La
voluntad significada abraza por último las inspiraciones de la gracia. «Estas
inspiraciones son rayos divinos que proyectan en las almas luz y calor para
mostrarles el bien y animarlas a practicarlo; son prendas de la divina
predilección con infinita variedad de formas; son sucesivamente y según las
circunstancias, atractivos, impulsos, reprensiones, remordimientos, temores
saludables, suavidades celestiales, arranques del corazón, dulces y fuertes
invitaciones al ejercicio de alguna virtud. Las almas puras e interiores
reciben con frecuencia estas divinas inspiraciones, y conviene mucho que las
sigan con reconocimiento y fidelidad.» ¡ Es tan valioso el apoyo que nos prestan!
¡Con cuánta razón decía el Apóstol: «No extingáis el espíritu» , es decir, no
rechacéis los piadosos movimientos que la gracia imprime a vuestro corazón! ¿Necesitaremos
añadir que la voluntad significada nos mandará, nos aconsejará, nos inspirará
durante todo el curso de nuestra vida? Siempre tendremos que respetar la
autoridad de Dios, pues nunca seremos tan ricos que podamos creernos con
derecho a desechar los tesoros que su voluntad nos haya de proporcionar.
Guardar con fidelidad la voluntad significada es nuestro medio ordinario de
reprimir la naturaleza y cultivar las virtudes; porque la naturaleza nunca
muere, y nuestras virtudes pueden acrecentarse sin cesar. Aunque mil años viviéramos
y todos ellos los pasáramos en una labor asidua, nunca llegaríamos a parecernos
en todo a Nuestro Señor y ser perfectos como nuestro Padre celestial.
No
debemos omitir que para un religioso sus votos, sus Reglas y la acción de los
Superiores constituyen la principal expresión de la voluntad significada, el
deber de toda la vida y el camino de la santidad.
Nuestras
Reglas son guía absolutamente segura. La vida religiosa «es una escuela del
servicio divino», escuela incomparable en la que Dios mismo, haciéndose nuestro
Maestro, nos instruye, nos modela, nos manifiesta su voluntad para cada
instante, nos explica hasta los menores detalles de su servicio. El es quien
nos asigna nuestras obras de penitencia, nuestros ejercicios de contemplación,
las mil observancias con que quiere practiquemos la religión, la humildad, la
caridad fraterna y demás virtudes; nos indica hasta las disposiciones íntimas
que harán nuestra obediencia dulce a Dios, fructuosa para nosotros. Esto
supuesto, ¿qué necesidad tenemos -dice San Francisco de Sales- que Dios nos
revele su voluntad por secretas inspiraciones, por visiones y éxtasis? Tenemos
una luz mucho más segura, «el amable y común camino de una santa sumisión a la
dirección así de las Reglas como de los Superiores. »«En verdad que sois dichosas,
hijas mías -dice en otra parte-, en comparación con los que estamos en el
mundo. Cuando nosotros preguntamos por el camino, quién nos dice: a la derecha;
quién, a la izquierda; y, en definitiva, muchas veces nos engañan. En cambio
vosotras no tenéis sino dejaros conducir, permaneciendo tranquilamente en la
barca. Vais por buen derrotero; no hayáis miedo. La divina brújula es Nuestro Señor;
la barca son vuestras Reglas; los que la conducen son los Superiores que, casi
siempre, os dicen: Caminad por la perpetua observancia de vuestras Reglas y
llegaréis felizmente a Dios. Bueno es, me diréis, caminar por las reglas; pero
es camino general y Dios nos llama mediante atractivos
particulares; que no todas somos conducidas por el mismo camino. -Tenéis razón
al explicaros así; pero también es cierto que, si este atractivo viene de Dios,
os ha de conducir a la obediencia».
Nuestras
Reglas son el medio principal y ordinario de nuestra purificación. La
obediencia, en efecto, nos despega y purifica por las mil renuncias que impone
y más aún por la abnegación
del juicio y de la voluntad propia que, según San Alfonso, son la ruina
de las virtudes, la fuente de todos los males, la única puerta del pecado y de
la imperfección, un demonio de la peor ralea, el arma favorita del tentador
contra los religiosos, el verdugo de sus esclavos, un infierno anticipado. Toda
la perfección del religioso consiste, según San Buenaventura, en la renuncia de la propia
voluntad; que es de tal valor y mérito, que se equipara al martirio; pues si el
hacha del verdugo hace rodar por tierra la cabeza de la víctima, la espada de
la obediencia inmola a Dios la voluntad que es la cabeza del alma.»
Nuestras
Reglas son mina inagotable para el cielo, y verdadera riqueza de la vida
religiosa. Contra la obediencia, en efecto, no hay sino pecado e imperfección;
sin ella, los actos más excelentes desmerecen; con ella lo que no está prohibido
llega a ser virtud, lo bueno se hace mejor. «Introduce en el alma todas las virtudes, y una vez
introducidas las conserva», multiplica los actos del espíritu,
santificando todos los momentos de nuestra vida; nada deja a la naturaleza,
sino todo lo da a Dios. El divino Maestro, según la bella expresión de San
Bernardo, «ha hecho tan
gran estima de esta virtud, que se hizo obediente hasta la muerte, queriendo
antes perder la vida que la obediencia». Por eso todos los santos la han
ensalzado a porfía y han cultivado con ardiente celo esta preciosa virtud tan
amada de Nuestro Señor. El Abad Juan podía decir, momentos antes de presentarse
a Dios, que él jamás había hecho la voluntad propia. San Dositeo, que no podía
practicar las duras abstinencias del desierto, fue con todo elevado a un muy
alto grado de gloria después de solos cinco años de perfecta obediencia. San
José de Calasanz llamaba a la religiosa obediente, piedra preciosa del Monasterio.
La obediencia regular era para Santa María Magdalena de Pazzis el camino más
recto de la salvación eterna y de la santidad. San Alfonso añade: «Es el único camino que existe
en la religión para llegar a la salvación y a la santidad, y tan único, que no
hay otro que pueda conducir a ese término... Lo que diferencia a las religiosas
perfectas de las imperfectas, es sobre todo la obediencia.» Y según San Doroteo,
«cuando viereis un solitario que se aparta de su estado y cae en faltas
considerables, persuadíos de que semejante desgracia le acontece por haberse
constituido guía de sí mismo. Nada, en efecto, hay tan perjudicial y peligroso como seguir el propio
parecer y conducirse por propias luces».
«La
suma perfección -dice Santa Teresa- claro es que no está en regalos interiores,
ni en grandes arrobamientos, ni en visiones, ni en espíritu de profecía, sino
en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios, que ninguna cosa entendamos
que quiere, que no la queramos con toda nuestra voluntad y tan alegremente
tomemos lo amargo como lo sabroso, entendiendo que lo quiere su Majestad.» De
ello ofrece la santa diversas razones; después añade: «Yo creo que, como el demonio ve que no hay camino
que más presto llegue a la suma perfección que el de la obediencia, pone tantos
disgustos y dificultades debajo de color de bien.» La santa conoció
personas sobrecargadas por la obediencia de multitud de ocupaciones y asuntos,
y, volviéndolas a ver después de muchos años, las hallaba tan adelantadas en
los caminos de Dios que quedaba maravillada. «¡Oh dichosa obediencia y distracción por ella, que tanto
pudo alcanzar!».
San
Francisco de Sales abunda en el mismo sentir: «En cuanto a las almas que,
ardientemente ganosas de su adelantamiento, quisieran aventajar a todas las
demás en la virtud, harían mucho mejor con sólo seguir a la comunidad y observar
bien sus Reglas; pues no hay otro camino para llegar a Dios.» Era Santa
Gertrudis de complexión débil y enfermiza, por lo que su superiora la trataba
con mayor suavidad que a las demás, no permitiéndole las austeridades
regulares.
« ¿Qué
diréis que hacía la pobrecita para llegar a ser santa? Someterse humildemente a
su Madre, nada más; y por más que su fervor la impulsase a desear todo cuanto
las otras hacían, ninguna muestra daba, sin embargo, de tener tales deseos.
Cuando le mandaban retirarse a descansar, hacíalo sencillamente y sin replicar;
bien segura de que tan bien gozaría de la presencia de su Esposo en la celda
como si se encontrara en el coro con sus compañeras. Jesucristo reveló a Santa
Matilde que si le querían hallar en esta vida le buscasen primero en el Augusto
Sacramento del Altar, después en el corazón de Gertrudis.» Cita el piadoso
doctor otros ejemplos y luego añade: «Necesario es imitar a estos santos
religiosos, aplicándonos humilde y fervorosamente a lo que Dios pide de nosotros
y conforme a nuestra vocación, y no juzgando poder encontrar otro medio de
perfección mejor que éste».
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