SOBRE LAS DOCE PRERROGATIVAS DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, SEGÚN LAS PALABRAS DEL APOCALIPSIS: «UN PORTENTO GRANDE APARECIÓ EN EL CIELO: UNA MUJER ESTABA CUBIERTA CON EL SOL Y LA LUNA A SUS PIES Y EN SU CABEZA TENÍA UNA CORONA DE DOCE ESTRELLAS»
8.
¿Qué es, pues, lo que brilla, comparable con las estrellas, en la generación de
María? Sin duda el ser nacida de reyes, el ser de sangre de Abrahán., el ser de
la generosa prosapia de David. Si esto parece poco, añade que se sabe fue
concedida por el cielo a aquella generación por el privilegio singular de
santidad, que mucho antes fue prometida por Dios a estos mismos Padres, que fue
prefigurada con misteriosos prodigios, que fue prenunciada con oráculos
proféticos. Porque a esta misma señalaba anticipadamente la vara sacerdotal
cuando floreció sin raíz, a ésta el vellocino de Gedeón cuándo en medio de la
era seca se humedeció, a ésta la puerta oriental en la visión de Ezequiel, la
cual para ninguno estuvo patente jamás. Esta era, en fin, la que Isaías, más
claramente que todos, ya la prometía como vara que había de nacer de la raíz de
Jesé, ya, más manifiestamente, corno virgen que había de dar a luz. Con razón
se escribe que este prodigio grande había aparecido en el cielo, pues se sabe
haber sido prometido tanto antes por el cielo. El Señor dice: El mismo os dará
un prodigio. Ved que concebirá una virgen. Grande prodigio dio, a la verdad, porque
también es grande el que le dio. ¿En qué vista no reverbera con la mayor
vehemencia el brillo resplandeciente de esta prerrogativa? Ya, en haber sido
saludada por el ángel tan reverente y obsequiosamente, que podía parecer que la
miraba ya ensalzada con el solio real sobre todos los órdenes de los
escuadrones celestiales y que casi iba a adora a una mujer el que solía hasta
entonces ser adorado gustosamente por los hombres, se nos recomienda el
excelentísimo mérito de nuestra Virgen y su gracia singular.
9. No
menos resplandece aquel nuevo modo de concepción, por el cual, no en la
iniquidad, como las demás mujeres, sino sobreviniendo el Espíritu Santo, sola
María concibió y de sola la santificación. Pero el haber engendrado ella al
verdadero Dios y verdadero Hijo de Dios, para que uno mismo fuese Hijo de Dios
y de los hombres y uno absolutamente, Dios y hombre, naciese de María, abismo
es de luz; ni diré fácilmente que aun la vista del ángel no se ofusque a la
vehemencia de este resplandor. En lo demás, evidentemente, se ilustra la
virginidad por la novedad del mismo propósito de la virginidad por la novedad
del mismo propósito, puesto que, elevándose en la libertad de espíritu sobre
los decretos de la ley de Moisés, ofreció a Dios con voto la inmaculada
santidad de cuerpo y de espíritu juntamente. Prueba la inviolable firmeza de su
propósito el haber respondido tan firmemente al ángel que la prometía un hijo:
¿Cómo se hará esto, porque yo no conozco varón? Acaso por eso se turbó en sus
palabras y pensaba qué salutación sería ésta, porque había oído que la llamaban
bendita entre las mujeres la que siempre deseaba ser bendita entre las vírgenes.
Y desde aquel punto, ciertamente, pensaba qué salutación sería ésta, porque ya
parecía ser sospechosa. Más luego que en la promesa de un hijo aparecía el
peligro manifiesto de la virginidad, ya no pudo disimular más ni dejar de
decir: ¿Cómo se hará esto, porque yo no conozco varón? Por tanto, con razón
mereció aquella bendición y no perdió ésta, para que así sea mucha más gloriosa
la virginidad por la fecundidad y la fecundidad por la virginidad y parezcan
ilustrarse mutuamente estos dos astros con sus rayos. Pues el ser virgen cosa
grande es, pero ser virgen madre, por todos modos es mucho más. Con razón
también sola ella no sintió aquel molestísimo tedio con que todas las mujeres
embarazadas son afligidas, pues ella sola concibió sin libidinoso deleite. Por
lo cual, en el mismo principio de la concepción, cuando principalmente son
afligidas miserablemente las demás mujeres, María con toda presteza sube a las montañas
para asistir a Isabel. Subió también a Belén, estando ya cercano el parto,
llevando aquel preciosísimo depósito, llevando aquel peso dulce, llevando a
quien la llevaba. Así también, en el mismo parto, de cuánto esplendor es el
haber dado a luz con un gozo nuevo la nueva prole, siendo sola ella entre las
mujeres ajena de la común maldición y del dolor de las que dan a luz. Si el
precio de las cosas se ha de juzgar por lo raro de ellas, nada se puede hallar
más raro que éstas. Puesto que en todas ellas ni se vio tener primera semejante
ni segunda. De todo esto, si fielmente lo miramos, sin duda concebiremos
admiración; pero y veneración también, devoción y consolación.
10. Más
lo que todavía resta considerar pide imitación. No es para nosotros el ser antes
del nacimiento prometidos prodigiosamente de tantos y tan varios modos ni el
ser pronunciado desde el cielo, ni tampoco el ser honrados por el arcángel
Gabriel con los obsequios de tan nueva salutación.
Mucho
menos nos comunican las otras dos cosas a nosotros; ciertamente su secreto es
para sí. Porque sola ella es de quien se dice: Lo que en ella ha nacido es del
Espíritu Santo. Sola ella es a quien se dice: Lo santo que nacerá de ti se
llamará Hijo de Dios. Sean ofrecidas al Rey las vírgenes, pero después de ella,
porque ella sola reserva para sí la primacía. Mucho más, ella sola concibió al
hijo sin corrupción, le llevó sin opresión, le dio a luz sin dolor. Así, nada
de esto se exige de nosotros, pero, ciertamente, se exige algo. Porque por
ventura, si también nos falta a nosotros la mansedumbre del pudor, la humildad
del corazón, la magnanimidad de la fe, la compasión del ánimo, ¿excusará nuestra
negligencia la singularidad de estos dones? Agraciada piedra en la diadema,
estrella resplandeciente en la cabeza es el rubor en el semblante del hombre
vergonzoso. ¿Piensa acaso alguno que careció de esta gracia la que fue llena de
gracias? Vergonzosa fue María. Del Evangelio lo probamos. Porque ¿en dónde se
ve que fuese alguna vez locuaz, en dónde se ve que fuese presuntuosa?
Solicitando hablar al hijo se estaba afuera, ni con la autoridad que tenía de
madre interrumpió el sermón o se entró por la habitación en que el hijo estaba
hablando. En toda la serie, finalmente, de los cuatro Evangelios (si bien me
acuerdo) no se oye hablar a María sino cuatro veces. La primera al ángel, pero
cuando ya una y dos veces la había él hablado; la segunda a Isabel, cuando la
voz de su salutación hizo saltar de gozo a Juan en el vientre; y, alabando
,entonces Isabel a María, cuidó ella más bien de alabar al Señor; la tercera al
Hijo, cuando era ya de doce años, porque ella misma y su padre le habían buscado
llenos de dolor; la cuarta, en las bodas, al Hijo y a los ministros. Y estas
palabras, sin duda, fueron índice certísimo de su congénita mansedumbre y
vergüenza virginal. Puesto que, reputando suyo el empacho de otros, no pudo
sufrir, no pudo disimular que les faltase vino. A la verdad, luego que fue
increpada por el Hijo, como mansa y humilde de corazón, no respondió, mas ni
con todo eso desesperó, avisando a los ministros que hiciesen lo que El les
dijese.
11. Y
después de haber nacido Jesús en la cueva de Belén, ¿acaso no leemos que
vinieron los pastores y encontraron la primera de todos a María? Hallaron, dice
el evangelista, a María y a José, y al infante puesto en el pesebre. También
los Magos, si hacemos memoria, no, sin María su Madre encontraron al Niño, y
cuando ella introdujo en el templo del Señor al Señor del templo, muchas cosas
ciertamente oyó a Simeón, así relativas a Jesús como a sí misma, pero, como
siempre, mostróse tarda en hablar y solícita en escuchar. María conservaba
todas estas palabras, ponderándolas en su corazón; y en todas estas
circunstancias no profieren sus labios una sola palabra acerca del sublime
misterio de la encarnación del Señor.
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