía aquí abajo que la de conocer a
Jesús y a Jesús Crucificado.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario