LA ARISTOCRACIA DEL
TALENTO
Discurso pronunciado en el
Centro Literario de señoritas
“Sor Juana Inés de la Cruz”.
Una mirada rápida, y por lo mismo poco profunda, basta
para convencernos de que entre las innumerables leyes que rigen a los hombres y
las cosas hay dos que, como todas las leyes emanadas directamente de la
naturaleza, tienen el carácter de implacables por su indestructibilidad y el de
admirables por la sabiduría inmensa con que han sido hechas: hablo de la ley de
la semejanza y de la ley de la desigualdad. Que existe la primera es
incuestionable, que existe la segunda es cosa fuera de duda. Brillan
esplendorosamente una y otra en el orden físico, en el intelectual, en el
moral, en el social y en el encadenamiento necesario que hay entre los diversos
órdenes indicados. ¡Oh! sí: entre el coloso indomable que en las noches
de las grandes tempestades levanta su cabellera desgreñada
y espantosamente aterradora hasta los cielos y con el clamor estruendoso de sus
gritos sacude las arenas de la playa, y el riachuelo que se desliza mansamente
por la floresta y besa y acaricia con sus aguas los troncos de los árboles
envejecidos y los pétalos perfumados de las flores de la ribera, hay una
semejanza honda y profunda; pero al mismo tiempo una desigualdad manifiesta y
notoria: lo que más allá de la playa se revuelve impetuosamente y grita con
desesperación indecible, es el agua; lo que de este lado de la playa y en medio
de la llanura susurra blandamente y canta un adiós quejoso y lastimero, es el
agua; ¡oh! pero lo que al otro lado de la costa se levanta airado como para
desafiar a todas las cumbres, es un coloso; lo que de este lado de la costa y
en la falda de un monte se inclina reverente y pasa sin turbar la calma solemne
de los bosques, es un pigmeo que hace trabajosamente su peregrinación hacia un
punto de la tierra.
Entre el luminar esplendoroso que la mano de Dios colgó
en la mitad del espacio para alumbrar todas las cosas, y la diminuta estrella
que parpadea tímidamente en las lejanías azuladas del firmamento hay una
semejanza honda y profunda, pero al mismo tiempo una desigualdad manifiesta y
notoria: lo que cae derechamente sobre nuestras cabezas e inunda con su calor y
con su fuego todo lo que nos rodea, es la luz; pero la luz de la pupila inmensa
de un titán que pasa y que al pasar deja caer una de sus miradas sobre
nosotros; lo que en las noches diáfanas y serenas arroja la lejanía sobre
nuestras frentes es la luz, pero la luz del fulgor desmayado y casi agónico de
una molécula encendida en la inmensidad de los cielos.
Entre esta masa enorme que nosotros pisamos y que ha
servido y sirve de teatro a las luchas de la humanidad, y esa partícula casi
imperceptible de materia que revolotea en un rayo de sol, hay una semejanza
honda y profunda, pero al mismo tiempo una desigualdad manifiesta y notoria:
esto que nosotros pisamos y que ha logrado atarnos tan fuertemente con sus
colores, con sus matices, con sus prodigios, con sus armonías, con sus encantos
y sus canciones, es un trozo de materia; aquello que gira en tomo de un rayo de
luz, es un trozo de materia; pero esto que nos sirve de punto de apoyo es un
cuerpo enorme; lo que se mueve aceleradamente en una de las guedejas doradas
del sol es casi la nada: un átomo.
Y si del orden puramente material pasamos a otro más
elevado y ascendemos al mundo de las inteligencias, encontramos también la ley
de la semejanza y la ley de la desigualdad. Entre la fuerza poderosamente
escrutadora de Aristóteles, de Platón, de Pasteur y de todos los genios que han
honrado a la humanidad, y la fuerza casi nula de investigación de los talentos
vulgares y de los medianos, hay una semejanza honda y profunda y al mismo
tiempo una desigualdad manifiesta y notoria: la fuerza escrutadora del genio y
la fuerza de investigación de las medianías y de las inteligencias vulgares,
son dos poderes que ha recibido la humanidad para precipitarse sobre lo
inexplorado, vencer su resistencia y hacer una brecha muy honda en el baluarte
de lo impenetrable; pero el genio es un titán de luz que se lanza atrevidamente
al piélago insondable de lo desconocido y avanza imperturbable a través de las
sombras y de las escabrosidades del arcano; las medianías y los talentos
vulgares son diminutos pigmeos que, vencidos por el desfallecimiento en la
mitad de la jornada, se recuestan cansadamente sobre una roca al pie de la muda
esfinge de lo inaccesible.
Finalmente, entre el Creador supremo del derecho y el
hombre, entre los que encabezan las sociedades y los que deben ser gobernados,
hay una semejanza honda y profunda, pero a] mismo tiempo una desigualdad
manifiesta y notoria: el
Creador supremo del derecho es un espíritu que flota
soberbiamente magnífico sobre el abismo, sobre el caos, sobre la nada; hay en
el hombre un espíritu atado a la materia, que encadena, que subyuga y muchas
veces corrompe. ¡Ah! Pero el espíritu que flota sobre el abismo se halla en
posesión de una fuerza incontrastable que se alza siempre majestuosa y
triunfante sobre la nada; hay en el espíritu del hombre un poder que más de una
vez ha tenido que rendirse ante la nada. Hay en la frente de los que marchan a
la cabeza de los pueblos la unción puesta por el dedo del Gran Legislador, y ha
caído sobre los hombros de los súbditos el peso enorme de la obligación
ineludible de someterse y obedecer.
Existe, por tanto, la ley de la semejanza y la de la
desigualdad en el orden físico, intelectual, moral, social y en el
encadenamiento que enlaza los órdenes antes indicados.
Establecida y demostrada la existencia de las leyes antes
indicadas, prescindiré de la primera para fijar toda mi atención en la segunda
y analizarla.
La desigualdad no es otra cosa que la diversidad de
condiciones y aptitudes de los seres que están comprendidos en los distintos órdenes.
Como vosotras sabéis perfectamente, en las diversas épocas de la vida de la
humanidad, se han hecho grandes esfuerzos, unas veces por ahondar y hacer mayor
la desigualdad, otras por introducir en ella el equilibrio que exige la
naturaleza, y en los últimos tiempos por aniquilarla y borrarla cuando menos en
el orden social. El paganismo fue una época negra, sombría, impenetrablemente
obscura; en ella la Filosofía, la legislación, las costumbres y aun el genio se
conjuraron para ahondar la desigualdad, y hubo hombres que al presentarse sobre
la tierra quedaban reducidos a la categoría de cosas, en tanto que los más
fuertes y audaces, convertidos en árbitros de los pueblos y de las razas,
absorbían la personalidad y los derechos de los demás y hacían que no hubiera
otro pensamiento ni otra voluntad que los del que había tenido la fortuna de
ascender a la cumbre del poder.
Cuando de la colina del Calvario se levantó el sol del
Cristianismo y arrojó sus torrentes de luz sobre las conciencias e iluminó las
rutas que había de recorrer la humanidad; cuando el verbo de Cristo flageló las
espaldas de los déspotas y rompió las cadenas que ataban los pies de los
esclavos, se fijaron los delineamientos de la desigualdad querida y establecida
por el orden: todos, se dijo, somos miembros de una gran familia y por lo mismo
estamos comprendidos dentro de la misma especie; tenemos el mismo origen, el
mismo fin, igual naturaleza; sin embargo hay una diversidad muy marcada entre
las cosas puramente accidentales que van adheridas a nuestra esencia.
La desigualdad según el orden logró imponerse, pudo y
supo triunfar; pero pasaron aquellos tiempos en que Cristo vivía en todas las
conciencias y tenía un altar en todos los corazones. La rebelión de Lutero, que
fue la negación de la autoridad en el orden religioso, fue el golpe dado al
equilibrio creado en la desigualdad, y el sistema que aplicado a los demás órdenes
ha venido a traernos a esta conclusión o principio del socialismo: la
desigualdad debe desaparecer. A pesar de esto la desigualdad está y estará en
pie, porque la naturaleza en esto como en otras cosas es implacable. De la
desigualdad brota como una consecuencia ineludible la diversidad de clases que
forman las sociedades humanas, y en ellas encontramos la clase ínfima, la media
y la aristócrata. Por ahora sólo me ocuparé de esta última.
La aristocracia no es más que una clase social que tiene
sobre las demás cierta superioridad nacida de diversas circunstancias. Existe
la aristocracia de la sangre, la del dinero, la del poder, la de la virtud y la
del talento. La aristocracia de la sangre está formada por los que llevan en
sus venas la sangre de una ascendencia ilustre; la del dinero, por aquellos
cuya superioridad radica en la riqueza; la del poder por los que tienen que
trazar a los pueblos el derrotero que han de seguir; la de la virtud por los
hombres de vida pura e intachable, y la del talento no por los que han recibido
de la naturaleza una inteligencia privilegiada, sino por los que a causa de diversas
circunstancias han podido humedecer sus labios en la linfa cristiana de la
ciencia y el arte.
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