La clase dirigente
estadounidense se siente amenazada por los cambios internacionales que
el presidente Donald Trump está impulsando. Y ahora acaba de establecer
una alianza para someterlo al tutelaje del Congreso de Estados Unidos.
Mediante una ley que el Congreso acaba de adoptar de manera casi unánime,
la clase dirigente estadounidense impone sanciones contra Corea del Norte,
Irán y Rusia y torpedea las inversiones de la Unión Europea
y China. Su objetivo es detener la política de cooperación y
desarrollo del presidente Trump y volver a la doctrina Wolfowitz, una
doctrina de confrontación y supremacía de Estados Unidos.
Es
un escándalo sin precedentes. El jefe del personal de la Casa Blanca, Reince
Priebus, era parte del complot destinado a desestabilizar al presidente Trump y
preparar su destitución. Priebus estaba alimentando las filtraciones cotidianas
que han venido perturbando la vida política estadounidense, principalmente las
vinculadas a la supuesta colusión entre el equipo de Donald Trump y el Kremlin
[1]. Al despedirlo, el presidente Trump entró en conflicto con el establishment
del Partido Republicano, partido que el propio Priebus presidió en su momento.
Dicho
sea de paso, todas esas “filtraciones” sobre las agendas y contactos de
diferentes personas no han aportado absolutamente ninguna prueba sobre las
acusaciones contra Trump y su equipo de campaña.
La
reorganización del equipo de Trump, después del despido de Priebus, ha sido en
detrimento de las personalidades republicanas y a favor de los militares que se
oponen al tutelaje del Estado Profundo. De hecho, ha dejado de existir la
alianza con Donald Trump que el Partido Republicano había tenido que aceptar,
de mala gana, el 21 de junio de 2016, durante la convención de investidura del
hoy presidente de Estados Unidos.
Así
que nos encontramos nuevamente ante la ecuación inicial: de un lado, el
presidente de la «América Profunda»; del otro, toda la clase dirigente de
Washington respaldada por el Estado Profundo –o sea, la parte de la
administración a cargo de mantener la continuidad del Estado más allá de la
alternancia entre los grupos políticos.
Es
evidente que esa coalición cuenta con el respaldo del Reino Unido y de Israel.
Y
sucedió lo que tenía que suceder: los líderes demócratas y republicanos se han
puesto de acuerdo para contrarrestar la política exterior del presidente Donald
Trump y mantener sus prerrogativas imperiales.
Con
ese objetivo acaban de adoptar en el Congreso una ley de 70 páginas que impone
oficialmente sanciones contra Corea del Norte, contra Irán y contra Rusia [2].
De manera unilateral, ese texto impone además a todos los demás Estados del
mundo la obligación de respetar las sanciones comerciales estadounidenses. Por
consiguiente, esas sanciones se aplican de hecho tanto a la Unión Europea como
a China, al igual que a los Estados oficialmente designados como blancos de
esas medidas punitivas.
Sólo
5 parlamentarios se separaron de esa coalición y votaron en contra de esta ley:
los representantes Justin Amash, Tom Massie y Jimmy Duncan y los senadores Rand
Paul y Bernie Sanders.
Varias
disposiciones de esa ley prohíben más o menos al poder ejecutivo estadounidense
–o sea, a la Casa Blanca y las diferentes dependencias federales– aligerar en
alguna forma las sanciones comerciales que el Congreso impone. Donald Trump se
ve así teóricamente atado de pies y manos.
Por
supuesto, siempre le queda al presidente Trump la posibilidad de oponer su veto
a la ley aprobada por los parlamentarios. Pero, según la Constitución
estadounidense, el Congreso sólo tendría que volver a votar el texto en los
mismos términos para hacer prevalecer su voluntad ante el veto del presidente.
Así que este último se limitará a firmar la ley para ahorrarse el peligro de
sufrir una derrota ante los parlamentarios.
El
hecho es que estamos a punto de ser testigos, en los próximos días, de una
guerra inédita. Los partidos políticos estadounidenses tienen intenciones de
echar abajo la «doctrina Trump», según la cual es mediante su propio desarrollo
económico que Estados Unidos debe mantener su liderazgo mundial. Y pretenden,
por el contrario, volver a la «doctrina Wolfowitz» de 1992, la cual estipula
que, para mantener su posición de predominio mundial, Washington debe
obstaculizar el desarrollo de todo posible competidor [3].
Paul
Wolfowitz es un trotskista que se puso al servicio del presidente republicano
George Bush padre en la lucha contra Rusia. Diez años después, bajo la
administración del también republicano George Bush hijo, Wolfowitz fue
secretario adjunto de Defensa y posteriormente presidente del Banco Mundial.
Pero en la elección presidencial del año pasado, Wolfowitz aportó su respaldo a
la candidata demócrata Hillary Clinton. En 1992, Wolfowitz escribía que para
Estados Unidos el competidor más peligroso era… la Unión Europea y que
Washington tendría que destruirla políticamente, e incluso en el plano
económico.
La
ley que los parlamentarios estadounidenses acaban de adoptar pone en peligro
todo lo que Donald Trump había logrado durante los últimos 6 meses, específicamente
en la lucha contra la Hermandad Musulmana y sus organizaciones yihadistas, la
preparación de la independencia de la región de Donbass –que acaba de anunciar
que pasará a llamarse Malorossiya (Pequeña Rusia)– y el restablecimiento de la
Ruta de la Seda.
Como
primera medida de respuesta, Rusia ya hizo saber a Washington que tendrá que
reducir el número de funcionarios de su embajada en Moscú al número de
funcionarios que cuenta la embajada rusa en la capital federal estadounidense,
o sea 455 personas, expulsando así a 755 diplomáticos estadounidenses. Eso
quiere decir que la embajada estadounidense en Rusia contaba 1 210
funcionarios. Moscú hace notar así que si ha existido algún tipo de
interferencia rusa en la política estadounidense, no se trata ciertamente de
nada comparable con la envergadura de la injerencia de Estados Unidos en la
vida política rusa.
Por
cierto, el 27 de febrero pasado, el ministro ruso de Defensa, Serguei Choigu,
anunció al parlamento de la Federación Rusa que sus fuerzas armadas cuentan
ahora con la capacidad de organizar –ellas también– «revoluciones de colores»,
algo que Estados Unidos viene haciendo desde hace 28 años.
Mientras
tanto, los europeos ven con estupor como sus amigos en Washington –Barack
Obama, Hillary Clinton, John McCain– acaban de bloquear toda esperanza de
crecimiento en los países de la Unión Europea. Sin embargo, a pesar de esta
cruel sorpresa, los europeos siguen sin entender que el supuestamente
«imprevisible» Donald Trump en realidad es su mejor aliado. Totalmente
aturdidos por ese voto del Congreso estadounidense, que los sorprende en plenas
vacaciones de verano, los europeos no hallan nada mejor que ponerse «en
posición de espera».
A
falta de una reacción inmediata podrán verse arruinadas las empresas que
invirtieron en la solución de la comisión europea encargada de garantizar el
abastecimiento energético de la Unión. Wintershall, E.ON Ruhrgas, N. V.
Nederlandse Gasunie y Engie (la antigua GDF Suez) están implicadas en la
construcción de la nueva tubería paralela a la tubería ya existente del
gasoducto Nord Stream, trabajo ahora prohibido por el Congreso de Estados
Unidos. Con ello pierden esas empresas no sólo la posibilidad de presentarse
como aspirantes en procesos de licitaciones en Estados Unidos sino también
todos sus fondos depositados en suelo estadounidense. Se les bloquea además de
inmediato todo acceso a los bancos internacionales y no podrán continuar sus
actividades fuera de la Unión Europea.
El
gobierno alemán ha sido, por el momento, el único en expresar su descontento.
No se sabe si logrará convencer a los demás gobiernos europeos y obtener que la
Unión Europea se rebele al fin contra su amo estadounidense. Nunca antes se
había visto una crisis similar y por tanto no existen puntos de referencia que
permitan anticipar el curso de los acontecimientos. Es probable que varios
Estados miembros de la UE defiendan, aún en contra de sus socios europeos, los
intereses de Estados Unidos, o más bien la versión de esos intereses que
presenta el Congreso estadounidense.
Como
cualquier otro país, Estados Unidos tiene derecho a prohibir a sus empresas que
mantengan relaciones comerciales con tal o más cual Estado extranjero, así como
a prohibir los intercambios con empresas de otras nacionalidades.
Pero,
según la Carta de las Naciones Unidas, ningún Estado puede imponer a otro sus
propias decisiones en materia de comercio. Y eso es lo que hizo Estados Unidos
con su política de sanciones contra Cuba [4].
En
aquel momento, por iniciativa de Fidel Castro el Gobierno Revolucionario de
Cuba inició una Reforma Agraria que no fue del agrado de Washington [5]. Los
países miembros de la OTAN, cuya última preocupación era la suerte de aquella
islita del Caribe, se plegaron a aquellas sanciones. Poco a poco, el soberbio
Occidente pasó a ver como algo normal el tratar de rendir por hambre a los
Estados que se resistían al poderoso amo estadounidense. Hoy vemos, por primera
vez, como la propia Unión Europea se ve directamente afectada por una forma de
dominación que ella misma ayudó a instaurar.
Más
que nunca, el conflicto entre Trump y el establishment estadounidense adopta
una forma cultural. En ese conflicto se enfrentan los descendientes de los
inmigrantes que llegaron a Estados Unidos en busca del «American Dream» [6] y
los descendientes de los puritanos que llegaron a América a bordo del Mayflower
[7].
Eso
explica, por ejemplo, las críticas de la prensa internacional sobre el
lenguaje, ciertamente vulgar, del nuevo jefe de prensa de la Casa Blanca,
Anthony Scaramucci. Hasta ahora, Hollywood había reflejado sin problemas los
modales poco convencionales de los hombres de negocios neoyorquinos. Pero ese
lenguaje soez es presentado ahora como algo incompatible con el ejercicio del
poder. El ex presidente Richard Nixon solía expresarse así y fue una de las
cosas que se le reprochó cuando el FBI organizó el escándalo del Watergate para
obligarlo a dimitir. Sin embargo todos reconocen que Nixon fue un gran
presidente –puso fin a la guerra de Vietnam y reequilibró las relaciones
internacionales al establecer vínculos diplomáticos con la República Popular
China, frente a la URSS. Resulta sorprendente ver a la prensa europea repetir
hoy el argumento puritano, religioso, contra el vocabulario de Scaramucci para
juzgar la competencia del equipo de Trump en materia de política, como también
sorprende que el propio Trump lo haya despedido a pesar de que acababa de
nombrarlo.
El
futuro del mundo puede estar en juego tras lo que hoy parece una simple lucha
de clanes. Es posible que esté en juego la posibilidad de que ese futuro esté
hecho de enfrentamiento y dominación o de que sea un futuro de cooperación y
desarrollo.
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