¡Oh profundidad de los tesoro de la
sabiduría y de la ciencia de Dios!
Pero
saber por qué libra a éste más bien que aquel que escudriñe quien pueda en esta
inmensa profundidad de sus juicios, pero que se guarde del precipicio, pues sus
juicios, aunque secretos, no son por esto injustos. Mas ¿por qué libra a éstos y
no a aquéllos? Decimos otra vez: ¿Quién
eres tú, oh hombre para reconvenir a Dios? Sus juicios son incomprensibles o y añadimos: No te metas en inquirir lo que está por encima, de tu capacidad ni
escudriñar aquellas cosas que exceden tus fuerzas. Siempre me ha parecido
admirable y simpática la sabia modestia y la prudentísima humildad del doctor
seráfico San Buenaventura, en su discurso acerca de la razón por la cual la divina
Providencia destina a los elegidos a la vida eterna. "Tal vez -dice - está
la razón en la previsión de las buenas obras que hará aquel que es atraído;
pero poder decir qué buenas obras son éstas, la previsión de las cuales sirve
de motivo a la divina voluntad, ni lo sé claramente, ni quiero escudriñarlo; y
no existe más razón que la de cierta congruencia, de suerte que podríamos dar
alguna, y ser otra. Por lo mismo, no podemos indicar con certeza ni la
verdadera razón ni el verdadero motivo de la voluntad de Dios en este punto;
porque, aunque la verdad sea certísima, está, con todo, muy lejos de nuestros pensamientos,
de manera que nada podemos decir con seguridad, si no es por revelación de
Aquel a quien todas las cosas son conocidas. Y, puesto que no era conveniente
para nuestra salvación el conocimiento de estos secretos, era útil que los
ignorásemos, para conservar nos en humildad: por la cual Dios no quiso
revelarlos, y ni aun el mismo Apóstol se atrevió a investigarlos, sino que, al
contrario, reconoció la insuficiencia de nuestro entendimiento a este propósito,
cuando exclamó: ¡Oh profundidad de los tesoro de la sabiduría y de la ciencia
de Dios! ¿Se puede hablar más santamente Teótimo, de un tan santo misterio?
Éstas son las palabras de un muy santo y juicioso doctor de la Iglesia.
Exhortación a la amorosa sumisión que debemos a los decretos de la
Providencia divina
Las razones de la voluntad divina no pueden
ser penetradas por nuestro espíritu, mientras no veamos la faz de Aquel que abarca fuertemente de un cabo a otro
todas las cosas y las ordena todas con suavidad, disponiéndolo todo en número
peso y medida, por lo que dice él Salmista: Todo lo has hecho sabiamente. ¡Cuántas
veces acontece Que ignoramos el cómo y el porqué de las mismas obras de los
hombres! Se cuenta de los indios que se divierten días enteros junto a un
reloj, para oír como da las horas a su debido tiempo, y que, al no poder
adivinar cómo se hace aquello, no dicen, empero, que ocurre sin arte ni razón,
sino que permanecen arrebatados por el afecto y reverencia que sienten por
aquellos que gobiernan los relojes, a los que admiran como a seres
sobrehumanos. Nosotros, vemos también el universo, sobre
todo la naturaleza humana, como un reloj, con una variedad tan grande de
acciones y movimientos, que no podemos impedir nuestra admiración.
Y sabemos, en general, que estas piezas tan diversas sirven todas, o para
mostrar, la santísima justicia de Dios, o para manifestar la triunfante misericordia
de su bondad, como por un toque de alabanzas. Pero conocer, en particular, el
empleo de cada pieza, o cómo está ordenada al fin general, o por qué está hecha
de esta manera, no lo podemos entender, si el soberano artífice no nos lo enseña.
Ahora bien, para que le admiremos con mayor reverencia, no nos manifestará su
arte hasta que nos arrebate, en el cielo, con la suavidad de su sabiduría,
cuando en la abundancia de su amor, nos descubra las razones, los medios, los
motivos de todo cuanto habrá ocurrido, en este mundo, en provecho de nuestra
salvación eterna.
"Nos
parecemos - dice el gran Nacianceno a los que padecen vértigo o mareo.
Peréceles a éstos que todo, en torno suyo, da vueltas de arriba abajo, si bien
lo que da vueltas no son los objetos sino su cerebro y su imaginación. Porque,
de una manera parecida, cuando ocurren algunos hechos cuyas causas son
desconocidas, nos parece que las cosas del mundo andan gobernadas sin razón,
porque ignoramos éstas. Creamos, pues, que, así como Dios es el autor y el
padre de todas las cosas, así también tiene cuidado de ellas por su
providencia, la cual abarca toda la máquina de las criaturas; y, sobre todo,
creamos que Él preside todos nuestros asuntos, aunque nuestra vida aparezca
agitada por tantas contrariedades y accidentes, cuya razón desconocemos, para
que, no pudiendo llegar a este conocimiento, admiremos la razón soberana de
Dios, que sobrepuja todas las cosas; porque, entre nosotros, suelen ser
fácilmente conocidas; mas lo que está por encima de la cumbre de nuestra
inteligencia, cuanto más difícilmente se entiende, tanto más excita nuestra
admiración. Ciertamente, las razones de la Providencia serían muy bajas, si
estuviesen al alcance de nuestros débiles espíritus; serían menos amables en su
suavidad y menos admirables en su majestad, si estuviesen menos alejadas de
nuestra capacidad." Exclamemos, pues, Teótimo, en todas las ocasiones,
pero con un corazón enteramente enamorado de la Providencia, toda sabia, toda
poderosa y toda dulce de nuestro Padre eterno: ¡Oh profundidad de los tesoros
de la sabiduría y de la ciencia de Dios. ¡Oh Señor Jesús, qué excesivas son las
riquezas de la bondad divina! Su amor para con nosotros es un abismo incomprensible;
por esta causa, nos ha preparado una rica suficiencia o, mejor dicho, una rica
abundancia de medios a propósito para salvarnos; y, para aplicárnoslos con
suavidad, usa de una gran sabiduría, pues, con su infinita ciencia, prevé y
conoce todo cuanto para este fin se requiere.
¡Ah!
¿Qué podemos temer? Antes bien ¿qué no hemos de esperar siendo hijos de un Padre
tan rico en bondad para amarnos y querernos salvar, tan sabio para disponer los
medios convenientes para ello, tan prudente en aplicarlos, tan bueno en querer,
tan clarividente en ordenar, tan prudente en ejecutar? No permitamos jamás que
nuestros espíritus anden revoloteando, por curiosidad, en torno de los juicios
divinos; porque, como mariposillas, veremos quemadas nuestras alas y
pereceremos en este fuego sagrado.
De un cierto rastro de amor, que muchas veces permanece en el alma
que ha perdido la santa caridad.
La
caridad, por la multitud de actos que produce, imprime en nosotros cierta
facilidad para amar, y la deja en nosotros, aun después que humano, el cual,
empero, de tal manera se parece a la caridad, que, aunque ésta se extinga en el
alma, parece que se conserva en ella, por haber dejado tras sí esta su imagen y
semejanza que la representa; de manera que un ignorante fácilmente se
engañaría. Sin embargo es muy grande la diferencia entre la caridad' y ei amor
humano que produce en nosotros; porque la voz de la caridad repite, intima y
pone en práctica todos los mandamientos de Dios .en nuestros corazones, pero el
amor humano, que queda después de ella, los repite e intima algunas veces, pero
no los practica todos, sino tan sólo algunos: la caridad recoge todas las
sílabas, es decir todas las circunstancias de los mandamientos de Dios; el amor
humano siempre deja algunas atrás, sobre todo la de la recta y pura intención.
Y, en cuanto al tono, el de la caridad es muy igual, suave y gracioso; mas el
del amor humano siempre sube demasiado en las costas terrenas, baja con exceso
en las cosas celestiales, y nunca pone manos a la obra hasta que la caridad ha
cesado de hacer la suya. Porque, mientras la caridad vive en el alma, se sirve
de este amor humano, que es su engendro, y lo emplea para que le ayude en sus
obras; de suerte que, durante este tiempo, las obras de este amor, como las de
un siervo, pertenecen a la caridad, que es la señora. Mas, cuando la caridad se
ha alejado, todas las obras de este amor son exclusivamente suyas, y no tienen
la estima ni el valor de la caridad; porque el amor humano, en ausencia de la
caridad, no tiene ninguna fuerza sobrenatural para mover al alma a los actos
excelentes del amor de Dios sobre todas las cosas, hemos sido privados de su
presencia. Cuando era joven, vi en un pueblo cercano a París, una caverna en la
cual había un eco que repetía muchas veces las palabras que pronunciábamos
junto a ella. Sí algún ignorante, sin experiencia, hubiese oído aquella
repetición de palabras, hubiera creído que algún hombre hablaba desde el fondo.
Pero nosotros, por el estudio, sabíamos ya que nadie en la caverna repetía las
palabras, sino que tan sólo había allí unos huecos, en uno de los cuales se
recogían nuestras voces, y, como no pudiesen pasar más allá, para no
extinguirse del todo y aprovechar las fuerzas que les quedaban, producían otras
voces, y éstas, reunidas en otro hueco, producían otras, y así sucesivamente,
hasta llegar a once repeticiones; pero estas voces, producidas en aquellas
concavidades, no eran voces, sino reticencias y reflejos de las primeras. Y, de
hecho, había mucha diferencia entre nuestras voces y aquéllas; porque cuando
nosotros soltábamos una larga serie de palabras, los ecos sólo repetían
algunas, acortaban la pronunciación de las sílabas, que se deslizaban con gran
rapidez y con tonos y acentos en nada parecidos a los nuestros, y comenzaban a
emitir estas palabras cuando nosotros ya habíamos acabado de pronunciarlas. Resumiendo,
no eran voces de un hombre vivo, sino, por decirlo así de una roca, de una roca
hueca e inerte, las cuales reproducían tan bien la voz humana, de la cual
traían su origen, que cualquier ignorante se hubiera quedado sorprendido y
burlado. Permíteme ahora que te diga: Cuando el santo amor de caridad encuentra
un alma manejable y hace en ella larga morada, produce un segundo amor, que no
es amor de caridad, aunque tiene en ésta su origen; al contrario, es un
amor Cuán peligroso es este amor
imperfecto"
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