LIBRO OCTAVO
Del amor de conformidad, por el cual unimos
nuestra voluntad a la de Dios, que nos es significada por sus
mandamientos, consejos
e inspiraciones
Del amor de conformidad, que proviene de la sagrada complacencia.
El verdadero amor nunca es desagradecido, y siempre procura complacer a
aquellos en quienes se complace; de aquí nace la conformidad de los amantes,
que nos hace tales como lo que amamos. Esta
transformación se hace insensiblemente por la complacencia, la cual, cuando
entra en nuestros corazones, engendra otra para aquel de quien la hemos recibido. Así, a fuerza de complacerse
en Dios, se hace el hombre conforme a Dios, y nuestra voluntad se transforma en
la divina, por la complacencia Que en ella siente. El amor -dice San Juan Crisóstomo- o encuentra
o engendra la semejanza; el ejemplo de aquellos a quienes amamos ejerce un
dulce e imperceptible imperio y una autoridad insensible sobre nosotros; es
menester o dejarlos o imitarles. Con el
placer que nuestro corazón recibe de la cosa amada, atrae hacia si las
cualidades de ésta, porque el deleite abre el corazón, como la tristeza lo
encoge, por lo que la sagrada Escritura emplea, con frecuencia, la palabra
dilatar en lugar de la palabra alegrar. Estando, pues, abierto el corazón por
el placer, las impresiones que producen las cualidades de las cuales aquel
depende penetran fácilmente en el espíritu, y con ellas también las otras que
dimanan del mismo objeto, las cuales, aunque no desagraden, no dejan empero de
penetrar en nosotros mezcladas con el placer. Por esta causa, la santa
complacencia nos transforma en Dios, a quien amamos, y cuanto mayor es tanto
más perfecta es la transformación. Así los santos que han amado mucho han sido
rápida y perfectamente transformados, habiendo sido el amor el que ha
transportado e introducido las costumbres y las cualidades de un corazón a
otro. Dice el gran Apóstol que no se
puso la ley para sino por el santo amor, y el que ama no necesita el justo;
porque, en verdad, el justo no es justo ser apremiado por el rigor de la ley,
pues el amor es el doctor que más mueve, y que con más fuerza persuade al corazón
que lo posee, a que obedezca a las voluntades e intenciones del amado.
De la conformidad de sumisión, que procede del amor de benevolencia
El amor de benevolencia nos lleva a rendir una total obediencia y sumisión
a Dios, por propia elección e inclinación y aun por una, suave violencia amorosa,
al considerar la suma bondad justicia y rectitud de la divina voluntad ¿Acaso
no vemos cómo una doncella, por libre elección que nace del amor de
benevolencia, se sujeta a un esposo, al cual, por otra parte, no estaba en
manera alguna obligada, y cómo un gentilhombre se somete al servicio de un
príncipe extranjero o bien pone su voluntad en manos del superior de la
comunidad religiosa en la cual ha ingresado? De esta manera, pues, se realiza
la conformidad de nuestro corazón con la voluntad de Dios, cuando ponemos todos
nuestros afectos en manos de la divina voluntad, para que sean doblegados y
manejados a su gusto, moldeados y formados según su beneplácito. Y en este
punto consiste la profundísima obediencia del amor, la cual no tiene necesidad
de ser movida por amenazas ni por recompensas, ni por ley ni mandato alguno,
porque ella previene todo esto y se somete a Dios por la sola perfectísima
bondad que hay en Él, por razón de la cual merece que toda voluntad le sea
obediente, y le esté sujeta y sumisa, conformándose y uniéndose para siempre,
en todo y por todo a las intenciones
divinas.
Cómo debemos conformarnos con la divina voluntad, que llaman
significada.
Algunas veces consideramos la voluntad de Dios en sí misma, y al verla
toda santa y toda buena, no es fácil alabarla, bendecirla y adorarla y sacrificar
nuestra voluntad y todas las de las demás criaturas a su obediencia, por lo
cual exclamamos: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Otras
veces, consideramos la voluntad de Dios en los acontecimientos que nos
sobrevienen y en las consecuencias que de ellos se nos derivan, y, finalmente,
en la declaración y en la manifestación de sus intenciones. Y, aunque es cierto
que su divina Majestad sólo tiene una voluntad absolutamente única y
simplicísima, con todo le damos diferentes nombres según la variedad de los
medios por los cuales la conocemos; variedad según la cual estamos también diversamente
obligados a conformarnos con ella. La
doctrina cristiana nos propone claramente las verdades que Dios quiere que
creamos. Ahora bien, como que esta
voluntad de Dios significada procede a manera de deseo y no de un querer absoluto,
podemos o bien seguirla obedeciendo o bien resistirle desobedeciendo, porque
tres son los actos de la voluntad de Dios en este punto: quiere que podamos
resistir, desea que no resistamos, y permite, sin embargo, que resistamos si
queremos. El que podamos resistir depende de nuestra natural condición y
libertad; el que no resistamos es conforme al deseo de la divina bondad. Luego,
cuando resistimos, Dios en nada contribuye a nuestra desobediencia, sino que,
dejando nuestra voluntad en manos de su libre albedrío, permite que elija el
mal. Pero, cuando obedecemos, Dios contribuye con su auxilio, sus inspiraciones
y su gracia. Porque la permisión es un acto de la voluntad que, de suyo, es
estéril e infecundo y, por así decirlo es un acto pasivo, que no hace nada,
sino que deja hacer. Al contrario, el
deseo es un acto activo, fecundo fértil, que excita, atrae y apremia. Por esta
causa, al desear Dios que sigamos su voluntad significada, nos solicita,
exhorta, incita, inspira, ayuda y socorre; pero, al permitir que resistamos, no
hace otra cosa que dejar que hagamos lo que queramos, según nuestra libre
elección, contra su deseo e intención. Sin embargo, este deseo de Dios es un
verdadero deseo, porque ¿cómo se puede expresar más ingenuamente el deseo de
que un amigo coma bien, sino preparando un bueno y excelente festín, como lo
hizo aquel rey de la parábola evangélica; y después invitarle, instarle y casi
obligar le, con ruegos, exhortaciones y apremios, a que vaya a sentarse a la
mesa y a que coma? A la verdad, aquel que, a viva fuerza, abriera la boca de un
amigo y le introdujera la comida en las fauces y se la hiciese tragar, no le
daría un banquete de cortesía, sino que le trataría como a una bestia y como a
un ave a la que se quiere cebar. Esta especie de beneficio quiere ser ofrecido
por medio de invitaciones, ruegos y llamamientos, y no ejercido por la violencia
y por la fuerza. Por esta razón, se hace a manera de deseo y no de querer
absoluto. Pues bien, lo mismo ocurre con la voluntad de Dios significada, pues
por ella quiere Dios, con verdadero deseo, que hagamos lo que Él nos manifiesta,
y, para ello, nos da; todo lo que se requiere, exhortándonos e instándonos a
que lo empleemos. En esta clase de favores no se puede pedir más. Luego, la conformidad de nuestro corazón con
la voluntad de Dios significada consiste en que queramos todo lo que la divina
bondad nos manifiesta como intención suya, de suerte que creamos según su doctrina,
esperemos según sus promesas, temamos según sus amenazas, amemos y vivamos
según sus mandatos y advertencias, a lo cual tienden las protestas que, con
tanta frecuencia, hacemos durante las ceremonias litúrgicas. Porque, para esto,
nos ponemos de pie mientras se lee el Evangelio, para dar a entender que
estamos prestos a obedecer la santísima voluntad de Dios significada, contenida
en él. Para esto besamos el libro, en el
lugar del Evangelio, para adorar la santa palabra que nos da a conocer la
voluntad celestial. Para esto, muchos santos y santas llevaban antiguamente el
Evangelio escrito sobre sus pechos, como reconfortante, tal como se lee de
Santa Cecilia, y tal como, de hecho, se encontró el de San Mateo sobre el
corazón de San Bernabé difunto, escrito de su propia mano.
De la conformidad de nuestra voluntad con la que Dios tiene de
salvarnos.
Dios nos ha manifestado de tantas maneras y por tantos medios que
quiere que todos nos salvemos, que nadie lo puede ignorar. Con este intento nos
hizo a su imagen y semejanza por la creación, y Él se hizo a nuestra imagen y
semejanza por la encarnación, después de la cual padeció la muerte, para
rescatar a toda la raza de los hombres y salvarla. Y, aunque no todos se salven, esta voluntad no deja, empero, de ser una
verdadera voluntad de Dios, Que obra en nosotros según la condición de su
naturaleza y de la nuestra; porque su bondad le mueve a comunicamos
generosamente los auxilios de su gracia, para que podamos llegar a la felicidad
de su gloria, pero nuestra naturaleza requiere que su liberalidad nos deje en
libertad para aprovecharnos de ellos y así salvarnos, o para despreciarlos y
perdernos. Ciertamente, sus delicias consisten en estar
entre los hijos de los hombres, para verter sus gracias sobre ellos. Nada es
tan agradable y delicioso para las personas libres como el hacer su voluntad.
La voluntad de Dios es nuestra santificación, y nuestra salvación su beneplácito.
Todo el templo celestial de la Iglesia
triunfante y de la militante resuena por todos lados con los cánticos y
alabanzas de este dulce amor de Dios para con nosotros. Y el cuerpo sacratísimo
del Salvador, como un templo santísimo de su divinidad, está todo adornado con
las señales e insignias de esta benevolencia. Debemos querer nuestra salvación tal como Dios
la quiere; Ella quiere por manera de deseo; luego, debemos también nosotros
quererla de conformidad con su deseo. Pero no solamente la quiere, sino que,
además, nos da todos los medios necesarios para hacernos llegar a ella, nosotros,
como consecuencia de este deseo que tenemos de salvarnos, no sólo debemos
quererla, sino también aceptar todas las gracias que nos tiene preparadas y que
nos ofrece. Pero acontece muchas veces
que los medios para llegar a alcanzar la salvación, considerados en conjunto y
en general, son gratos a nuestro corazón, pero, en sus pormenores y en
particular, le parecen espantosos. ¿No vemos, acaso, al pobre San Pedro dispuesto
a recibir, en general, toda suerte de penas y aun la misma muerte para seguir a
su Maestro? Y sin embargo, cuando llegó la ocasión, palideció, tembló y renegó
de su Señor a la sola voz de una criada. Todos pensamos que podemos beber el
cáliz de nuestro Señor juntamente con Él; pero cuando, en realidad, se nos
ofrece, huimos y lo dejamos todo. Cuando las cosas se nos presentan en
concreto, producen una impresión más fuerte e hieren más sensiblemente la
imaginación. Por esta causa en la Introducción de la Vida Devota aconsejo que,
en la santa oración, después de los afectos generales, se hagan resoluciones
particulares. David aceptaba en particular las aflicciones como una preparación
para la perfección, cuando cantaba: Bien me está que me hallas humillado, para que
aprenda tus justísimos preceptos. Así fueron los apóstoles, los cuales se
gozaron en las tribulaciones, pues de ellas recibían el favor de padecer
ignominias por el nombre de su Salvador.
De la conformidad de nuestra voluntad con la de Dios que nos es
significada por sus mandamientos.
Nunca es más agradable un presente que cuando nos lo hace un amigo. Los
más suaves mandatos se hacen ásperos si un corazón tirano y cruel los impone, y
nos parecen muy amables, cuando los dicta el amor. La servidumbre le parecía a
Jacob un reinado, porque procedía del amor. Muchos guardan los mandamientos como quien
toma una medicina, a saber, más por temor de morir y condenarse que por el
placer de vivir según el agrado de Dios. Al contrario, el corazón enamorado ama los
mandamientos, y cuanto más difíciles son, más dulces y agradables le parecen,
porque así mejor complace al Amado y es mayor el honor que le tributa. Entonces
deja escapar y canta himnos de alegría, cuando Dios le enseña sus mandamientos
y sus justificaciones De la conformidad
de nuestra voluntad con la de Dios significada por los consejos. Hay mucha diferencia entre el mandar y el
recomendar. El que manda echa mano de la autoridad para obligar; el que
recomienda usa de la amistad para mover y provocar. El mandamiento impone algo
que es necesario; el consejo y la recomendación nos exhortan a lo que es de
mayor utilidad. Al mandamiento corresponde la obediencia; al consejo, el
asentimiento. Seguimos el consejo para complacer, y el mandamiento para no
desagradar. Por esta causa, el amor de complacencia, que nos obliga a dar gusto
al amado, nos lleva, por lo mismo, a la observancia de los consejos, y el amor
de benevolencia, que quiere que todas las voluntades y todos los afectos le
estén sujetos, hace que queramos no sólo lo que él ordena sino también lo que
aconseja y aquello a lo cual nos exhorta, así como el amor y el respeto que un
hijo fiel tiene a su buen padre, hace que se resuelva a vivir no sólo según los
mandatos que impone, sino también según los deseos y las inclinaciones que
manifiesta. El consejo se da en
beneficio de aquel a quien se aconseja, a fin de que sea perfecto, si quieres
ser perfecto -dice el Salvador-, ve, vende todo lo que tienes, dalo a los
pobres y sígueme Pero el corazón amante no recibe el consejo para su utilidad,
sino para conformarse con el deseo del que aconseja y para rendir el homenaje
que es debido a su voluntad. Por lo mismo, no guarda los consejos sino en la
medida que Dios quiere, y Dios no quiere que cada uno los observe todos, sino
tan sólo aquellos que son convenientes, según la diversidad de personas, de
tiempo, de ocasiones y de fuerzas, tal como la caridad lo requiere: porque es
ésta la que, como reina de todas las virtudes, de todos los mandamientos, de
todos los consejos y, en una palabra, de todas las leyes y de todos los actos
del cristiano, da a todas estas cosas la categoría, el orden, la oportunidad y
el valor. Si tu padre o tu madre tienen
verdadera necesidad de tu ayuda para vivir, no es entonces la ocasión de poner
en práctica el consejo de retirarte a un monasterio, porque la caridad ordena
que cumplas el mandamiento de honrar, servir, ayudar y socorrer a tu padre y a
tu madre, Eres un príncipe, por cuyos descendientes los súbditos de la corona
han de ser conservados en paz y aseguradas contra la tiranía, las sediciones y
las guerras civiles; no hay duda que un bien tan grande te obliga a procurarte,
por un santo matrimonio, legítimos sucesores. No es perder la castidad o, a lo
menos, es perderla castamente, el sacrificarla en aras del bien público, en
obsequio de la caridad. ¿Tienes una salud floja e inconsciente, que tiene
necesidad de grandes cuidados? No practiques voluntariamente la pobreza
efectiva, porque la caridad no sólo no permite a los padres de familia venderlo
todo para darlo a los pobres, sino que les manda reunir honradamente lo que es
menester para la educación y el sustento de la esposa, de los hijos y de los
criados; como también obliga a los reyes y a los príncipes a acumular tesoros,
los cuales, adquiridas mediante justas economías, y no por tiránicos procedimientos,
sirvan como de saludable preservativo contra los enemigos visibles. ¿Acaso no aconseja San Pablo a los casados
que, transcurrido el tiempo de .la oración, vuelvan al tren de vida, bien
ordenado de los deberes conyugales? Todos los consejos han sido dados para la
perfección del pueblo cristiano, mas no para la perfección de cada cristiano en
particular. Hay circunstancias que los hacen unas veces imposibles otras
inútiles, otras peligrosos, otras dañosos, por lo cual nuestro Señor dice de
uno de estos consejos lo que quiere que se entienda de todos: Quien pueda
tomarlo que lo tome como si dijera,
según lo expone San Jerónimo: quien pueda ganar y llevarse el honor de la
castidad, como premio de su reputación, que lo tome pues es el premio propuesto
a los que corren denodadamente. Luego, no todos pueden, o mejor dicho, no es
conveniente a todos la guarda de todos los consejos, pues, habiendo sido dados
en favor de la caridad, ha de ser ésta la regla y la medida Que hemos de seguir
en la práctica de los mismos.
Así, pues, cuando la caridad lo ordena, se sacan los monjes y los
religiosos de los claustros, para hacerlos cardenales, prelados y párrocos, y hasta para que contraigan matrimonio para la
quietud de los reinos, según hemos dicho más arriba y según ha ocurrido algunas
veces. Ahora bien, si la caridad obliga a salir de los claustros a los que, por
voto solemne, están ligados con ellos, con mucha mayor razón y por un motivo de
menor importancia se puede, por la autoridad de esta misma caridad, aconsejar a
muchos que permanezcan en sus casas, que conserven sus bienes, que se casen, y
hasta que tomen las armas y vayan a la guerra, a pesar de ser una profesión tan
peligrosa. Ahora bien, cuando la caridad
induce a unos a la práctica de la pobreza, y aparta de ella a otros; cuando
encamina a unos hacia el matrimonio y a otros hacia la continencia; cuando
encierra a unos en un claustro y saca de él a otros, no tiene necesidad de dar
explicaciones a nadie; porque ella, en la ley cristiana, tiene la plenitud del
poder, según está escrito: La caridad todo lo puede. Ella posee el colmo de la
prudencia, según se dijo: La caridad nada hace en vano. Y, si alguno quiere preguntarle
por qué obra así, podrá responder osadamente; Porque el Señor tiene necesidad
de ello. Todo se hace por la caridad, y la caridad todo lo hace por Dios; todo
ha de servir a la caridad, más ella no ha de estar al servicio de nadie, ni
siquiera de su amado, del cual no es sierva, sino esposa. Por esto es ella la
que ha de regular la práctica de los consejos; porque a unos les ordenará la
castidad, y no la pobreza; a otros la obediencia, y no la castidad; a otros el
ayuno, y no la limosna; a otros la limosna, y no el ayuno; a unos la soledad; a
otros el ministerio pastoral; a unos la conversación; a otros la soledad. En
resumen, la caridad es una agua sagrada que fecunda el jardín de la Iglesia, y
aunque es incolora, cada una de las flores que hace crecer tiene su color diferente.
Ella produce mártires, más rojos que la rosa; vírgenes más blancas que el
lirio; a unos les comunica el fino morado de la mortificación; a otros el amarillo
de los cuidados del matrimonio, valiéndose de los diversos consejos para la
perfección de las almas, tan felices de vivir bajo su mando.
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