5 DE DICIEMBRE
SAN SABAS,
ABAD
La Iglesia Romana se
contenta hoy con el Oficio de Feria, pero añade una Conmemoración de San Sabas,
abad de la célebre Laura 1 de Palestina, que todavía lleva hoy su nombre. Este
santo, que murió en Jerusalén el 5 de diciembre de 532, es la única figura del
Orden monástico, de quien la Iglesia hace mención durante el Adviento; se
podría, incluso decir que, entre los simples confesores, es el único cuyo nombre
aparece en el Calendario litúrgico en esta parte del año, ya que a San
Francisco Javier le coloca en otro apartado su glorioso título de Apóstol de
las Indias. Debemos ver en esto la intención de la divina Providencia que, con el
fin de causar en el pueblo cristiano una más saludable impresión, ha procurado
escoger de un modo característico, los Santos que quería proponer a nuestra
imitación en los días que preparan la venida del Salvador. Hallamos ahora
-Apóstoles, Pontífices, Doctores, Vírgenes, como glorioso cortejo del Cristo
Dios, Rey y Esposo; los simples Confesores están representados por un solo
hombre, el Anacoreta y Cenobitas Sabas, personaje que, al menos por su profesión
monástica, es descendiente de Elias, y de los demás solitarios del Antiguo
Testamento, cuya mística cadena termina con Juan el Precursor. Honremos, pues,
a este gran Abad, tenido en filial veneración por la Iglesia griega, y, bajo
cuya invocación, Roma ha colocado una de sus Iglesias; apoyémonos en su amparo
ante Dios, diciendo con la sagrada Liturgia:
"Te rogamos, Señor,
nos recomiendes ante Ti, la intercesión del bienaventurado
Sabas; para que logremos, gracias a su amparo, lo que por nuestros méritos no
alcanzamos." Por Nuestro Señor Jesucristo. Amén.
¡Oh glorioso San Sabas,
varón de deseos, que en espera del que ordenó a sus siervos la vigilancia hasta
su llegada, te retiraste al desierto, por miedo a que el tumulto mundano
viniera a distraerte de tus esperanzas! ten piedad de nosotros, que, en medio
del mundo y sujetos a toda clase de preocupaciones, hemos recibido el mismo aviso que tú, para disponernos
a la llegada de Aquel que amaste como Salvador y temiste como Juez. Ruega para
que seamos dignos de salirle al encuentro cuando aparezca. Acuérdate también
del Orden monástico, del que eres bello ornamento; restaura sus ruinas que nos
rodean; suscita hombres de fe y oración como los de los tiempos antiguos:
repose tu espíritu en ellos, para que la Iglesia, privada de una parte de su gloria,
la vuelva a recuperar gracias a tu intercesión. Consideremos una vez más la
profecía del Patriarca Jacob, que anuncia al Mesías no sólo como esperado
por las naciones, sino que indica también que será quitado el cetro a
Judá, cuando vaya a aparecer el Libertador prometido. La profecía se ha cumplido ya. Los
estandartes de César Augusto ondean sobre los muros de Jerusalén, y aunque el
templo permanece todavía en pie, aunque la abominación de la desolación no se
ha establecido aún sobre el lugar santo, aunque los sacrificios no se han
interrumpido todavía, es porque el verdadero Templo de Dios, el Verbo Encarnado,
no ha sido aún inaugurado: aún no ha renegado la Sinagoga de Aquel a quien
esperaba; aún no ha sido sacrificada la Hostia que ha de reemplazar a todas las
demás. Pero Judá no tiene Jefe para su pueblo, la moneda de César circula por
toda Palestina, y se acerca el día en que los directores del pueblo judío
proclamarán ante el gobernador romano, que no les está permitido ajusticiar
a nadie. No hay, por consiguiente, Rey en el trono de David, en ese trono que
había de permanecer para siempre. ¡Oh Cristo, Hijo de David, Rey Pacífico! hora
es ya de que aparezcas, y vengas a tomar en tus manos ese cetro arrebatado a
las de Judá, y puesto transitoriamente en las de un Emperador. Ven; pues eres
Rey, y de ti dijo el Salmista, tu abuelo: "¡Cíñete la espada sobre el muslo,
oh valerosísimo! Muestra tu gloria y tu belleza; avanza y reina, porque contigo
están la verdad, la justicia y la dulzura, y el poder de tu brazo te llevará a
cosas grandes. Agudas son tus saetas, y atravesarán el corazón de los enemigos
de tu Realeza, y harán caer a tus pies a todos los pueblos. Tu trono será
eterno; el cetro de tu Imperio será un cetro de equidad; Dios, Dios mismo, te
ha consagrado con un óleo de alegría que sobre ti, oh Cristo (de ahí deriva tu nombre),
corre con mayor abundancia, que sobre todos los que alguna vez se honraron con
el nombre de Rey." (Salmo XLIV) ¡Oh Mesías! cuando Tú vengas, los hombres
dejarán de andar errantes como ovejas sin pastor; sólo habrá un redil, en el
que reinarás con amor y justicia porque te será dado todo el poder en el cielo
y en la tierra; y, cuando tus enemigos te pregunten el día de tu Pasión: ¿Eres
Rey? responderás conforme a verdad: Sí, soy Rey. ¡Oh Rey! ven a
reinar en nuestros corazones; ven a reinar en este mundo que es tuyo, porque Tú
lo has hecho, y que pronto será tuyo con un nuevo título, el de tu conquista.
Reina, pues, sobre el mundo; mas para desplegar tu realeza, no aguardes al día
del que está escrito: "Aplastarás contra la tierra la cabeza de los
Reyes" (Salmo CIX); reina, pues, desde ahora, y haz que todos los pueblos
caigan a tus pies en homenaje universal de amor y obediencia.
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