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jueves, 2 de febrero de 2017

El Islam: Una Ideología Religiosa - Rubén Calderón Bouchet

VERSION MARXISTA
DE MUJAMAD



Maxime Rodinson dedicó a la historia de Mujamad un libro que lleva el nombre del Profeta con el añadido de que se trata de "una investigación sobre el nacimiento del mundo islámico". La primera edición francesa apareció en Seul durante el año 1961. Trece años más tarde, la editorial "Era" de Méjico la hizo traducir al castellano por María Elena Vela de Ríos bajo la supervisión de la profesora Celma Agüero. Rodinson, con esa calma que da la segura posesión de una doctrina infalible, afirma que ha seguido con atención "...las actuales controversias sobre la explicación de una vida a través de la historia personal del héroe de su juventud y de su micro ambiente, explicación que se trata de conciliar con el punto de mira marxista sobre la causalidad social en las biografías individuales" (RODINSON, M. Mahoma, Era, Méjico, 1974, p. 11). Nadie puede negar que la historia de un hombre fuera de su marco social es algo completamente inútil y no conozco ningún historiador serio que haya emprendido una faena de ese tipo. Si la explicación marxista consistiera en devolver a un hombre el cuadro de la sociedad a que pertenece, no habría nada que objetar. La dificultad comienza cuando todo aquello que constituye la espiritualidad de un mundo rico y variado en intereses de diversa índole, tiene que ser explicado sobre la base de unos sucintos esquemas ideológicos provistos por las exigencias de la dialéctica. Rodinson ha tratado de ser fiel a la inspiración marxista sin descuidar totalmente las cautelas que debe tomar en cuenta un historiador de oficio. Con todo, no siempre lo que concluye es oro auténtico y el mismo autor lo confiesa en la "Introducción" cuando escribe que una biografía de Mujamad "...que sólo mencionara hechos indudables, de certidumbre matemática, se reduciría a unas pocas páginas terriblemente secas. Sin embargo es posible dar una imagen verosímil de esta vida -y a veces muy verosímil-, aunque para hacerlo haya que utilizar datos extraídos de fuentes sobre cuya veracidad tenemos muy pocas garantías" (lbíd., p. 12).

No se precisa ser hombre del oficio para comprender los riesgos de una aventura semejante, y de manera especial cuando quien los corre piensa en función de principios ideológicos que, inevitablemente, hacen entrar los hechos en los moldes prefijados por las exigencias de la causa. Frente a un problema religioso, la actitud de un observador que se declara ateo está, desde el comienzo, destinada a dar una interpretación que tenderá a privilegiar los momentos subjetivos de la religiosidad y obrará bajo la sospecha de que los hombres de fe poseen una disposición anímica muy especial y están dispuestos a considerar como reales las proyecciones de una imaginación excesivamente excitable. Rodinson se declara ateo y nada lo induce a admitir el origen sobrenatural de cualquier mensaje religioso, pero se encuentra muy bien dispuesto para conceder al Corán un valor excepcional y ver en él un esfuerzo notable para superar los límites de la condición humana. Con esta declaración, se coloca en una perspectiva de gran amplitud y tolerancia. No cae, por supuesto, en explicaciones puramente psicológicas que le harían perder de vista los condicionamientos materiales capaces de dar cuenta y razón del Corán en el contexto de una hermenéutica marxista. No obstante, admite "que puede haber funciones todavía desconocidas en la psique humana", y, con esta afirmación que no pretende probar, da al misterio religioso un respaldo anímico que autoriza su inserción en los límites de la normalidad. Su vasto conocimiento del Oriente Antiguo le permite hacer una rápida síntesis de la situación política que rodeaba al mundo árabe, para ingresar poco después con paso seguro en la sociedad que vio nacer a Mujamad. La caracteriza como a una comunidad "brutal y móvil, donde las artes no tienen nada que hacer, salvo aquella de la palabra" (p. 30). Hace un somero examen de las creencias religiosas y destaca, como un elemento digno de ser tomado en consideración, que los árabes criados en las zonas marginales del desierto "...estaban profundamente arabizados y helenizados de tal modo que muchos de ellos se convirtieron al cristianismo y no faltaron árabes que fueron obispos y sacerdotes" (p. 18). Esta situación haría perfectamente explicable el conocimiento que un árabe podía tener de las Sagradas Escrituras y también de la proclividad de este pueblo a admitir la existencia de un Dios único. El testimonio más elocuente de esta apertura hacia los semitas de origen judío está en la cantidad de palabras de procedencia aramea que los árabes incorporaron a su lengua. Existe una tradición según la cual un rey árabe, Abkarid As'ad, se había convertido al judaísmo junto con su pueblo. Muy recientemente, J. Ryckmans propuso serios argumentos en favor de este relato (lbíd., p. 45). Hacia el año 510 de la era cristiana, el judaísmo se anota otro triunfo con la conversión del joven príncipe Yusuf Ass'ar, conocido entre los suyos como "el hombre de los mechones caídos". Todo esto sucede en el plano de las relaciones culturales y para un auténtico marxista no tendría una influencia decisiva en los sucesos posteriores si no viniera respaldado por una situación socio-económica capaz de favorecer el salto de una comunidad idolátrica a una sociedad religiosa universal. Es sabido que el comercio favorece el auge de los individuos ricos y poderosos. Estos, necesariamente, se ven impelidos a favorecer una ideología que, en alguna medida, pueda sostener su hegemonía política sin divorciarlos totalmente del pueblo común. "En adelante -afirma Rodinson- se buscará apoyo en las religiones universalistas, las religiones del individuo, que en lugar de referirse al grupo étnico tienden a asegurar la salvación de la persona humana en su incomparable unicidad" (lbíd., p. 50).

Ya tenemos el motivo económico que provoca el cambio. Ahora debemos considerar la personalidad genial que encama el anhelo de todos y puede convertirlo en una ideología religiosa en condiciones de unir las fuerzas dispersas y hacerlas convergir en una empresa política imperial. Mujamad, según la adecuada fonética usada por el autor, y aunque nada nos dice que no sepamos sobre su nacimiento y desarrollo, hace hincapié, contra la leyenda, en que aprendió a leer y a escribir. La conjetura es perfectamente razonable. ¿Quién escribió el Corán en un estilo que sugiere asiduas lecturas del Antiguo Testamento, el Talmud y los Apócrifos? La leyenda de un Mujamad analfabeto tropieza con este hecho indiscutible. Rodinson no solamente insiste en la aptitud literaria del Profeta, sino que la sospecha vinculada a la prédica de algunos monjes sirios que encontró en sus viajes, cuando aún vivía Jadiya. La curiosidad natural de este joven tan despierto explica su afán de ilustrarse y adquirir conocimientos que superan, con exceso, los que tenían sus compatriotas. Cuando salimos del terreno de la formación personal y entramos en el más escabroso de las visiones proféticas, comienzan nuestras dificultades y especialmente las de Rodinson, por su particular manera de observar hechos extraordinarios. Rodinson es respetuoso con su héroe; no quiere rubricar bajo el sello de una fabulación las demasías de sus encuentros sobrenaturales y apela púdicamente a la existencia "de emociones que no se pueden explicar en el marco del comportamiento normal". Por supuesto que no quiere decir que fuera un loco. Sabemos que la moderna psiquiatría ha hecho mucho para evitar una división tan tajante entre los cuerdos y los locos como la que se estiló en mejores momentos. Mujamad tenía alucinaciones tanto auditivas como visuales. Rodinson advierte que tal hecho es muy común entre los ascetas y no le cabe la menor duda de que Mujamad se entregaba con pasión a tales prácticas, "porque ésta, en todos los místicos, es una etapa obligada para alcanzar el fin que se asignan" (lbíd., p. 85). A esta altura de la interpretación del maestro marxista, conviene hacer una pequeña pausa y volver por los fueros de algunos detalles de sentido común en torno al ascetismo y a eso que los místicos llaman unión con Dios y que nuestro exégeta no considera con la debida precaución. El camino habitual de cualquier asceta, siempre que pertenezca a una auténtica tradición religiosa, es abstenerse de satisfacer sus apetitos sensibles y en especial los que se relacionan con la vida sexual, para ordenar esa energía en beneficio de la actividad espiritual. La vivacidad de la sensualidad afecta directamente la libertad de las funciones intelectuales, y el cuerpo, alentado por los deseos, se convierte en un peso abrumador para el alma que aspira a una perfección superior. Enseña Santo Tomás de Aquino que la lujuria se evita huyendo de las ocasiones que la suscitan y no enfrentándolas. Todo cuanto sabemos de Mujamad no acredita una suposición de esta naturaleza, y como suponemos, en discreto uso de las fuentes tradicionales, que Jadiya era una mujer de fuerte temperamento camal, sospechamos también que no tenía por costumbre desdeñar el débito conyugal. N o en vano se había casado con un muchacho quince años menor que ella y con el que tuvo siete hijos, en una edad en que la mayor parte de las mujeres ha perdido el vigor de su fecundidad. Corroboramos esta opinión si recordamos que Mujamad, mientras vivió con ella, respetó las leyes de una estricta monogamia contrariando las inclinaciones nacionales y las propias de las que dio muy buenas muestras al quedar viudo.

El Rabí Nathan aseguraba que los árabes eran grandes fornicadores ante los ojos del Eterno y que sobre las diez porciones que de esta locura inmoral ha tocado a los hombres, nueve habían sido distribuidas entre los árabes y con la otra décima bastaba para condenar al resto de los pueblos. No creemos necesario, ni posible, probar las visiones de Mujamad como una consecuencia de sus gustos ascéticos y no tenemos más remedio que buscar una causa menos casta si queremos tomar en consideración lo que sabemos del Profeta. De otro modo corremos el riesgo de separar demasiado nuestras conjeturas de los hechos mejor conocidos. Rodinson, dando muestras de un espíritu ampliamente abierto al misterio religioso, apoya sus afirmaciones sobre la vida ascética en las experiencias de Santa Teresa de Ávila y de San Juan de la Cruz, y con esa generosidad que tienen los incrédulos para meter todas las creencias en un mismo saco sin hacer distingos, mezcla las visiones puramente espirituales de los santos católicos con las alucinaciones sensibles del profeta. Estaría fuera de lugar traer a colación algunas opiniones de la teología mística para explicar la diferencia. Aceptamos que Mujamad vio o creyó ver al Ángel Gabriel obligándolo a leer un libro que todavía no había sido escrito y una gran parte del cual pertenece a lo que le sucedió posteriormente en la Meca y otra a lo que acontecerá, mucho más tarde, en la ciudad de Medina. Si el libro que leyó Mujamad por instigación del Ángel Gabriel era el mismo que escribió más tarde, no entendemos por qué se asombra Mujamad de las situaciones que van sucediendo conforme a lo que ha leído. ¿O era otro el libro que el Angel quería que leyera? Bajo la fuerte impresión de su terrible experiencia, el Profeta se refugió junto a su mujer, Jadiya, y recibió de ella el consuelo que era de esperar en tan dramáticas circunstancias. Rodinson menciona también al pariente de ella, Uaraca Ben Naufal, experto conocedor de las Sagradas Escrituras judías y cristianas y muy habituado al manejo del hebreo y del arameo. Este erudito escuchó las explicaciones de Mujamad y de acuerdo con lo que escribe Rodinson, habría dicho: "Es el Namus (Nomos) que fue revelado a Moisés ¡Ah si yo fuera joven! ¡Si yo pudiere estar vivo cuando tu pueblo te expulse!" Mujamad le respondió: "¿Me expulsarán? Sí -respondió Uaraca- Jamás alguien ha traído eso que tú traes sin despertar hostilidad" (lbíd., p. 81). ¿Se refería Uaraca al nomos de Moisés? ¿A la Torah? ¿Es que Mujamad recitó algunos trozos del Pentateuco y Uaraca, reconociéndolos, lo previno sobre el peligro de hablar de ello con los árabes? ¿Tenía conocimiento de algunos fracasos anteriores? Estas preguntas sólo pueden ser contestadas en el inseguro terreno de las conjeturas. De cualquier modo, es muy improbable que el Angel Gabriel, o en su defecto esa proyección de la fantasía que señala Rodinson como la marca de su genio, le haya revelado el contenido de un libro que hacía más de dos mil años que formaba parte del acervo religioso judío. ¿No sería el mismo Uaraca el que formó a Mujamad en el conocimiento de la Ley y el que puso a su disposición una traducción al árabe de la Torah?

Una respuesta afirmativa está contenida en la hipótesis del P. Gabriel Théry contra la cual Rodinson nos previene muy severamente en una nota bibliográfica tratándola de simple lucubración, pero señalando al mismo tiempo, que el P. Jomier había hecho un comentario favorable en la Revista «Etudes", correspondiente al mes de enero de 1961. Dejo más adelante el comentario de la tesis que el P. Gabriel Théry, para evitar los inconvenientes que pudieren traer en la Orden de los Predicadores una versión del Islam tan poco en consonancia con los intereses políticos del momento, dio a conocer bajo el seudónimo de Hanna Zacarías. No sólo la República Francesa estaba interesada en mantener buenas relaciones con los musulmanes; la propia Iglesia Católica iniciaba su ofensiva ecumenista animando la posición de Luis Massignon y otros intelectuales más o menos cristianos, que descubrían en el Islam una fuente inagotable de reservas religiosas. Maxime Rodinson ha traído a colación la respuesta de Uaraca como un elemento más de las dificultades con que tropieza una interpretación plausible. El cree que lo que el Ángel Gabriel le había dado a leer a Mujamad eran algunos fragmentos del futuro Corán. N o podemos olvidar que la palabra Corán significa también "El libro", la Escritura Santa revelada por Allah y cuyos versículos Mujamad debía recitar en tono humilde "volviendo el rostro hacia Jerusalén, como los judíos y los cristianos" (Ibíd., p. 127).

¿Por qué hacia Jerusalén y no hacia La Meca como se hizo más adelante? Rodinson no lo explica, por lo menos no satisfactoriamente. Nos dice que el primer Sura, la oración con que un verdadero musulmán debe comenzar sus predicaciones, es un rezo típicamente hebreo y que aunque fue revelada en quinto lugar, según la tradición árabe, debe ser colocada al principio por su valor de admonición. En esta primera fase de la conversión de Mujamad, el Angel denotaba una fuerte disposición judaica y señaló la ciudad santa de Israel como el polo religioso por antonomasia. Los sucesos posteriores y el éxito obtenido por Mujamad en la guerra santa llevada contra los infieles cambió la atención del Ángel que se volvió con más confianza hacia La Meca donde yacían Adán y Eva y podía convertirse en el norte de una nueva religión. A pesar de sus prevenciones contra las "lucubraciones" de Hanna Zacarías, Rodinson aporta, en diversas oportunidades, una serie de datos que, bien considerados, confirman la tesis del carácter judaizante de la predicación de Mujamad. Cuando el Profeta llega por primera vez a Medina, ciudad interesante poblada por judíos, "un judío corrió a advertir a los adeptos". ¿Había muchos judíos entre esos adeptos o era simple cortesía por parte del avispado israelita? En la página 147 del libro de Rodinson se transcribe un texto donde se puede leer: "los judíos formaban una sola comunidad con los creyentes". Si era una suerte de alianza defensiva ofensiva contra los habitantes de La Meca, hay que pensar que no hacían bromas con respecto a sus creencias. Los testimonios históricos en los que Rodinson funda su opinión fueron traducidos por él mismo de la "Zahifa", un folio escrito en árabe en el que consta un pacto entre los llamados "creyentes" por el Corán y los judíos. Conviene advertir con claridad que se trata de auténticos israelitas, no de cristianos.

Las relaciones entre los seguidores de Mujamad y la comunidad hebrea de Medina debió ser, por lo menos en sus principios, muy estrecha. Constituyeron una agrupación social llamada "Umma" que los comprometía a sufragar gastos en común "mientras luchen unos junto a los otros". El parágrafo 37 de la "Zahifa" estipula: "Los judíos con sus gastos y los <<creyentes» con los suyos, se ayudarán entre sí contra cualquiera que atacara a la gente comprometida en este convenio. Entre ellos habrá amistad sincera, intercambio de buenos consejos, conducta justa y ninguna deslealtad" (lbíd., cit., p. 148). A renglón seguido, el autor, con loable propósito de no caer en una flagrante corroboración de la tesis del P. Théry afirma que ese mismo documento distingue, en otros artículos, a los creyentes de los "infieles" y que entre estos últimos se incluye a los judíos. No obstante conviene recordar que la palabra "musulmán", según la expresa determinación del Corán se aplica particularmente a Abraham y sus descendientes. Señala Ahmed Abboud, en su introducción a la versión castellana del Corán: "Mujamad declaró expresamente que había sido enviado por Allah para restaurar la religión pura de Abraham, alterada por sus adeptos" (Sagrado Corán, ed. cit., p. 88). ¿Estos adeptos o continuadores infieles son los israelitas o los cristianos? Reconozco que esto puede entenderse de cualquier manera, pero, cuando examinemos desde el punto de mira islámico la pretensión cristiana de presentar a Jesús como el Hijo de Dios, observaremos el tenor de la réplica dada por el Corán de Mujamad. Rodinson admite, a pesar de algunas acotaciones inspiradas en hechos y situaciones diversas, que "Los adeptos de Mujamad, además de su adhesión a las ideas fundamentales del judaísmo y a los preceptos noáquicos, observaban con buena voluntad una parte de los ritos judíos" (Ibíd., p. 154).

Conviene recordar nuevamente lo que ya hemos dicho en más de una oportunidad, el Corán conocido por nosotros, eso que actualmente se llama el Corán, apareció como obra escrita casi cincuenta años después de la muerte de Mujamad. Esta circunstancia, muy bien conocida por cualquiera que haya leído dos líneas sobre la historia de ese libro, no es tenida en cuenta por Rodinson cuando se admira de la poca atención que habían puesto los judíos contemporáneos al Profeta con respecto a ciertas deformaciones y anacronismos del Antiguo Testamento manifestados en el mensaje árabe. ¿Por qué no se dieron cuenta de tales errores y lo comunicaron de inmediato? La razón es simplísima: no lo conocían. El libro que sirviera de punto de unión a "creyentes" y judíos y que en árabe se llamaba también "Corán" era, casi con seguridad, una traducción de la Torah hecha, probablemente, por ese misterioso instructor de Mujamad y que a lo largo del libro atribuido al Profeta es mencionado en más de una oportunidad de manera inequívoca. Recordemos las aleyas 129 y 130 del Segundo Sura cuando dice: "¡Oh, Señor Nuestro! Haz mugir entre ellos (los árabes) un apóstol (Mujamad) que les transmita tus Leyes (la Torah) y les enseñe el Libro (el Corán, la Sagrada Escritura), la sabiduría y los santifique, porque eres poderoso y prudente". "¿Y quién rehusa la religión de Abraham sino el que se denigra a sí mismo? Ya la escogimos en este mundo y en el otro se contará entre los bienaventurados". La aleya 132 del mismo sura ratifica: "Abraham legó esta creencia a sus hijos y Jacob (no Israel) a los suyos, diciéndoles: ¡Oh, hijos míos! Dios os ha dado esta religión, aferráos a ella para que muráis musulmanes". Nos preguntamos más arriba si el término musulmán era extraño al judaísmo y si con él se señalaba una corriente religiosa distinta de la enseñada en el Antiguo Testamento. Cuando examinemos las hipótesis sostenidas por el Padre Théry y, en su seguimiento, por Joseph Bertuel, veremos que se trata de una palabra, más o menos arabizada, del léxico tradicional israelita y con la cual se designaba al verdadero creyente. Rodinson, subyugado por la idea de proveer a los árabes con una ideología que fuera una respuesta plausible a las contradicciones de su economía individualista, olvida con excesiva facilidad lo que él mismo ha dicho acerca de las penurias sufridas por los seguidores de Mujamad para encontrar, en condiciones a veces deplorables, los restos de un Corán todavía no redactado. A pesar de conocer perfectamente esta situación, dice a propósito de la entrada de Mujamad en Medina, "...que ya no era Mujamad, el hijo de un pueblo de bárbaros idólatras sin Escritura y sin Ley el que debía entrar en la comunidad de los poseedores de la Revelación mosaica" (lbíd., p. 175).

¿Cuáles eran las escrituras y la ley que poseían los árabes en vida de Mujamad? El Corán que la tradición atribuye al Profeta no existía todavía ni como ley, ni como escritura. No podía tener la vigencia de una constitución establecida porque se iba configurando al compás de los hechos que jalonaban la prédica del Profeta y se limitaba a narrar las contingencias de su prédica. Pero la realidad, por paradójica que parezca, es que el libro que describe la lucha de Mujamad dice en varias oportunidades que entonces los creyentes disponían de la Ley de Moisés y podían presentarla en una versión árabe que desterraba para siempre la vergüenza de no tener escrituras. ¿Existió, efectivamente, una versión árabe del Pentateuco? Una respuesta afirmativa a esta pregunta no se puede hacer de un modo satisfactorio, porque si bien hay indicios que suponen su existencia y ellos aparecen en el mismo Corán, no han quedado ni fragmentos de un ejemplar capaz de arrojar luz sobre este problema. 

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