La historia ha juzgado y condenado al Bajo Imperio.
No
solamente no supo cumplir su misión (fundar el Estado cristiano), sino que se
consagró a hacer fracasar la obra histórica de Jesucristo. No habiendo
conseguido falsificar el dogma ortodoxo, lo redujo a letra muerta; quiso zapar
por la base el edificio de la paz cristiana atacando al gobierno central de la
Iglesia Universal; reemplazó en la vida pública la ley del Evangelio por las
tradiciones del Estado pagano. Los bizantinos creyeron que, para ser cristiano
de verdad, bastaba conservar los dogmas y ritos sagrados de la ortodoxia sin
cuidarse de cristianizar la vida social y política; creyeron lícito y laudable
encerrar al cristianismo en el templo y abandonar la plaza pública a los
principios paganos. No han podido quejarse de su suerte. Han tenido lo que
querían: les quedaron el dogma y el rito, y sólo el poder social y político
cayó en manos de los musulmanes, herederos legítimos del paganismo. La misión
de fundar el Estado cristiano, repudiada por el imperio griego, fue transferida
al mundo romano germánico, a los francos y alemanes. Esta transmisión fue
cumplida por el único poder cristiano que tenía el derecho y la obligación de
hacerlo: el poder de San Pedro, poseedor de las llaves del Reino. Adviértase la
coincidencia de las fechas. La primera piedra del futuro imperio de Occidente
fue colocada con el bautismo y consagración del rey franco Clodoveo, en 496,
época en que el cisma de Acacio, tras de algunas infructuosas tentativas de
acomodamiento, pareció que iba a separar definitivamente de la Iglesia católica
a toda la cristiandad oriental. El sincronismo del año 754 es más notable
todavía; en el preciso momento en que un gran concilio iconoclasta confirmaba
en Constantinopla, con apariencias de autoridad ecuménica, la última y más
violenta de las herejías imperiales, especialmente dirigida contra la Iglesia
romana, el Papa Esteban consagraba en Reims (o en San Dionisio, ¿quién me lo
dirá?) al padre de Carlomagno, diciéndole: Quia
video vos Dominus per humilitaiem meam mediante S. Petro unxit in reges ut per
vos sua sancta exaltetur Ecclesia et princeps apostolorum suam recipiat
justitiam. La realeza carolingia se vinculaba al papado con un nexo de
filiación directa. El Papa, dice una añeja crónica, Per auctoritatem
apostolicam jussii Pipinum regem fieri. Este acto con sus consecuencias
necesarias (la conquista de Italia por los francos, la donación de Pepino y la
coronación de Carlomagno como emperador romano) constituyó la causa real y
próxima de la separación de las Iglesias. Transfiriendo el cetro imperial a un
bárbaro occidental, el Papa llegaba a ser doblemente extraño y hostil a los
griegos. Para quitarle todo punto de apoyo en Constantinopla, bastaba que los
emperadores renunciaran definitivamente a sus veleidades heréticas, lo que
habría permitido la unión de todos los «ortodoxos» bajo el estandarte
anticatólico. Esto no tardó en ocurrir; el «triunfo de la ortodoxia” y el cisma
de Focio fueron la respuesta bizantina a la coronación de Carlomagno. No se
trataba de una disputa teológica ni de una rivalidad jerárquica; era el viejo
imperio de Constantino, que no quería ceder sitio a la nueva potencia
occidental nacida de la íntima alianza entre el papado y el reino franco. Todo
el resto sólo era pretexto y accesorio. Lo que confirma este modo de ver es
que, después de Focio, el cisma quedó suspendido durante un siglo y medio,
justamente en la época en que la cristiandad occidental, recién organizada,
parecía caer en ruinas; cuando el papado, sujeto a una oligarquía depravada,
perdía su dignidad moral y religiosa y la dinastía carolingia se consumía en
luchas intestinas. Pero, una vez restaurado el poder imperial, cuando pasó a
las fuertes manos de los reyes alemanes, y la sede de San Pedro, al mismo
tiempo, fue ocupada de nuevo por hombres apostólicos, el movimiento anticatólico
de Constantinopla estalló con violencia y la separación quedó definitivamente
consumada.
El
imperio franco germánico hizo esfuerzos sinceros para cumplir la misión que le
imponía su dignidad de Estado cristiano. A pesar de sus vicios y desórdenes, la
nueva sociedad occidental ofrecía una enorme ventaja sobre el imperio
bizantino: tenía conciencia de sus males y profunda necesidad de librarse de
ellos; testigos, los innumerables concilios convocados por los Papas, los
emperadores y los reyes, para efectuar reformas morales en la Iglesia y
aproximar el estado social al ideal cristiano. El éxito de esas reformas era
incompleto; pero hay que advertir que esto preocupaba, que no se quería aceptar
en principio la contradicción entre la verdad y la vida, como lo hizo el mundo
bizantino, que nunca pensó conciliar su estado social con su fe, que nunca
emprendió reforma moral alguna, que en sus concilios sólo se interesó por
fórmulas dogmáticas y pretensiones jerárquicas. Pero, haciendo la debida
justicia a Carlomagno y Otón el Grande, a San Enrique y a San Luis, es menester
confesar que, en resumen, la monarquía de la Edad Media —tanto bajo la forma
ficticia del imperio romano como bajo la forma efectiva de reino nacional—no
llenó la misión del Estado cristiano, no consiguió organizar definitivamente la
sociedad según el ideal cristiano. Aquellos mismos grandes soberanos estuvieron
muy lejos de comprender el problema social y político del cristianismo en toda
su plenitud, si bien su concepción, por imperfecta que fuese, pronto resultó
demasiado elevada para sus sucesores. La regia general fue la política del
emperador Enrique IV y del rey Felipe el Hermoso, y no la de sus santos
predecesores; esa política preparó la reforma de Lutero y justificó
anticipadamente la Revolución francesa. El imperio alemán engendrado por el
pontificado romano rompió ese lazo de filiación, manifestándose como rival del
papado. Fue el primer y más importante paso en la senda revolucionaria. La
rivalidad entre el hijo y el padre no podía ser principio orgánico de orden
social. Agotando estas fuerzas durante dos siglos en una lucha anticristiana,
atacando la base misma de la unidad católica, el imperio alemán perdía de hecho
y de derecho su supremacía internacional. Sin cuidarse de este ficticio imperio
romano, los estados europeos constituyéronse como cuerpos completos y absolutamente
independientes. Y fue todavía el papado quien, en tanto se defendía contra los
ataques del imperio alemán, debió tomar a su cargo la gran obra que aquél era indigno
e incapaz de ejecutar. No tenemos para qué alabar o defender aquí la obra
histórica de un Gregorio VII o de un Inocencio III. Ella ha tenido, en este
siglo, apologistas y panegiristas entre distinguidos historiadores
protestantes, como Voigt. Hurter, Neander. En todo cuanto los grandes Papas
medievales, fuera del dominio puramente espiritual, han hecho por la cultura de
los pueblos europeos, por la paz internacional y por el buen orden social,
existe tanto mayor mérito cuanto que con ello llenaban una función que no les
correspondía de inmediato. La zoología y la medicina conocen casos en que un
organismo joven y vigoroso, lesionado en uno de sus órganos esenciales,
transfiere temporalmente la función de éste a otro órgano sano, al que
denominan órgano vicario, «vikarirendes Orinan». El papado imperial o el
imperio papal de Inocencio III y de Inocencio IV fue ese órgano vicario. Pero
ello no podía durar indefinidamente. Se necesitaban hombres totalmente excepcionales
para poder aplicarse a las particularidades de una política mundana vasta y
complicada, subordinándolas siempre al objetivo espiritual y universal. Después
de los Papas que elevaron la política a la altura de una acción moral, hubo
necesariamente otros más numerosos que rebajaron la religión hasta el nivel de
las cosas materíales. Si los altos hechos del imperio pontifical han sido
glorificados por historiadores protestantes, su decadencia súbita está
atestiguada por el más grande de los escritores católicos, que, en versos
inmortales, clamaba por otro Carlomagno que pusiera fin a la funesta confusión
de los dos poderes de la Iglesia romana. (DANTE, Inferno, canto XIX;
Purgatorio, cantos VI, XVI.)
Si,
en efecto, consideramos el estado político y social de Europa hacia el fin de
la Edad Media, debemos confesar que el pontificado, privado de su órgano
secular y obligado a acumular ambas funciones, no pudo dar una organización
verdaderamente cristiana a la sociedad que gobernaba. La unidad internacional,
la paz cristiana no existían. Los pueblos estaban entregados a luchas
fratricidas y solamente una intervención sobrenatural pudo salvar la existencia
nacional de Francia. (Santa Juana de Arco.) La constitución social de Europa,
que tenía como base la relación entre conquistadores y conquistados, conservaba
siempre un carácter anticristiano de desigualdad y opresión. La vida pública,
dominada por el orgullo de la sangre entre el noble y el villano, y por el
espíritu de violencia que convertía a cada país en teatro de guerras civiles y
rapiñas, y, por fin, una justicia penal cuyas atrocidades parecen inspiradas
por demonios del infierno, ¿cómo reconocer en todo ello los rasgos de una
sociedad verdaderamente cristiana? La Iglesia, falta de un poder imperial
sinceramente cristiano y católico, no logró establecer la justicia social y
política en Europa. Las naciones y Estados modernos, emancipados de la tutela
eclesiástica desde la reforma, han tratado de superar a la Iglesia. Los
resultados de la experiencia están a la vista. La idea de la cristiandad (esa
unidad muy insuficiente, pero, con todo, real, que comprendía a todas las
naciones europeas) ha desaparecido. La filosofía revolucionaria ha realizado
laudables esfuerzos para reemplazarla unidad por la del género humano, ya
sabemos con qué éxito. Militarismo universal que transforma a pueblos enteros
en ejercicios enemigos, inspirado a su vez por odios nacionales que la Edad
Media no conoció jamás; antagonismo social profundo e irreconciliable; lucha de
clases que amenaza pasarlo todo a sangre y fuego; rebajamiento progresivo de la
fuerza moral de los individuos, manifestado por el número siempre creciente de
locuras, suicidios y crímenes: he aquí la suma de los progresos que la Europa
secularizada ha hecho de tres o cuatro siglos acá (7).
Las
dos grandes experiencias históricas, la de la Edad Medía y la de los tiempos
modernos, parecen probar con evidencia que ni la Iglesia privada del ministerio
de un poder secular distinto, pero solidario de ella, ni el Estado secular
abandonado a sus propias fuerzas, pueden conseguir el establecimiento sobre la
tierra, de la justicia y la paz cristianas. La alianza intima forma, la unión
orgánica de ambos poderes sin confusión ni división, es condición indispensable
del verdadero progreso social. Se trata de saber si hay en el mundo cristiano
un poder capaz de reanudar con mejores perspectivas la obra de Constantino y de
Carlo magno. El
carácter profundamente religioso y monárquico del pueblo ruso, ciertos hechos
proféticos de su pasado; la masa enorme y compacta de su Imperio, la gran
fuerza latente del espíritu nacional en contraste con la pobreza y el vacío de
su existencia actual, todo esto parece indicar que el destino histórico de
Rusia es suministrar a la Iglesia Universal el poder político que le es
necesario para salvar y regenerar a Europa y al mundo. Las
grandes obras no pueden ser ejecutadas con medios pequeños. No se trata de un
compromiso confesional entre dos jerarquías, ni de un tratado diplomático entre
dos gobiernos; lo que ante todo debe establecerse es un vínculo moral e
intelectual entre la conciencia religiosa de Rusia y la verdad de la Iglesia
Universal. Y para hacer aceptable a nuestro espíritu la verdad de un principio
cuya aparición histórica no es extraña y aun hostil, es necesario remontar
hasta las razones primeras de esa verdad en la idea fundamental del
Cristianismo. En
el primer libro de esta obra (parte crítica y polémica) he querido mostrar lo
que falta a la Rusia actual para poder cumplir su misión teocrática; en el
segundo he expuesto teológica e históricamente las bases de la unidad universal
fundada por Cristo (la monaiquía eclesiástica), y en el tercero me he propuesto
relacionar la idea de la teocracia (la Trinidad social) a la idea teosófica (la
Trinidad divina (8).
Esta
obra es resumen de otra más extensa en lengua rusa, en la cual trabajo desde
hace siete años, pero que no ha podido aparecer en mi patria. El primer
volumen, publicado en Agram (Croacia) en 1887, fue prohibido por la censura
rusa. En tales condiciones, me ha parecido más práctico abreviar mi trabajo y
dirigirle a un público más extenso (9). Espero
firmemente ver el día en que mí patria obtendrá el bien que necesita primero:
la libertad religiosa. Pero entre tanto, no me creo con derecho a guardar
silencio, y he visto en esta publicación francesa el medio más eficaz de
proclamar la verdad. He suprimido o reducido al mínimum en las dos primeras
partes de mi trabajo todos los asuntos en los que no podía hacer más que repetir
lo que otros han dicho mejor que yo. Para los detalles concernientes al estado
de la religión y de la Iglesia en Rusia me complazco en remitir a los lectores
al tercer volumen de la conocida obra de Anatolio Leroy-Beaulieu : El Imperio
de los zares. El lector occidental hallará también indicaciones útiles e
interesantes en el libro del R. P. Tondini: El
Papa de Roma y los papas de las Iglesias orientales. Para
terminar este prefacio, demasiado largo, pondré una parábola que hará más
claros quizá mí punto de vista general y la razón de ser de la presente obra. Al
partir para un largo viaje cierto gran arquitecto llamó a sus discípulos y les
dijo: «Ya sabéis que he venido aquí para reconstruir el principal santuario del
país, destruido por un terremoto. La obra ha comenzado; he trazado el plano
general, el terreno está preparado y echados los fundamentos. Vosotros me
reemplazaréis durante mi ausencia. He de volver, por cierto; pero no puedo
deciros cuándo. Trabajad, pues, como si debierais hacer todo sin mí. Ahora es
cuando deberéis aplicar las enseñanzas que os he dado. Tengo confianza en vosotros
y no os impongo todos los detalles de la obra. Observad tan sólo las reglas de
nuestro arte. Os dejo, por lo demás, las inconmovibles fundaciones del Templo
echadas por mí y el plano general que he trazado; esto os bastará si sois
fieles a vuestro deber. Yo mismo no os abandonaré; en espíritu y con el
pensamiento estaré siempre con vosotros.
Y
los condujo al lugar de la nueva iglesia, les mostró las fundaciones y les
entregó el plano. Después de su partida los discípulos trabajaron de común
acuerdo, y pronto una tercera parte de la construcción se elevó de tierra. Como
la obra fuera muy grande y extremadamente complicada, los primeros compañeros
no fueron suficientes, y fue necesario admitir otros, No tardó en producirse
una grave disputa entre los principales jefes de los trabajos. Algunos
pretendían que, de las dos cosas legadas por el maestro ausente —los
fundamentos del edificio y el plan general— solamente este último era
importante y obligatorio, al paso que nada impedía abandonar las fundaciones echadas
y construir en otro sitio. Combatidos con energía por el resto de sus colegas,
estas gentes llagaron, en el calor del altercado, hasta afirmar (en contra de
su propio sentimiento muchas veces manifestado) que el maestro no había echado
ni indicado nunca los cimientos del Templo y que eso era sólo invención de sus
adversarios. En cuanto a éstos, hubo varios que, a fuerza de defender la
importancia de las fundaciones, cayeron en otro extremo y afirmaron que lo
único verdaderamente serio en toda la obra era la base del edificio echada por
el maestro; que su tarea consistía exclusivamente en conservar, reparar y
fortificar la parte ya existente del edificio, sin pensar en darle término,
porque —decían— el cumplimiento de la obra estaba reservado al maestro para su
vuelta. Los extremos se tocan, y ambos partidos opuestos se hallaron pronto de
acuerdo sobre este punto: que no convenía acabar el edificio. Sólo el partido
que procuraba conservar en buen estado las fundaciones y la inconclusa nave se
entregaba, para estos efectos, a muchos trabajos secundarios y desplegaba
infatigable energía, en tanto que el partido que creía poder dejar de lado los
fundamentos del Templo, después de vanos esfuerzos para edificar en otro sitio,
declaró que no había que hacer nada, que lo esencial en el arte de arquitectura
era, según ellos, la teoría, la contemplación de sus modelos y la meditación
sobre sus reglas, y no la ejecución de un plan determinado, y que si el maestro
les había dejado su plano del Templo, no era en modo alguno con objeto de
hacerlos trabajar en común en su construcción real, sino para que cada uno de
ellos, estudiando este plano perfecto, pudiera llegar a ser a su vez un
consumado arquitecto. Y los más celosos de entre ellos consagraron su vida a
meditar sobre el proyecto del Templo ideal, a aprender y recitar de memoria
todos los días las explicaciones de ese proyecto, dadas por algunos de los
antiguos compañeros según las palabras del maestro. Pero la mayoría se
contentaba pensando en el Templo un día por semana, y todo el tiempo restante
lo dedicaba cada cual sus asuntos.
Entre
estos obreros separatistas hubo, sin embargo, algunos que, estudiando el plano
del maestro, y sus explicaciones auténticas, advirtieron indicaciones precisas
de las que resultaba que la base del Templo había sido echada realmente y no
debía ser cambiada nunca; dieron, entre otras, con esta palabra del gran
arquitecto: «He aquí las fundaciones inconmovibles que yo mismo he echado;
sobre ellas debe ser construido mi Templo, para poder resistir siempre los
terremotos y toda acción destructiva.» Impresionados con estas palabras, los
buenos obreros tomaron la resolución de renunciar a su separatismo y de
asociarse acto continuo a los guardianes de los cimientos para tomar parte en
su obra de conservación. Hallóse, empero, un obrero que dijo: «Reconozcamos
nuestros errores, hagamos justicia y honremos a nuestros antiguos compañeros;
reunámonos con ellos junto al gran edificio comenzado que cobardemente,
abandonamos y que estos tuvieron el mérito inapreciable de conservar y guardar
en buen estado. Pero debemos, ante todo, ser fieles al pensamiento del maestro.
Pues éste no echó las bases para que nadie las tocara, sino para que sobre
ellas se construyera su Templo. Debemos, pues, reunimos todos para levantar
sobre las fundaciones dadas el edificio entero. ¿Tendremos o no tiempo bastante
para concluirlo antes de la vuelta del maestro?; ésta es otra cuestión que él
mismo no ha querido resolver. Pero él nos mandó expresamente que trabajáramos para
adelantar su obra y hasta ha agregado que haríamos más que él.» Extraña pareció
la exhortación de este obrero a la mayoría de sus compañeros. Unos lo llamaron
utopista, otros lo acusaron de orgullo y presunción; pero la voz de la
conciencia les decía claramente que el maestro ausente estaba con él en
espíritu y en verdad.
N. B.—Como miembro de la verdadera y
venerable Iglesia ortodoxa oriental o grecorrusa que no habla por sínodos
anticanónicos ni por empleados del poder secular, sino por la voz de sus
grandes Padres y Doctores, reconozco como juez supremo en materia de religión a
aquel que fue reconocido como tal por San Ireneo, San Dionisio el Grande, San
Atanasio el Grande, San Juan Crisóstomo, San Cirilo, San Flaviano, el
Bienaventurado Teodoreto, San Máximo Confesor, San Teodoro Estudita, San
Ignacio, etc., a saber : el apóstol Pedro, que vive en sus sucesores y que no
oyó en vano las palabras del Señor : «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia. Confirma a tus hermanos. Apacienta mis ovejas, apacienta
mis corderos.» Espíritu
inmortal del bienaventurado apóstol, ministro invisible del Señor en el
gobierno de su Iglesia visible, tú sabes que ella ha menester de un cuerpo
terrestre para manifestarse. Tú le has dado ya por dos veces un cuerpo social:
en el mundo grecorromano primero y luego en el mundo romano germánico,
sometiéndole el imperio de Constantino y el imperio de Carlomagno. Después de
estas dos provisoras encarnaciones, ella espera su tercera y última
encarnación.
(7) Hablo aquí del resultado
general, porque sin duda ha habido progresos parciales. Notemos, por ejemplo,
la suavizaron de las leyes penales, la abolición de la tortura. Ventaja
considerable, pero ¿será definitiva? Si algún día estallara la guerra social con
toda la furia del odio largo tiempo contenido, se verían cosas singulares.
Hechos de mal augurio, actos meetncíanos
han ocurrido ya en 1871 entre París y Versalles.
(8) En apoyo de mis opiniones he debido a veces emplear la
traducción literal de ciertos pasajes bíblicos. Me ha parecido conveniente
acompañar el texto hebraico, no para exhibir una ciencia por lo demás
elemental, sino para justificar mi traducción, que podría parecer extraña y
arbitraria. Como quiera que no existe regla obligatoria absoluta para la
transcripción latina de los vocablos hebreos, he procurado acomodar la mía a la
pronunciación francesa evitando, a mismo tiempo, complicaciones tipográficas.
(9) Por iguales motivos recordamos a los lectores el folleto «L'idée
Russe», publicado en 1888 por Solovief, en París, edit. Perrin, (Nota de Ja
edic, 1922.)
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