Desde
finales de julio, el presidente de Estados Unidos ha estado dando la impresión
de ser un bravucón que pone la paz mundial en peligro con sus declaraciones
imprudentes. Este artículo muestra que, mientras hace esas intervenciones
perentorias, Donald Trump, mantiene discretamente sus objetivos en materia de
política exterior, a pesar de la oposición casi unánime del Congreso. Según el
autor, Trump recurre a lo que hoy se designa como un «un recurso de
comunicación»... lo que antes se llamaba un «doble juego». En todo caso, el
presidente está tratando de hacer que sus amigos logren el control del Partido
Republicano, lo cual le permitiría ser más racional en materia de comunicación
y concretar más rápidamente su política anti-establishement.
Donald
Trump concibió la idea de subir a la escena política a raíz de los
acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, cuya versión oficial pone
en tela de juicio. Sólo después de conocer a Steve Bannon, Trump decide
participar en la carrera por la presidencia. Lo puso a la cabeza de su
equipo de campaña y, después de ganar la elección, lo convirtió en
su consejero especial. Los miembros del Congreso obligaron a Trump a
sacarlo de la Casa Blanca, pero el presidente sigue apoyándolo por debajo
de la mesa para hacerse del control del Partido Republicano. El objetivo
de Trump y Bannon es convertir Estados Unidos en una República.
Trump ante el establishment.
a
crisis que enfrenta a Donald Trump con la clase dirigente estadounidense ha
seguido agravándose a lo largo de los últimos 3 meses. Traicionando sin
escrúpulos al presidente que antes respaldó como candidato, el Partido
Republicano ha hecho alianza con su adversario –el Partido Demócrata– en contra
de la Casa Blanca. Esas dos formaciones políticas adoptaron en el Congreso, el
27 y el 28 de julio, la “Ley de Actuación Contra los Adversarios de América A
Través de Sanciones” (Countering America’s Adversaries Through Sanctions Act).
Se trataba, ni más ni menos, que de despojar al presidente de sus prerrogativas
en materia de política exterior [1].
En
este artículo no tomaremos posición en ese conflicto. Lo que haremos será
analizarlo para comprender las contradicciones permanentes entre las
declaraciones y los actos así como las incoherencias de la política exterior de
Estados Unidos.
Barack
Obama gozaba del respaldo de su administración y por tanto utilizaba su
comunicación para lograr que el pueblo de Estados Unidos y el mundo admitieran
sus decisiones. Así desarrolló el arsenal nuclear mientras afirmaba que iba a
desmantelarlo. Así incendió y ensangrentó el Medio Oriente ampliado después de
anunciar un reset con el mundo musulmán, etc.
Donald
Trump, por el contrario, está tratando de recuperar las instituciones de su
país de manos de la clase dirigente para ponerlas al servicio del pueblo. Y
para ello hace declaraciones en las que parece cambiar de opinión
constantemente, sembrando así la confusión. Distrae a sus adversarios con sus
gestos desordenados mientras que él prosigue pacientemente su política fuera de
sus miradas.
Aunque
ya lo hemos olvidado, en el momento de su llegada a la Casa Blanca, Donald
Trump expresó posiciones que contradecían algunos de sus discursos electorales.
Se le acusaba, entonces, de apartarse sistemáticamente de la política de su
predecesor y de ser, en la práctica, demasiado favorable a Corea del Norte,
Irán, Rusia y Venezuela.
Los
comentaristas lo acusaban en aquel momento de ser incapaz de recurrir al uso de
la fuerza y, en definitiva, de ser un aislacionista por debilidad,
interpretación que abandonaron el 7 de abril, a raíz del bombardeo
estadounidense contra la base siria de Shayrat con 59 misiles Tomahawk.
Volviendo posteriormente a la carga, los mismos comentaristas volvieron a
acusarlo de debilidad, pero ya para entonces lo hacían poniendo de relieve un
relativismo moral que supuestamente impedía a Trump percibir lo peligrosos que
eran los enemigos de Estados Unidos.
En el
momento del voto casi unánime del Congreso en su contra, pareció que el
presidente estaba derrotado. Se separó abruptamente de su consejero especial
Steve Bannon y, en lo que pareció una reconciliación con el establishment,
arremetió sucesivamente contra Corea del Norte, Venezuela, Rusia e Irán.
El 8
de agosto lanzó una diatriba contra Pyongyang, anunciando que las «amenazas»
norcoreanas se verían frente al «fuego, el furor y la fuerza como nunca los
había visto el mundo». Aquello desencadenó entre ambas partes una escalada
verbal que hacía pensar en la inminencia de una guerra nuclear, al extremo que
los japoneses bajaron a desempolvar los refugios antiatómicos y algunos
habitantes de Guam, posesión estadounidense, prefirieron abandonar la isla.
El 11
de agosto, el presidente Trump declaró que no excluía la posibilidad de
recurrir a «la opción militar» ante la «dictadura» del presidente venezolano
Nicolás Maduro. Caracas respondió con la publicación en el New York Times de
una página publicitaria completa donde lo acusaba de estar preparando un cambio
de régimen en Venezuela, conforme al esquema de golpe de Estado utilizado en
Chile contra Salvador Allende, y solicitaba la solidaridad del pueblo
estadounidense frente a la política golpista [2].
El 31
de agosto, el Departamento de Estado inició una crisis diplomática con Rusia al
ordenar el cierre de numerosos locales de la misión diplomática rusa en Estados
Unidos y el recorte de la cantidad de diplomáticos rusos en suelo
estadounidense. Aplicando el principio de reciprocidad, el ministerio ruso de
Relaciones Exteriores cerró locales de la misión estadounidense en Rusia y
redujo igualmente el personal diplomático estadounidense en su país.
El 13
de octubre, Donald Trump pronunció un discurso donde acusaba a Irán de ser el
financista mundial del terrorismo y cuestionaba el acuerdo sobre el programa
nuclear iraní que había negociado su predecesor, Barack Obama. Antes de ese
discurso, el Departamento de Estado había emitido toda una serie de acusaciones
del mismo corte contra el Hezbollah [3].
Para
los comentaristas, Donald Trump está ¡por fin! siguiendo el camino correcto…
pero va demasiado lejos y lo hace mal. Otros lo consideran simplemente como un
enfermo mental y otros más dicen abrigar la esperanza de que esté aplicando la
estrategia del «perro loco», como hizo Richard Nixon, consistente en asustar al
enemigo haciéndole creer que uno es capaz de todo.
Pero,
en la práctica, nada ha cambiado. Ni ante Corea del Norte, ni ante Venezuela,
ni ante Rusia. Y tampoco en relación con Irán. Por el contrario, sigue adelante
–en la medida de lo posible– la política de Trump contra la creación de Estados
yihadistas. Los países del Golfo han abandonado la política de apoyo al Emirato
Islámico (Daesh), que ha sido derrotado en Mosul y Raqqa. El yihadismo está
descendiendo nuevamente a la categoría de sub-estado. Todo transcurre como si
el presidente no hubiese hecho otra cosa que “hacer teatro” y ganar tiempo.
Bannon, el as en la manga.
Del 13
al 15 de octubre tuvo lugar el encuentro Values Voter, en el Omni Shoreham
Hotel de Washington. Un grupo de asociaciones de familias cristianas que la
prensa dominante califica de racistas y homófobas organiza cada año esa
conferencia. Esta vez numerosos oradores hicieron uso de la palabra, después
del presidente de Estados Unidos, ante una audiencia eminentemente
anti-establishment y Steve Bannon figuraba en el programa –a pedido del
presidente Trump– a pesar de las protestas de algunos organizadores
efectivamente homófobos que le guardan rencor a Bannon por haber popularizado al
conferencista Milo Yiannopoulos, un joven homosexual que lucha contra la
manipulación de los gays por parte de los demócratas.
Al
hacer uso de la palabra, el ex consejero especial de la Casa Blanca arremetió
de lleno contra los intereses de los multimillonarios de la globalización.
Bannon, a pesar de que se le describe como un individuo de extrema derecha,
milita a favor de que se le cobre a los súper-ricos un impuesto sobre el 44% de
sus ingresos.
Bannon
fustigó duramente a las élites, simultáneamente «corruptas e incompetentes»,
representadas por Hillary Clinton; gente que –subrayó Bannon– ha encontrado un
interés personal en la destrucción de empleos en suelo estadounidense y en el
traslado de esos puestos de trabajo hacia China. Bannon acusó a esas élites de
tratar de destruir al presidente Trump, así como a su familia y amigos.
Cuestionó al senador Bob Corker, por haberse burlado del comandante en jefe
afirmando que es incapaz de dirigir el país sin provocar una Tercera Guerra
Mundial, y al líder de la mayoría senatorial, Mitch McConnell, por organizar el
sabotaje contra Trump. Bannon recordó además su visión del nacionalismo
económico al servicio de la República estadounidense, igualitaria
independientemente de la raza, la religión y la preferencia sexual de cada
cual. Y concluyó diciendo que ya que el Partido Republicano ha declarado la
guerra al pueblo estadounidense, este último le hará la guerra.
Los
amigos de Bannon se pronunciaron de inmediato contra los caciques del Partido
Republicano para arrebatarles las investiduras partidistas en todas las
elecciones locales. Por ser esta una situación inédita, nadie sabe si lograrán
alcanzar ese objetivo, pero es evidente que el éxito de Bannon en esta
conferencia es para ellos un buen augurio.
El doble juego de la Casa Blanca
En una
reunión del gabinete, el presidente Trump dijo entender la frustración de su ex
consejero especial porque «el Congreso no está haciendo su trabajo», a pesar de
que los republicanos son mayoritarios. Y después fue a exhibirse junto al
senador McConnell asegurando que calmará a Bannon… sobre algunas cosas.
O sea,
el presidente sigue con sus declaraciones extravagantes, para contentar al
Congreso, mientras que utiliza a su ex consejero para deshacerse de los
dirigentes del Partido Republicano.
Estamos
siendo testigos de una lucha que ya no es de carácter político sino cultural.
En ella se enfrentan el pensamiento puritano y las ideas de la República –o
sea, del Bien Común [4].
Visto
desde el exterior, nosotros constatamos que tras sus declaraciones extremas,
Donald Trump prosigue discretamente su accionar contra Daesh. Cerró el flujo de
fondos al Emirato Islámico y favoreció la recuperación de las ciudades que ese
grupo yihadista consideraba como sus capitales. Convirtió la OTAN en una
organización anti-yihadista. No podemos saber, por el momento, si continuará,
después de la destrucción de Daesh, la lucha contra los demás grupos yihadistas
ni cómo reaccionará ante las iniciativas del Pentágono tendientes a acabar con
las estructuras de los Estados del noroeste de Latinoamérica y del sudeste
asiático. Queda mucho camino por recorrer antes de lograr convertir el imperio
decante en una República.
T. M.
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