Epílogo
He
terminado esta mi labor, que forzosamente tenía que ser incompleta, no por
falta de voluntad ciertamente, sino por la falta de datos, que no he podido
obtener. Muchas personas tuvieron la bondad, que nunca agradeceré lo bastante,
de atender a mi súplica, y me escribieron en sendas cartas lo que sabían de
algunos de nuestros mártires, por haber sido testigos presenciales de los
sucesos. Pero acerca de la mayoría de ellos, tuve que contentarme con lo que se
escribiera en la misma época de la persecución, naturalmente seleccionando con
cuidado las fuentes de información.
A
pesar de esto, no me pesa el trabajo que he hecho, porque creo haber conseguido
el fin que me propusiera al emprenderlo. Este fin era el que no se pierda por
completo la memoria de las grandes gestas, de estos verdaderos héroes
mexicanos, en toda la extensión de la palabra.
Hace
veinticinco años, todos los católicos mexicanos, más aún, los católicos de todo
el mundo, (y no temo exagerar al afirmarlo) vibrábamos de emoción y santo entusiasmo,
al oír o leer los relatos de la heroicidad de tantos mexicanos, que no dudaron
un punto en dar su vida, y muchos entre tormentos sólo comparables a los que
sufrieron los cristianos de la Iglesia primitiva, a trueque de no renegar de la
fe, que recibieran en su bautismo y traicionar a nuestro Rey y Señor
Jesucristo, aceptando otro señor y otras leyes en desacuerdo con el Evangelio,
o segregándose de la única verdadera Iglesia fundada y sostenida hace ya veinte
siglos, por el mismo Hijo de Dios hecho Hombre para redimirnos y conducirnos a
la eterna bienaventuranza.
"¡Antes
muertos, maltratados, abofeteados, quemados vivos, despojados de todo bien
terrenal, que traidores e impíos! "¡Padres, hermanos, amigos, patria
terrenal, posición social, bienes de fortuna, la misma vida, la ofrecemos en
holocausto completo, absoluto, llenos de santa alegría, si es necesario
hacerlo, para sostener, proclamar y defender los derechos inolvidables de
Jesucristo, Rey de Reyes y de Naciones! ¡ Es hora de agradecer, no sólo con
palabras y fervoroso culto, sino con hechos y cuanto más costosos y dolorosos
mejor, lo que María Santísima, la dulcísima Señora aparecida en el Tepeyac,
para hacer de nosotros una nación civilizada, ha llevado a cabo con su
bendición y patrocinio! ¡Gracias a Ella tenemos el incomparable honor de ser
una nación católica! ¡No queremos desmerecer ni en lo más mínimo de ese timbre
de gloria!".
Tal
era la disposición de ánimo de la inmensa mayoría católica mexicana en aquellos
días luctuosos. Y que Dios aceptara el sacrificio de muchos de nuestros
hermanos, era para confirmar y acrecentar tales sentimientos.
Que
una vez más, se confirmaba así el apotegma de Tertuliano: Sanguis martyrum,
semen christianorum.—La sangre de los mártires es semilla de cristianos.
La
fama de tales sucesos pasó por la cima de nuestros montes y cruzó los mares de
uno y otro hemisferio. Y en todas partes del mundo, amenazado ya por la misma
conspiración anti-cristiana, producía los mismos efectos de entusiasmo, y el
nombre de "México Mártir" se leía con admiración en todos los
periódicos de todas las lenguas civilizadas.
PROCESIÓN Y BENDICIÓN CON EL SANTÍSIMO SACRAMENTO CAMPAMENTO CRISTERO
Jamás
podré olvidar, cuando ya la tempestad había amainado, y pudimos un grupo de
mexicanos asistir a las grandes asambleas del Congreso Eucarístico de Budapest,
en el que estaban representadas todas la^> naciones católicas del orbe, la
ovación formidable con eme fue recibida la representación mexicana. ¡La gloria
de nuestros mártires, nos cubría, aunque indignos, de refulgencias
deslumbradoras, ante los ojos de nuestros hermanos húngaros, franceses,
españoles, italianos, checos, austríacos, americanos del sur y del norte,
asiáticos y africanos. . .! Escribiéronse libros en italiano, en francés, en
inglés, en español, narrándose las gloriosas gestas.
El
Soberano Pontífice Pío XI saludaba a los representantes de la Liga y de la
A.C.J.M. con aquellas palabras que nunca se borrarán de nuestro corazón y
nuestra memoria: ¡Salve, hijos y hermanos de mártires. . .!
Terminó
la épica lucha de los cristeros, con los "arreglos", cuyo mérito o demérito,
no voy a discutir ahora. . . Todavía, como era de temerse, dada la táctica de
falsa hipocresía de estos conspiradores contra el orden cristiano, después de
aquéllos, contra lo pactado, los perseguidores hicieron algunos mártires como
acabamos de ver.
Pero después.
. . poco a poco... al transcurrir de los años, el manto, no del olvido, (¿quién
de los contemporáneos podrá olvidarlos jamás?), sino de nuestra ingénita
apatía, ha ido cubriéndolos y nada se ha hecho o casi nada en vista de su
glorificación en la tierra.
Estamos
seguros de que nuestros gloriosos hermanos gozan ya de la corona inmarcesible
de los mártires en el cielo. . . Pero aquí en la tierra, ¿por qué nos
contentamos con el recuerdo, que habrá también de borrarse, si no se le reaviva
frecuentemente, en las generaciones sucesivas? Nosotros, les jesuitas, tuvimos
el honor de que uno de nuestros hermano el P. Agustín Pro, formara en esas
filas de los que ganaban para ellos la eterna felicidad, y para nosotros un
honor sin medida. Y hemos hecho todo lo que ha estado a nuestro alcance para
obtener el fallo ineludible de nuestra Madre la Iglesia, para que se vea
elevado al honor de los altares. . . Pero rin quitarle nada de su gloria al
martirio del P. Pro, cuya causa como sabemos ha dado grandes pasos en el Santo
Tribunal de Roma, es de justicia reconocer, que entre la pléyade augusta de
héroes cristianos de aquella época, hubo martirios más espectaculares, más
terribles y gloriosos, que el de nuestro hermano el P. Pro. . . Y ¿qué se ha
hecho hasta ahora por depurar por medio de un proceso canónico en regla esas
glorias de nuestros hermanos? Nada, o casi nada. Repito: no es olvido, es
apatía. Y no debe ser tampoco, porque a la larga engendrará el olvido.
¡Ironías
de la vida! Llenas están nuestras plazas y paseos de monumentos, y nuestras
calles de nombres, de los que llamamos "héroes" y de muchos de los
cuales, se podían decir con justicia las vibrantes estrofas de Núñez de Arce: ¡Ah
no lo llores más! no lo merece.
No sufras
ni batalles: El que mancha su sangre, el que envilece
Por
plazas y por calles La augusta libertad; el que furioso Apela al hierro insano.
. .
No es
tierno padre, ni sensible esposo Ni honrado ciudadano.
Y en
cambio, de los héroes auténticos, que no virtieron más sangre que la suya, y
por el más noble de los ideales: el reinado de Cristo, en nuestra sociedad, en
nuestras familias, en nuestras leyes, en nuestra vida nacional, ¿buscamos acaso
su glorificación? ¡Ironías de la vida! No se diga, que la Iglesia nuestra Madre
no está dispuesta a hacerlo, si, como es debido, de la investigación de un
proceso canónico, resulta que realmente merecen los honores que deseamos para
ellos: el caso del P. Pro nos daría un mentís rotundo.
¿Continuará
confirmándose entre nosotros la sentencia evangélica: "Los hijos de las
tinieblas son más prudentes que los hijos de la luz"? ¡Dios no lo quiera! Mis
pobres artículos no llevaban en esta categoría de ideas, otro fin, que refrescar la memoria de nuestros
mártires, para estimularnos con su recuerdo a vencer nuestra apatía. ¿Lo
conseguiré? Fuera de esto, otro intento no menos importante perseguía al
escribir sobre nuestros mártires.
Hace
unos dos años escribí un libro, sobre el carácter verdadero de la gran amenaza
que se cierne sobre el horizonte de nuestras sociedades, ennoblecidas por la
civilización cristiana, y que en los momentos actuales ha tomado el nombre de
comunismo, y no es otra cosa que la gran conspiración contra el orden
cristiano, surgida hace casi ya dos siglos, en medio de los fuegos fatuos,
llamados "luces", por los mismos conspiradores, y encendidos por la
podredumbre del filosofismo del siglo XVIII; cuyo primer estallido fue la
Revolución Francesa, y que desvió con sus espejismos macabros y sus agitaciones
continuas, las inmensas ventajas para la felicidad de les pueblos, que traían
consigo los progresos naturales indudables de las ciencias y las artes, hacia
las dos pavorosas guerras de principios de este siglo.
Allí
trataba más bien de las ideologías y de las consecuencias lógicas, que ya
habían producido para mal de la humanidad, y que seguirían produciendo en lo
sucesivo si a tiempo no se les ponía remedio.
Ahora,
como confirmación de lo que dije, he querido mostrar con el ejemplo vivo y
palpitante aún, en nuestro medio mexicano, todo el horror efectivo de las
realizaciones del plan masónico-comunista, contra el orden cristiano.
Todas
las hipócritas promesas de libertad, de igualdad, de fraternidad y demás
zarandajas revolucionarias, ¡ cuántos dolores y amarguras, no han causado ya
entre nosotros! Y sin embargo, todavía hay quienes esperan de esos instrumentos
de Satán, una redención de la humanidad, un paraíso en la tierra que sólo podrá
encontrarse, y cumpliendo en esta vida con las condiciones señaladas
divinamente por Jesucristo, verdadero Redentor, en la patria de la eterna
felicidad.
Por
eso, tengo en las mientes la intención de continuar en otro u otros volúmenes,
los relatos de las amarguras causadas por los crímenes de esa misma
conspiración anti-cristiana en España, Polonia, Hungría, etc.; entre todos esos
hermanos nuestros; en los mismos obreros y campesinos de todo el mundo, que han
sido los más fácilmente engañados por las malvadas promesas de la Revolución
Mundial, o "Conspiración contra el Orden Cristiano".
Mucho
se ha escrito ya, y muy bien, sobre todo eso; pero no está por demás el poner
al alcance de nuestro pobre pueblo, las revelaciones que autores dignos de
crédito, víctimas muchas veces de la conspiración, han hecho para sus propios
pueblos.
Que
Dios me ayude en esta nueva empresa, y que mi pobre trabajo lo bendiga, para
que sea fructuoso. Sin su ayuda especial nada podemos hacer.
PADRE MIGUEL AGUSTÍN PRO
Sine me nihil potestis facere.
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