Comercio,
política, religión, vida privada en sus detalles más minuciosos (relaciones
entre padres e hijos, entre marido y mujer, entre amos y criados) todo está
regido por el Talmud y controlado por el Kahal, que es su expresión concreta.
Y
aunque instituido para aplicar la ley de Moisés, y el Talmud, en la práctica desborda y contradice a la
misma ley.
La
Biblia es como el agua. El Talmud es como el vino.
El
Kahal es, mejor aún, como el vino aromático.
El
mismo Talmud proclama la infalibilidad y la omnipotencia de los rabinos, sus
intérpretes.
"Hijo
mío, atiende más a las palabras de los rabinos que a las palabras de la ley."
(Erubin, 21 b.)
"Porque
la palabra de los rabinos, es más suave que la de los profetas."
(Sepher
Caphtor U-Perach, 1590,121.)
"Y
el temor al rabino es el temor de Dios" (Maimonides Jad. Chaz. Nilch Talm.
Thora, Prek S. I), a tal punto que "si un rabino te dice que tu mano derecha
es tu izquierda y que tu izquierda es tu derecha, debes creerle." (Rabbi Raschi.
Ad. Deuter. XVII, II.) Por lo cual, el Talmud declara que "el que desprecia las
palabras del rabino, merece la muerte". (Erubin, 21 b.) Y entre el
rabino que hace la doctrina y el Kahal que la aplica, hay una estrecha
inteligencia, que el público ignora.
El,
sólo sabe que es inútil rebelarse y conveniente obedecer.
Porque
si el Kahal es duro y temible como un tirano caprichoso, es también un
protector omnipotente.
Junto
al Kahal, que legisla y manda, actúa el Beth Din, verdadero tribunal secreto
que se avoca todo pleito judío, y lo juzga no conforme a las leyes del país sino
conforme al Talmud Y sus sentencias se cumplen, así el condenado se esconda en
el seno de la tierra.
Ambos
tribunales funcionan en la Sinagoga.
La
sala de 1887, donde se reunían las asambleas de los judías, era modesta y limpia,
toda pintada de blanco. Sus paredes, hasta donde un hombre podía alcanzar,
estaban cubiertas de tapices, sobre cuyo borde superior corría una ancha franja
de lienzo, con misteriosas leyendas hebraicas, estrellas de seis picos y tablas
de la ley.
Cada
vez que se abría la puerta, una bocanada del viento de la calle hacía oscilar
como péndulos, las tres lámparas de aceite suspendidas de los desnudos tirantes
del techo.
En el
costado del oriente había un arca, llamada Arón, recuerdo del Arca de la
Alianza, donde se guardaban, envueltos en preciosas telas, los rollos de la
Ley, o la Sefer Thora, el libro sagrado por excelencia.
La
Thora contiene los cinco libros de Moisés, el Pentateuco, que es la historia
del pueblo de Israel desde la creación del mundo hasta la muerte de Moisés, y
su legislación civil y religiosa.
En
largos rollos de pergamino, meticulosamente preparado, un copista de rara
habilidad, empleando tinta negra, cuya estricta fórmula dan los rabinos, ha escrito
a mano el antiquísimo texto, sin cometer un solo error.
Bastaría,
en efecto, que se hubiera equivocado en una jota, o que su tinta no fuera la
del ritual, o se descubriera que una de las pieles había sido aderezada por un
cristiano para que toda la obra fuese desechada como indigna de la Sinagoga.
Hacia
el tercio de la sala, no lejos del Atón, estaba el altar, sobre el cual ardían
cuatro velas, para facilitar la lectura de la Thora, ya que la luz de las oscilantes
lámparas era harte mezquina.
Seguían
los escaños, para los fieles.
Blumen
sentase en el primer lugar, por haber comprado al Kahal ese privilegio.
A su
lado sentábase Mauricio Kohen, de Varsovia, descendiente de la familia de
Aarón, los antiguos levitas, como lo indicaba su nombre (Kohen, sacrificador).
En
otros escaños, sentase diversos personajes, todos con el sombrero puesto, porque
los israelitas en la Sinagoga, y en la mesa, y en sus visitas, permanecen cubiertos.
Cuando
se llenaron todos los asientos se levantó el Rosch hak Keneset (jefe de la
asamblea), que era entonces también el jefe del Kahal, Salomón Wofcy, anciano
barbudo, de anteojos de oro.
Tenía
puestas las tefflilin, correas con que se ciñe en la frente y los antebrazos,
un pergamino donde se han escrito pasajes de: Exodo: "Escucha, Israel...
etc."
Y
arriba del sombrero el taled, velo blanco de cuyas cuatro puntas cuelgan los
zizith, flecos de ocho hilos de lana, anudados cinco veces.
El
Rosch tenía majestad de sacerdote y de príncipe. Desplegó entre la asamblea uno
de los rollos de la Sefer Thora y con vos penetrante pronunció en hebreo las
clásicas palabras del libro santo: “Esta, es la ley que Moisés impuso a los
hijos de Israel.” E invito a Kohen, primero que a Blumen a leer el comienzo del
capítulo correspondiente a ese día.
Han
dividido el Pentateuco en 52 lecciones, una para cada semana, de tal modo que
al cabo del año terminan su lectura y vuelven a empezar.
Kohen
conocía el hebreo, e iba él mismo traduciendo al idisch lo que leía, para que
le entendieran sus oyentes, en su mayoría rusos, polacos y alemanes.
Después
fué el turno de Zacarías Blumen, que entendía la letra hebrea, pero no
comprendía el texto, y necesitaba el auxilio del turgeman (traductor) de la Sinagoga,
el cual lo interrumpía al final de cada versículo, si era la Ley, o de cada
tres versículos, si eran los profetas, marcando así la menor veneración que merecen
los Profetas, comparados con Moisés; y ponía sus palabras en lengua vulgar.
Zacarías
Blumen, más rico que Mauricio Kohen, sentíase humillado por su ignorancia.
El
leer ante la asamblea es un honor, que, como todos los honores de la Sinagoga,
se adquiere mediante el pago al Kahal. Pero existía, además, el derecho de
hablar a manera de predicación o comentarios y aun para debatir asuntos y
negocios.
En
este caso apagábanse las velas del altar, señal de que podían tratar cosas profanas.
Esa
noche Zacarías Blumen pidió la palabra. Su voz era exánime y sin timbre, mas
sus ojos lanzaban penetrantes rayos.
-Quiero
que, según nuestras leyes y costumbres, el Kahal ofrezca en venta la casa de
don Justino Adalid, en la calle Florida, y su estancia de dieciocho leguas cuadradas,
con haciendas y colonias.
Gracias
a la poca luz, pudo Mauricio Kohen disimulaba su fastidio. No habló, sin
embargo; ni miró a Blumen, que con la cabeza caída sobre el pecho, aguardó la
respuesta del Kahal, por boca del jefe.
El
vecino de Kohen, a su derecha, dijo a éste, en voz baja. -Yo ofreceré por usted.
¿Hasta cuanto? Kohen escribió con el dedo sobre la tabla del escaño, para que
no advirtieran sus maniobras, la cifra que él quería ofrecer. Mas fue inútil,
porque Blumen principió las ofertas con una cantidad cinco veces mayor, lo cual
significaba su propósito de no dejarse vencer.
-¡Está
loco! -dijo, entre dientes, Kohen.
Los
seis miembros del Kahal, y el Rosch, deliberaron por fórmula, y respondieron a
Blumen que aceptaban su propuesta, y él, sin prisa, contó un centenar de
billetes de cien pesos, y lo depositó sobre el altar. Y, el Rosch se puso de
pie y solemnemente, los brazos extendidos sobre los ya invisibles rollos de la
Thora, pronunció estas palabras:
"Hay,
jueves, víspera de la luna Aira, del año 5648 se pan todos que este Kahal ha
vendido a Zacarías Blumen, por la suma de 10.000 pesos, el derecho de explotar
la casa paterna y la estancia de don Justino Adalid, desde el centro de descendientes
tierra, hasta las nubes más altas, para él y para todos sus descendientes. Y
sepan todos los judíos que ninguno de ello, puede comprar esas propiedades,
aunque el mismo Adalid quiera vendérselas en todo o en parte, por ningún
precio, motivo ni pretexto" Zacarías Blumen habló de nuevo.
-He
comprado el Hazaka, esto es, el derecho de explotar los bienes materiales de
don Justino Adalid. Propongo ahora comprar el Meropiié, o sea, el derecho de explotar
su persona ¡Mauricio Kohen repuso prontamente:
-Yo
ofrezco diez mil pesos por ese derecho. Sardónica sonrisa de su rival.
-
¿Diez mil pesos? i Yo ofrezco cien mil?
Kohen
pareció hundirse bajo aquella cifra, que para un negocio absolutamente
imaginario, resultaba insensata; y guardó silencio. Y el Rosch, se levantó de
nuevo, recibió los cien mil pesos y con fría solemnidad anunció que el negocio
estaba consumado, y que ningún judío de Buenos Aires ni del mundo podría en
adelante prestar dinero o comerciar en otra forma con don Justino Adalid ni sus
descendientes, hasta la terminación de los siglos. Para que esto fuera sabido,
se mano daría copia del acta de venta a todos los Kahales del Universo.
-¡Cien
mil veces loco! murmuró Kohen.
Blumen
alcanzó a oírlo, y exclamó con voz lamentable:
-¡He
pagado un alto precio! Ahora exijo que el santo Kahal apostrofe y maldiga al
que intente burlar mi derecho. -Es justo-dijo el Rosch, que extendió las manos
otra vez, y pronunció esta solemne imprecación:
"En
nombre de Aquél que dijo: No hay más Dios que yo y yo soy el Dios de todos, que
te saqué de la tierra de Egipto y de la casa de la servidumbre; y conozco los
pecados de los padres, que me aborrecieron en los hijos de los hijos hasta !a
cuarta generación, y tengo misericordia de los que me aman y guardan mis
mandamientos; y en nombre del Kahal y del Beth Din de Buenos Aires, aviso a
todos los judíos del mundo, el derecho de Zacarías Blumen; y si alguien no cumple
y lo desconoce, sépase que su pan no es el pan de un judío; que su vino es el
vino de un goy; que sus frutos están podridos; que sus libros son libros de
hechicería; y hay que cortar los zizith de su manto; y arrancar la mezuza de su
puerta; y no hay que comer, ni beber con él; ni circuncidar a su hijo; y si
bebe en una copa, y es de cristal, hay que romperla; y si es de plata, hay que
fundirla en el fuego, porque es un Nahri (pagano)."
Unos
escuchaban con horror; otros con indiferencia. Los más ignoraban quién fuese
don Justino Adalid, ni qué clase de negocios podía tener nunca ninguno de ellos
con tal señor.
Mauricio
Kohen, profundamente irritado, pidió la palabra y se aproximó al altar. Las
pupilas penetrantes, detrás de los gruesos cristales de sus anteojos de oro.
Las mejillas encendidas; el rubio y escaso cabello en remolinos. ¿Odio personal?
¿Fanatismo religioso? ¿Intereses desbaratados? Mientras él habló, Zacarías
Blumen parecía dormitar.
-Recordad,
hermanos, que se aproximan los tiempos anunciados por los profetas. Dentro de
89 años, según nuestro Zohar, el Libro del Esplendor, o sea en 1966 para los
cristianos, se levantará el verdadero Cristo, que entregará a Israel el Imperio
de todas las naciones. El
Universo no ha sido creado sino a causa de Israel, según afirma el
Talmud. Nos han perseguido, nos han dispersado.
Con
eso nos han derramado sobre la tierra, y hemos podido filtramos en todos los
países. Hemos destruido los privilegios de las castas y de las coronas y hemos
inventado los privilegios del oro, ídolos que el Sumo Sacerdote Aarón levantó
en el desierto y adoraron los israelitas de Moisés.
Somos
el uno por ciento de la población del mundo entero, y poseemos ya la mitad de
las riquezas de todo el mundo. No es necesario luchar por la otra mitad.
Nos
bastará apoderarnos de todo el oro, que es apenas la centésima parte de la riqueza
universal. Y cuando ya no quede ni un adarme de oro en manos de los gobiernos
ni de los particulares, podremos hacer que los pueblos cristianos mueran de
hambre y de frío, aunque posean todo el trigo, y todos los rebaños, y todas las
minas existentes. Porque no podrán cambiar lo que les sobre por lo que les
falte y no serán capaces de renegar de las doctrinas que les hemos enseñado.
No nos
embaracemos, pues, ni de casas, ni de campos, ni de haciendas que no se puedan
transportar, ni esconder; y que apartan nuestro corazón de la tierra prometida.
Y a
ti, que quieres llenarte de campos y de estancias te pregunto: ¿vas a hacerte
agricultor? ¿No conoces la máxima del Talmud: “el que tiene cien florines en el
comercio, come carne y bebe vino; el que los tiene en la agricultura, comerá
hierba”…? Por eso te conjuro y te digo con el espíritu de nuestra raza: "No
cultives el suelo extranjero; pronto cultivarás el tuyo; no te fijes en ninguna
tierra, porque serás infiel al recuerdo de tu patria; no te sometas a ningún
señor, porque no tienes otro que Jehovah; consérvate como si estuvieses de
viaje, a punto de partir; y pronto verás las colinas de tus abuelos, y esas colinas
serán el centro del mundo, del mundo que estará bajo tus pies."
Gruesas
gotas de sudor aparecieron sobre la frente del fogoso Kohen.
Zacarías
Blumen no contestó ni pareció advertir la alusión, y la asamblea se disolvió en
silencio.
En la
esquina de la calle juntáronse de nuevo Blumen y Kohen y tomaron el mismo
tranvía.
Y
sucedió aquella noche que Blumen dio diez centavos al mayoral, y dijo a Kohen:
-Mauricio,
ti pago la tranvía.
Y
Mauricio se hizo el desentendido, pero se lo dejó pagar.
Los comienzos de Zacarías.
Los
que vieron a Zacarías Blumen meterse en su covacha del Paseo de Julio, con sus
guedejas rituales, su barbaza retinta y su levita escrofulosa, nunca lo hubieran
reconocido en el caballero de frac, atusado y sin tirabuzones que a eso de las
diez de la noche salió para asistir al casamiento de la hija mayor de don Justino
Adalid.
De
acuerdo con la extraña costumbre talmúdica, acababa de comprar en la Sinagoga
el derecho de arruinar al rico estanciero.
Pero
una cosa son los negocios y otra cosa la amistad.
El,
era ya personaje a quien agasajaban no solamente los que podían necesitarlo,
sino todos esos que alternan gustosos con los ricos, aunque no sean de buena
estirpe ni reputación.
Zacarías,
merced a sus relaciones de Bolsa y de banca, iba penetrando en los salones. Y
como echó de ver que su aspecto era ridículo resolvió transformarse.
Se
mandó hacer un frac, con el mejor sastre de la capital, y aguardó la primera
invitación.
Le
llegó en buena hora la de Adalid. Su fiesta haría época en los fastos de la vida
porteña, y le permitiría ver por dentro aquella casa que tanto le gustaba por fuera.
Mandó
llamar al peluquero y ante la estupefacción de Milka, se hizo cortar a la moda
la barba y el cabello.
De
frac, con chaleco blanco, una flor y guantes níveos, su mujer y su hijo empezaron
a admirarlo. La blandura, la simplicidad, el apocamiento con que se presentaba
en público, no eran sus cualidades domésticas. En su casa tronaba y fulminaba
como un Sinaí, y cuando en las mejillas se le pintaban dos chapitas de carmín,
señales de mal tiempo, la bella Milka y el alebronado pequeño Zacarías, procuraban
echarse a la calle o guarecerse en un rincón.
-¡Yo
querría acompañarte, Zacarías! --suspiró su mujer.
Y él respondió:
-como
me llamó Zacarías, que significa Dios se acuerda; un día llegará en que hasta
los perros de mi casa entrarán en la sala de Adalid.
Escalón
por escalón iba ascendiendo en la vida social Ya, varias veces, había llegado
al despacho del presidente de la república. Más difícil resultaba entrar en las
aristocráticas mansiones porteñas.
La
fiesta de Adalid sería, pues, su bautismo de fuego. Seguramente lo habrían
invitado, con la esperanza de que no fuese.
Temerían
verlo aparecer con su indumentaria de mercachifle. ¡No! El, sabía muy bien cómo
debía presentarse.
No le
importaba que aquellos pobres goyim (cristianos) se rieran de su torpe idioma.
Era blando y humilde por fuera; por dentro orgulloso. A su tiempo se despojaría
de su humildad exterior y los aristócratas se disputarían su amistad y las
mujeres de ellos, más vanas que ellos mismos, y más codiciosas, invitarían a Milka.
-¡Señor,
Señor!-pensó Zacarías. ¡Lo que vaya tener que gastar en joyas, cuando esto
suceda! ¡Pero no importa! Los brillantes y las perlas, bien comprados, es buena
inversión.
Al
peluquero que lo afeitó y ayudó a vestirse le regaló su levita.
-Te
servirá para ir a la Sinagoga, Samuel.
-Sí,
sí. El día de Yom Kipur me la pondré –respondió Samuel, pensando que por
aquella prenda le daría dos pesos otro judío en la misma calle.
Voló
el pequeño Zacarías a la plaza de Mayo, a cuatro cuadras del hotel Nacional.
Recorrió la fila de victorias apostadas allí, y eligió una a su gusto y se la
llevó al banquero. -No conviene llegar a pie a una fiesta semejante-había dicho
Blumen tocando la mezuza de su puerta y besándose los dedos.
Y su
mujer le clavó una saeta al partir.
-Apuesto
mi tapado de pieles a que a ella la han invitado. Inútil nombrarla.
Ella
era la mujer de Mauricio Kohen, que se iba introduciendo en todas partes y había
hecho del descendiente de Aarón un personaje influyente.
Zacarías
reprimió un gesto de fastidio, acordándose de que Sarah Zyto, la actual esposa
de Mauricio Kohen, había sido desdeñada por él, años antes, a causa de los
bellos ojos de Milka Mir, ¿Error o acierto? ¡Dios lo sabía! Si grande era la
rivalidad de los dos banqueros, mucho mayor era la de sus dos mitades: Milka,
la de Blumen, y Sarah, la de Kohen.
Esta,
envidiaba a aquélla su fortuna; y aquélla, envidiaba las buenas relaciones de
ésta. Si la fortuna de Kohen se calculaba en un millón, había que calcular en
cinco la de Blumen. Y, sin embargo, esa noche, la ambiciosa Milka, bebería sola
y, aburrida el té de su samovar, mientras Sarah exhibiría sus collares sospechosos
bajo las arañas de los Adalid.
El gas
tiñó de espectro la cara del nuevo invitado. Los curiosos le abrieron paso sin
reconocerle. Un criado le tomó sombrero, sobretodo y bastón.
El
dueño de casa acudió a recibirlo, y quedó pasmado.
-¿Usted
es... Blumen?
-Para
servirle.
Mauricio
Kohen, su contendor de esa tarde en la Sinagoga estaba en el salón, con su
mujer, y ambos corrieron a presenciar el prodigio: ¡Zacarías Blumen a la moda! Sarah
Zyto lo llamó por el nombre que él habría querido enterrar bajo siete leguas de
tierra.
-¡Oh,
mi querido Zabulón! ¿Qué has hecho de tus barbas patriarcales? ¿Qué va a decir
tu pobre Milka? Y ella ¿no ha venido? ¿Por qué no has traído a la hermosa
Milka? Zacarías maldijo su estrella, dio algunas explicaciones, y se escabulló
de aquella mujer que lo tuteaba como a un criado.-¿Tan amigo es de Sarah Zyto
que lo trata con tanta familiaridad? -Sí… no…, es decir, entre nosotros.
Huyó
de nuevo, para no contar que Sarah Zyto, veinte años atrás, fue la mujer de su
hermano David. Y se perdió en el tumulto de los invitados, saludando a todos, y
sin saber en qué grupo mezclarse.
Hasta
que le cortó el paso un muchachón despejado e insolente, que lo condujo al
buffet.
-Venga,
vamos a tomar champagne, y a hablar de negocios. Yo soy Rogelio, el menor de
los Adalid varones. Hay, todavía una hermana de seis años. Yo tengo quince,
pero soy el que sabe más. Ellos se burlan de mí porque no quiero trabajar. Yo
les contesto que cuando se tienen cinco millones, es una imbecilidad ponerse en
peligro de perderlos, por tenéis seis.
Zacarías
hizo el gesto habitual de tirarse las guedejas, y su mano indecisa arañó la
mejilla flácida.
-¿Y
qué es lo que sabe usted, mi amiguito?
-¡Vivir!...
Supongo que usted querrá champagne seco ¿no es así? El dulce para las mujeres.
Bueno, óigame.
Yo
quiero que usted sea mi banquero…
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