LA ORACIÓN EN EL HUERTO
Qué vergüenza pasaría cuando escuchase, ante la
presencia de Dios, los cargos de nuestros abominables pecados como si fuesen suyos.
¡Ay de nosotros porque los hicimos! (SAN JUAN DE A
VI- LA. Trat. 10 del Smo. Sacr., núm. 7).
Parece que ya no podía ser mayor la tristeza de Jesucristo,
pero sí. Nuestro desagradecimiento, que es lo que más duele a quien da con
amor, hizo aumentar la tristeza que sentía. Vio que iba a haber muchos que no
conocieran su esfuerzo en favor nuestro, tantos que no lo apreciaran, que no lo
agradecieran. Vio que después de haber dado su sangre para limpiar nuestra
inmundicia, aún habría quienes murieran eternamente. Esto hería su corazón de
tal modo que es imposible decirlo con palabras. Sintió el nuevo pecado de los
hombres: los que pisan su sangre y desprecian su amor. Mucho más duro es este
desprecio si viene de los mismos cristianos, de quienes han recibido mayores
muestras de
amor, entonces el desagradecimiento desgarra más
porque los que aman mucho se entristecen cuando les responden con desprecio.
Dinos, Señor, ¿qué sientes, Tú que nos tienes tanto
amor, cuando te despreciamos y te olvidamos? Vio también, en una mezcla de
dolor y de consuelo, cómo sus escogidos luchaban en la tentación, vio su
mortificación y su esfuerzo, su penitencia, las persecuciones que iban a
padecer, las injurias y la deshonra que sufrirían, su trabajo y su cansancio,
su dolor y, a veces, su martirio. Miró todo esto como algo muy propio, porque
muy de cerca le llegaba el corazón. Eran padecimientos de los suyos, eran
padecimientos suyos.
Padecían por su amor, por no ofenderle, en defensa
suya. Eran perseguidos sólo P?r ser sus amigos, porque le servían y le seguían
~ El. El Señor hacía suyo todo este dolor y lo padecía El. Si a Saulo, cuando
perseguía a sus cristianos, dijo: «¿Por qué me persigues?», de la misma manera
las piedras con que mataron al diácono Esteban le herían a Él, y el fuego que
quemaba a Lorenzo le quemaba a Él, y todas las tribulaciones de sus santos le
afligían. Él conocía todo, y penetraba mejor que nadie este dolor, y lo aceptó,
y lo ofreció a su Eterno Padre en su oración. El sufrimiento de su cuerpo
místico era el sufrimiento de su propio cuerpo.
El Salvador hace oración en el huerto
El Salvador nos dio un excelente ejemplo de lo que debemos
hacer cuando estamos tristes: acudir a la oración. Su naturaleza, débil como la
nuestra, rechazaba una cruz tan amarga; pero se postró en oración delante de
Dios antes que permitir que su naturaleza cayera. Sabía bien que ni una hoja de
un árbol se mueve sin que Dios lo quiera, que todo se ordena a los fines de la
providencia divina. Cumplió con sus obras lo que había enseñado de palabra (Mt
6,6), que la oración se debe hacer a solas, y por eso se apartó también de los tres
apóstoles más cercanos, «como un tiro de piedra», dice el evangelista. «y El
mismo se arrancó de ellos».
Se arrancó, no sólo se apartó, sino que, al hacerlo,
se arrancó algo de sí mismo, tanto esfuerzo le costó dejarles. Pero lo hizo. Y
se arrodilló a una distancia que ellos pudieran advertir su ejemplo, y Él
pudiese desahogar su corazón afligido con más libertad.
Allí, «se puso de rodillas» (Le 22, 41). San Marcos dice
que «cayó a tierra». Luego, «se postró», se dejó caer con la cara contra el suelo,
(Mt 26, 39), y empezó a rezar: «Padre» (Le 22,42). «Padre, Padre» (Me 14,36).
«Padre mío» (Mt 26, 39). Empezó a, consolarse con aquel Padre que le mandaba morir.
Y El obedecía como Hijo, aunque le viera con el cuchillo en la mano, mucho mejor
que lo vio Isaac. Nos enseñó a aumentar nuestra confianza cuando es grande la
contrariedad, nos enseñó a ver a Dios como Padre aun en el momento en que castiga,
llamándole así: Padre.
«Padre, Padre, Padre mío..., si es posible
(Mt 26,39), si Tú quieres... » (Le 22,42), te suplico que no tenga que beber este cáliz de
amargura. Yo no quiero ninguna cosa que Tú no quieras; pero, si Tú quieres, si
es posible, haz que no beba este cáliz.
Sentir repugnancia ante el dolor y desear evitarlo, no
disminuye el mérito si la propia voluntad está conforme con la de Dios, al
contrario, aumenta el mérito.
Así hizo Jesucristo, mostró bien clara su
repugnancia natural ante el dolor -«Aparta de Mí este cáliz»-, pero añade: «Si
es posible, si Tú quieres», y como no es po
. sible, como Dios no quiere, Jesús se somete y se
abraza a la Voluntad de Dios: «No hagas lo que yo quiero, sino lo que quieres
Tú» (Mt 26, 39).
Ejemplo digno de ser imitado. Quien pide es el Hijo Único
de Dios, amante y obediente, en el que su Padre tiene puesta toda su
satisfacción. A quien pide es a su Padre, el que todo lo puede. Lo que pide es
que le libre de una muerte cruel que no merece. Y, s41 embargo, pide con
serenidad y respeto, pide con la condición de que ésa sea su Voluntad, no
quiere más que lo que quiera su Padre. En cambio nosotros, que por nuestra culpa
merecemos cualquier castigo, no miramos qué pedimos, ni el motivo, ni tenemos
en cuenta lo inoportunos que somos.
El Señor nos da ya hecha la oración: «Que no se haga
lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú».
El Salvador se levantó y se acercó a sus discípulos.
Con el cansancio y la tristeza estaban dormidos. Les
despertó para que estuvieran alerta ante el encuentro que esperaban. Seguro que
le entristecería ver lo vivo y despierto que andaba Judas en la traición y, en
cambio, los suyos, perezosos y adormilados en la oración.
Pedro había demostrado ser el más animoso, al menos el
que más había presumido ofreciéndose hasta morir por su Maestro, con tal de no
abandonarle. Y ahora estaba dormido. El Señor quiso advertirle que no presumiese
de grandes heroicidades, y se humillase al ver que era vencido hasta en cosas
vulgares y pequeñas.
«¡Pedro, ¿tú también duermes?!»
Se dirigió a él, personalmente: (Me 14, 37). Tú decías que me seguirías hasta dejarte encarcelar y
morir por Mí, ¿y ahora no has podido estar despierto conmigo ni siquiera un
rato? ¿Ni siquiera ahora en que necesito tu compañía porque me muero de
tristeza? ¿No te parece que yo debiera dormir y descansar y tú estar despierto
para defenderme? «¡Pedro!, ¿tú también duermes? ¿Ni
siquiera una hora has podido estar despierto conmigo?».
Pedro no supo qué contestar. El Señor se volvió a los
demás, que habían imitando a Pedro tanto en presumir como en dormirse luego, y
les dijo: «Manteneos despiertos y rezad», no sólo por Mí sino por vosotros, «para que no seáis vencidos por la tentación». No os descuidéis,
no os fiéis de vuestras buenas intenciones porque aunque «el espíritu esté dispuesto» para hacer y padecer, «la carne es flaca» y batalla contra el espíritu, y os
vencerá si no insistís en la oración pidiendo a Dios su fortaleza.
E inmediatamente puso Él mismo en práctica lo que
acababa de decir: volvió otra vez a alejarse un poco y reanudó su oración. Yo
te he suplicado, Padre mío, que si era posible me libraras de beber este cáliz de
amargura, pero si has dispuesto otra cosa «y no puede ser que no lo beba, que
se cumpla tu Voluntad» (Mt 26,42).
De nuevo volvió donde estaban los suyos, preocupado
por su debilidad, y otra vez los encontró dormidos (v. 43). Demostraban con su
sueño lo débiles que iban a ser en la acción puesto que tan perezosos eran en
la oración. Esta vez el Señor no quiso decirles nada, quizá para no afligirles
más; les había reprendido ya una vez, no quería avergonzarles de nuevo
echándoles en cara que les había avisado antes y que se habían vuelto a dormir.
Se daban cuenta por sí mismos, y estaban tan avergonzados que no sabían qué
disculpa poner (Me 14, 40). Tampoco nosotros encontramos disculpa por la poca
compañía que hacemos al Señor en su Pasión, a no ser la de que estamos con los
ojos cargados de sueño de tanto mirar lo que nos aparta de Dios.
El Salvador los dejó donde estaban (Mt 26, 44) Y se volvió
por tercera vez a rezar. Y por tercera vez rezó con las mismas palabras. No
hacen falta palabras nuevas y rebuscadas para dirigirse a Dios, bastan las mismas,
tres y muchas veces repetidas para que el Señor nos oiga; perseverantes
llamando a la puerta de Dios hasta que nos obra; continuos en la oración, y
tanto más tiempo cuanto mayor sea la tristeza que nos oprime.
Sudor de
sangre
Era grande la tristeza del Señor en esta tercera
vez; tanto, que San Lucas la llama «agonía». Agonía quiere decir lucha, pelea;
porque Cristo peleaba y luchaba dentro de sí; por un lado estaba su natural
rechazo y huía del dolor que imaginaba terrible ante su inminente muerte, y por
otro lado estaba su voluntad de obedecer al mandato de su Padre. Su espíritu,
fuerte y dispuesto a morir, peleaba contra su carne y la animaba
a que aceptase la muerte y obedeciera la orden de
Dios.
En esta lucha, en esta «agonía», dice San Lucas (22,
43-44) que el Salvador hizo más fervorosa y «más larga su oración». En esta
angustia, se violentó a sí mismo con tanta fuerza, que algunas venas se
rompieron y salieron a través de los poros de la piel «gotas de sangre que
corrían hasta el suelo». No sudó sangre por miedo, sino por la fuerza que puso
en vencerlo, por la enorme fuerza que tuvo que hacerse a sí mismo para obedecer
a Dios.
Cuanto más crecía el sufrimiento, más insistía en su
oración, suplicando al Padre Eterno que le evitase beber aquel trago tan amargo
de dolor, pero que se hiciese su voluntad.
Todos los ángeles del cielo estarían absortos y admirados
al ver al Hijo de Dios agonizante, que por tres veces suplicaba al Padre Eterno
le perdonase la vida y le evitase una muerte tan llena de dolor y de vergüenza.
Todos los ángeles esperarían el resultado de aquella petición, por ver si moriría
o no, por ver si la espada, ya sobre la cabeza del Señor, volvería a la vaina
sin sangre, como antiguamente hizo Abraham con su hijo Isaac.
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