De
la unión de nuestra voluntad con el beneplácito divino por la indiferencia.
El bienaventurado Ignacio de Loyola, después de haber puesto en marcha, con grandes trabajos, la Compañía
de Jesús, cuyos hermosos frutos contemplaba, previendo otros mucho mejores para
el porvenir, sintióse, empero, con alientos para asegurar que, si la Compañía
llegase a deshacerse, cosa para él la más áspera, le bastaría media hora para
sosegarse y quedar tranquilo en la voluntad de Dios. Aquel doctor y santo
predicador de Andalucía, Juan de Ávila, después de haber concebido el designio
de fundar una comunidad de clérigos reformados, para el servicio de la gloria
de Dios, cuando tenía ya el plan muy adelantado desistió de su intento con una
dulzura y una humildad incomparables, al ver que los jesuitas eran suficientes
para la realización de esta empresa. ¡Oh,
qué felices son estas almas, animosas y fuertes para las empresas que Dios les inspira,
y, al mismo tiempo, dóciles y flexibles en dejarlas, cuando Dios así lo
dispone! Estos son los rasgos de una indiferencia perfectísima: el desistir de
hacer un bien, cuando a Dios así le place, y el volver atrás en el camino
comenzado, cuando la voluntad de Dios, que es nuestro guía, así lo ordena.
Así,
¿no podemos poner afecto en ninguna cosa, y hemos de dejar todos los negocios a
merced de los acontecimientos? No hemos de olvidar nada de cuanto se requiere
para el buen éxito de las empresas que Dios ha puesto en nuestras manos, pero
siempre con la condición de que si el éxito es adverso, lo aceptemos con
tranquilidad y dulzura, porque tenemos el mandato de poner un gran cuidado en
las cosas que se refieren a la gloria de Dios y que nos han sido confiadas;
pero no estamos obligados ni corre a cuenta nuestra el obtener un buen éxito,
porque no depende de nosotros. Ten cuidado de él", le fue dicho al dueño
del mesón, en la parábola de aquel pobre hombre que yacía medio muerto entre
Jerusalén y Jericó. Hace notar San Bernardo que no se le dijo: Cúralo, sino:
Ten cuidado de él. Así los apóstoles, con un cariño incomparable predicaron
primeramente a los judíos, aunque sabían que al fin tendrían que dejarlos, como
una tierra estéril, para dirigirse a los gentiles. Corresponde a nosotros el
sembrar y el regar, pero el dar el fruto sólo es propio de Dios.
Pero,
si la empresa, comenzaría por inspiración, se malogra por culpa de aquellos a
quienes ha sido encomendada, ¿cómo se puede decir entonces que es menester
conformarse con la voluntad de Dios? Porque me dirá alguno que no es la
voluntad de Dios la que impide el éxito sino mi falta, e la cual no es causa la
voluntad divina. Es cierto, hijo mío, que tu falta no es debida a la voluntad
de Dios, pues Dios no es autor del pecado; pero es voluntad de Dios que a tu
falta siga, en castigo de la misma, el fracaso y el mal éxito de la empresa,
porque, si su bondad no puede querer la falta, su justicia hace que quiera la
pena que por ella padeces. Así Dios no fue la causa de que David pecase, pero
le impuso la pena debida a su pecado; tampoco fue la causa del pecado de Saúl,
pero sí de que, en castigo, se echase a perder en sus manos la victoria.
Luego, cuando acaece que los sagrados designios fracasan, en castigo
de nuestras faltas, debemos igualmente detestar la falta por un sólido
arrepentimiento, y aceptar la pena que por ella recibimos, porque, así como el
pecado es contrario a la voluntad de Dios, la pena es conforme a ella.
De la indiferencia
que debemos practicar en lo tocante a nuestro adelanto en las virtudes.
Si no sentimos el progreso y el avance de nuestros espíritus en la
vida devota, según Quisiéramos, no nos turbemos, permanezcamos en paz y
procuremos que siempre la tranquilidad reine en nuestros corazones. Es deber nuestro cultivar nuestras almas y,
por consiguiente, es menester que nos empleemos fielmente en ello. Pero, en
cuanto a la abundancia de la cosecha y de la mies, dejemos el cuidado a nuestro
Señor. El labrador nunca será reprendido por no tener una buena cosecha, sino
por no haber arado y sembrado bien las tierras. No nos
inquietemos, si siempre nos vemos novicios en el ejercicio de las vicisitudes;
porque, en el monasterio de la vida devota, todos se creen siempre novicios y,
en él, toda la vida está destinada aprobación, y no hay señal más
evidente de ser, no ya novicio, sino digno de expulsión y de reprobación que el
creerse profeso y tenerse por tal, porque, según la regla de esta orden, no la,
solemnidad de los votos, sino el cumplimiento de los mismos hace profesas a los
novicios. Pero dirá alguno: Si yo reconozco que, por mi culpa, se retarda mi
aprovechamiento en las virtudes, ¿cómo puedo dejar de entristecerme y de
inquietarme? Ya lo dije en la introducción a la vida devota, pero lo repito con
gusto, porque es una, cosa que nunca se dirá bastante: Conviene
entristecerse por las faltas cometidas, pero con un arrepentimiento fuerte y sosegado,
constante y tranquilo, más nunca turbulento, inquieto, desalentado.
¿Conocéis que vuestro retraso en el camino de la virtud es debido a vuestras
culpas? Pues bien, humillaos delante de Dios, implorad
su misericordia, postraos en el acatamiento de su divina bondad, pedidle
perdón, reconoced vuestra falta, solicitad su gracia al oído mismo de vuestro
confesor y recibiréis la absolución, pero, una
vez hecho esto, permaneced en paz, y, después de haber detestado la, ofensa,
abrazaos amorosamente con la humillación que sentís por vuestro retraso en el
progreso espiritual.
Las
almas que están en el purgatorio, indudablemente están
en él por sus pecados, que han detestado y detestan en gran manera; pero, en
cuanto a la abyección y pena que sienten por estar privadas, durante algún
tiempo, del goce del amor bienaventurado del paraíso, la sufren amorosamente y
pronuncian con devoción el cántico de la justicia divina: Justo sois Señor, y
rectos son vuestros juicios. Esperemos, pues, con paciencia nuestro
adelanto, y, en lugar de inquietarnos por haber progresado tan poco en el
pasado, procuremos obrar con más diligencia en el porvenir.
Cómo
debemos unir nuestra voluntad con la de Dios
en la
permisión de los pecados.
Dios odia sumamente el pecado, y, sin embargo lo permite muy
sabiamente, para dejar que la criatura racional obre según la condición de su
naturaleza, y para que los buenos obren más razonablemente, cuando, pudiendo
quebrantar la ley, no la quebrantan.
Adoremos, pues, y bendigamos esta santa permisión. Mas, puesto que la
Providencia, que permite el pecado, lo odia infinitamente, detestémoslo con
ella, odiémoslo, deseando con todas nuestras fuerzas que el pecado permitido no
se cometa nunca; y, como consecuencia de este deseo, empleemos todos los remedios
que estén a nuestro alcance para impedir el comienzo, el avance y el reino del
pecado, a imitación de nuestro Señor, Que no cesa de
exhortar, de prometer, de amenazar, de prohibir, de mandar y de inspirar, para
apartar nuestra voluntad del pecado, en cuanto sea posible, sin detrimento de
su libertad.
*Pero, una vez cometido el pecado, hagamos cuanto
podamos para que sea borrado, a imitación de nuestro Señor, quien volvería a
padecer la muerte para librar a una sola alma del pecado. Pero, si el pecador se obstina, lloremos,
Teótimo, suspiremos, roguemos por él, juntamente con el Salvador de nuestras
almas, quien habiendo, durante su vida, derramado muchas lágrimas por los
pecadores, murió, finalmente, con los ojos anegados en llanto y con su cuerpo
bañado en sangre, lamentando la muerte de ellos.
Este
sentimiento conmovió tan vivamente a David, que desfalleció su corazón: desmayé
de dolor, por causa de los pecadores que abandonaban tu ley. Y el gran Apóstol
confiesa que siente un continuo dolor por la obstinación de los judíos; pero lo
dice de la misma manera que decimos nosotros que bendecimos a Dios en todo
tiempo, pues esto no quiere decir otra cosa que bendecimos con mucha frecuencia
y en toda ocasión.
Por
lo demás, hemos de adorar, amar Y alabar la justicia vindicativa de nuestro
Dios, tal como amamos su misericordia, pues una y otra son hijas de su bondad.
Porque, por su gracia, quiere hacemos buenos, como buenísimo, que es; y, por su
justicia, quiere castigar el pecado, porque, siendo soberanamente bueno,
detesta el sumo mal, que es la iniquidad. Nunca Dios retira su misericordia de
nosotros, si no es en equitativa venganza de su justicia, y nunca escapamos de
su justicia, sino por su misericordia, y siempre, ya castigue, ya premie, es su
beneplácito adorable, amable y digno de eterna bendición. Así el justo que
canta las alabanzas de su misericordia.
con
los que se han de salvar, se alegrará, asimismo, cuando vea la venganza; los
bienaventurados aprobarán con alegría la sentencia de condenación de los
réprobos, como aprobarán la de salvación de los justos, y los ángeles que hayan
practicado la caridad con los hombres confiados a su custodia, permanecerán en
paz al verles obstinados y aun condenados. Es, por lo mismo, necesario
descansar en la voluntad divina y besar con igual amor y reverencia la mano
derecha de su misericordia y la mano izquierda de su justicia.
*Es muy frecuente que en vez de obrar como el santo nos aconseja
en este apartado, obramos todo lo contrario y es por esta razón que nos vienen
las angustias, desolaciones, desalientos, tristezas, melancolías y hastió de la
vida porque, según nuestro concepto, es muy horrible lo que hemos cometido e
incluso pensamos que no tenemos perdón de Dios, el clásico ejemplo de judas nos
ilustra suficientemente el estado del alma en estos momentos dolorosos. Todo
esto nace de la DESCONFIANZA EN DIOS quien ha dicho: “Dame tus pecados que te
dejare mas blanco que la nieve”, y hay cosa más blanca que la nieve? Todo nace
o de la ignorancia en las promesas divinas sobre el tema o de la soberbia que
se cree IMPECABLE y por este camino solo cae en la desesperación en donde
piensa que no hay perdón para ella. (nota del corrector)
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