LA TRISTEZA DEL SALVADOR
Se había despedido de su Madre, y el dolor con que
ella se quedaba le desgarró el corazón.
y en todas estas cosas había procurado
dominarse, poner buena cara, disimular lo que pasaba por dentro, para consolar
a los suyos y cumplir con el deber de aquella última cena. Pero como la
tristeza encerrada aún hace más daño al que la sufre, porque busca por dónde
salir y tener un alivio y un desahogo, cuando el Señor se vio solo en el huerto,
lejos de los ocho apóstoles que había dejado a la entrada, rompió a llorar;
mostró toda su amargura, deseaba descansar el corazón, consolarse con el amor y
la lealtad de los tres discípulos más queridos. Y fue a ellos a quienes dijo:
«Mi alma está triste, hasta el borde de la muerte».
No era menor la pena que le producía ver la mala voluntad
de sus enemigos. De su odio nacía el deseo de matarle, de inventarse injurias y
nuevas maneras ~e torturarle de burlarse de Él en medio de su angustia.
Era como si los enemigos triunfasen sobre Él, caído
y abandonado de Dios: «Dios le ha desamparado, perseguidle, cogedle, que no hay
nadie que le salve» (Sal. 16, 11). Esta sensación de verse pisoteado por sus
enemigos, de que había llegado el momento de volcar su odio contra El, hacía
que llamara al Padre Eterno en su ayuda: «Mira, Señor, mi tristeza; mira cómo
mi enemigo se ha levantado contra mí» (Lam 1, 9).
Y si el oír bramar a un toro o rugir a un león produce
ya miedo, aun estando protegido, con sólo imaginar lo que haría esta fiera si
estuviera libre, pensad en la angustia que produciría al Señor verse rodeado de
tanta gente furiosa como fieras, y libres de poder hacer con Él lo que su odio
les dictara. Porque, ciertamente, su pueblo, querido y elegido por El, se
revolvió contra Cristo con la fiereza de un león; así lo indica el profeta
cuando escribe: «Mi pueblo se convirtió para mí en un león salvaje; lanzó su
rugido contra mí» (Jer 12,8).
A este odio de los sacerdotes principales y a esta
mala voluntad de los poderosos del pueblo se refiere aquella profecía del
salmo: «Me rodeó un gran número de novillos; me cercaron toros enormes; abrieron
contra mí sus bocas rugiendo como leones rapaces» (21, 13).
El señor conocía ya antes esta mala voluntad de sus
enemigos, que habían de ser sus jueces; conocía todos sus planes y los pasos
que iban a dar para condenarle. Muchos años antes, el profeta Jeremías lo pondera
muy especialmente, como algo que iba a causarle un gran dolor y sufrimiento:
«Tú, Señor, me lo dijiste y lo supe; me hiciste saber sus maquinaciones. Yo
quedé entre ellos, como un manso cordero al que llevan a la muerte» (11, 18).
Supo, además, el Señor que, al encontrarse rodeado
por aquellos enemigos sin poder escapar -ni quererlo-, iba a ser abandonado
también de sus amigos.
No tendría ya quien le defendiese ante las calumnias
y acusaciones, nadie abogaría por su causa; entre aquella gente a nadie le importaría
que muriera. De esto se quejaba El cuando decía: «Miro a mi derecha y veo que
no hay nadie que se preocupe por mí; no tengo escapatoria, no hay nadie que me
defienda» (Sal 141, 5).
El mismo expresa la angustia de este desamparo de
los amigos: «Me
deshice como el agua; se descoyuntaron todos mis huesos. Mi corazón es como
cera que se derrite en mis entrañas» (SaI21, 15).
Tenía la muerte muy cercana, y veía en su imaginación
todo el dolor que iba a sufrir, el tormento y la crueldad de la cruz. La
imaginación muchas veces asusta más que la misma muerte, por eso a los condenados
suelen taparles los ojos para que no vean ni el sitio ni el instrumento de su
ejecución; se procura también distraer a los condenados de su obsesión de la
muerte por evitarle s un poco la terrible ansiedad y el pavor de la espera.
Pero el Salvador no tuvo a nadie que le aliviara, nadie tuvo misericordia de Él
en aquella impaciente tensión de un condenado a muerte. «El agua de la tribulación entró hasta lo más
hondo de mi alma» (Sal 68, 1). No podía dejar de pensar en la apasionada
injusticia de los que iban a ser sus jueces, en la burla que iban a hacer de su
afirmación de Hijo de Dios. Hasta los mismos esclavos le atarían para azotarle.
Pensaba en el tropel de gente que le insultaría por las calles, camino de la
casa del Pontífice. Los sacerdotes iban a presentar testigos falsos; le
escupirían, le darían bofetadas, se reirían de Él...
Venía a su imaginación el momento en que Pilatos,
por miedo y por respeto humano, le remitiría a Herodes; y Herodes le trataría
de loco ante sus cortesanos.
Devuelto a Pilato, le haria azotar; los soldados le
clavarían una corona de espinas para burlarse de su realeza, de Él, verdadero
Rey de los hombres. Su corazón le daba vuelcos cuando pensaba en la sentencia
pregonada públicamente por Pilato: condenado a muerte, y de cruz. Oía los
aullidos de la gente fuera de sí. Y todo eso lo verían sus amigos, las mujeres
que le habían seguido, su misma Madre ... No es posible ver tan claramente, y
de antemano, el propio dolor y humillación y vergüenza, y no morir de tristeza.
Le era imposible apartar de su mente aquel terrible
lugar: el Calvario. Vio cómo iba a ser crucificado, cómo era levantado en la
cruz. Desnudo a la vista de todo el mundo. Rebajado a la categoría de un vulgar
salteador de caminos, se veía allí, clavado, entre los dos ladrones. Durante
más de tres horas iba a estar allí, colgado en la cruz, desamparado de sus
amigos, insultado por sus enemigos. Su Madre le vería, oiría su desgarrador
grito de agonía.
No podemos pensar que alguno de estos sufrimientos
se le escatimara al Señor, no debemos pensar que algún sufrimiento le resultara
fácil. Fue tanto el dolor que sintió que, de espanto, empezó a temblar y a
aterrorizarse (Me 14, 33. Mt 26,37). «Comenzó a sentir pavor y angustia». «Comenzó
a entristecerse y a angustiarse».
Para descansar un poco con sus tres amigos, les
dijo: «Mi alma está triste, hasta el borde de la muerte».
Tengo angustia y tristeza de muerte. Siento tanto dolor
que estoy a punto de morir. Me muero de triste~a ...
Quedaos un poco aquí, os lo ruego, quedaos conmigo.
Despertaos, no os durmáis. Hacedme compañía (Mt 26,
38).
Tanto fue su dolor como su amor infinito
A pesar de tanta tristeza y dolor, esto no impidió
que el Salvador se ofreciese con prontitud a la muerte; por obedecer a su Padre
y por salvar a los hombres.
Pero, al advertir la terrible carga que tomaba sobre
sus hombros, «entró en agonía» (Le 22,43). Y perseveró haciendo más intensa su
oración hasta sudar sangre de sus venas.
No os sorprenda que Jesucristo sufriera tanto; quizá
muchos hombres se han visto en situaciones más crueles, pero recordad: «No
llames valiente al que más heridas recibe, sino al que más sufre por ellas», y
las soporta. Y nadie como Cristo tuvo un alma tan grande: su dolor fue a la medida
de su amor; no comprendemos del todo su amor, por eso no comprendéis su dolor.
(SAN JUAN DE AVILA. Audi filia, 79-80).
Jesucristo veía clara e íntimamente la esencia de
Dios y, a su vista, vivía como arrebatado por el ansia de servirle, de amarle,
con toda la fuerza inexpresable de su amor. Veía también todos los pecados
cometidos por los hombres desde el comienzo del mundo, todos los que iban a
cometer todavía contra Dios, y su dolor de ver ofender a la Divina Majestad era
tan grande como grande era su deseo de que fuera bendecida y amada. No hay
quien pueda comprender este amor, y así tampoco hay nadie que pueda alcanzar la
hondura de su dolor.
Quizá hayáis leído que algunos hombres, tan amoroso
arrepentimiento sintieron de sus pecados, que no cabiendo en ellos tanto dolor,
perdieron la vida. Pensad: si una chispa de amor de Dios hizo morir así a algunos
santos, ¿¡qué sufrimientos de muerte serían los que padeció el Señor, Él, cuyo
amor a Dios y a los hombres no tiene medida, es fuego eterno!?
Su amor a los hombres: sólo Jesús sabía apreciar
justamente la gran desgracia que es para el hombre ser enemigo de Dios; caracer
para siempre de su amor y de su compañía. Solo Él podía entristecerse de verdad,
al ver a los hombres, que tanto quería, en el grave peligro de su infelicidad
eterna. Ver a Dios ofendido y a los hombres perdidos por el pecado era un cuchillo
de doble filo que se le clavaba en el corazón. Deseaba la salvación de los
hombres, aunque fuese tan a costa suya. Si San Pablo puede decir (2 Cor 11, 28)
que le fatigaba interiormente más «la preocupación y el cuidado de las
iglesias» que todo su cansancio físico y todas las persecuciones que padecía, ¿qué
no sufriría el Señor por dentro si tenía una caridad infinitamente mayor que
ese apóstol? Cristo nuestro Señor se había hecho cargo -había tomado como si
fuesen suyos- de todos los pecados de los hombres, y se había prestado a pagar
personalmente todas sus deudas, ante el Padre Eterno injuriado y ofendido.
«Todos nosotros perdimos el camino, y el Señor puso sobre su Mesías los pecados
de todos» (Is 53, 6). El amor de nuestro Señor aceptó esta rigurosa sentencia
de la justicia divina, y cargó con todos los pecados que los hombres han hecho,
hacen y han de hacer hasta que el mundo se acabe, sin dejar uno.
El Señor se dispuso a pagar con el dolor de su corazón.
Es imposible contar el número y la maldad de los pecados de los hombres, pero
aún más imposible es calibrar el dolor de Cristo.
Cristo no solamente salió fiador de culpas ajenas,
sino que se presentó Él mismo como culpable, como si los pecados fueran suyos.
Los que fían pagan como personas distintas al que fían, y no se les pega la deshonra
de los delitos ajenos, al contrario, quedan más honrados porque pagan por algo
que no les obliga.
Pero el Señor se hizo tan uno con nosotros como lo
es la cabeza con el cuerpo: quiso que nuestras culpas se llamasen culpas suyas;
por eso no solamente pagó con su sangre, sino con la vergüenza de esos pecados.
«Mi ignominia está frente a mí todo el día, y se me enrojece la cara de
vergüenza» (Sa143, 16). «La vergüenza cubre mi cara» (Sa168, 8). «Tú conoces la
humillación que padezco, mi confusión y mi vergüenza» (v. 20).
A pesar de la vergüenza que el Señor padeció por
nuestros pecados, pidió perdón por ellos con la misma vehemencia que si fueran
suyos. A veces, cuando un hombre comete un delito, algunos de los que fueron
sus amigos dicen no conocerle, para no poner en tela de juicio su propia
honradez. Y si un amigo verdadero se atreve a ayudar al delincuente, lo hace
siempre dejando claro que él no tuvo nada que ver con el delito de su amigo. El
Señor, en cambio, se presenta a ayudamos a nosotros, delincuentes y pecadores,
llamándonos amigos, hermanos, hijos suyos, llamándonos hasta miembros de su
mismo cuerpo, unos con Él; y lo proclama a gritos ante el tribunal de la
justicia divina.
Ruega que seamos
perdonados, negocia nuestra
Ruega que seamos
perdonados, negocia nuestra absolución, se entrega Él mismo como malhechor para
pagar nuestra pena. Aunque pidió tres veces en la oración que si era posible
ocurrieran las cosas sin que Él tuviera que morir, estaba bien seguro que no
conseguiría esa petición, porque se había hecho cargo de nuestros muchos
pecados, los llevaba ya como suyos: «Los gritos de mis pecados hacen imposible
mi salvación» (SaI21, 2).
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