PARA QUE REINE CRISTO
Hoy se celebra en
todo el mundo católico la fiesta de Cristo Rey. Esta fiesta se ha establecido
para que Cristo vuelva a reinar totalmente en la vida pública y social de los
pueblos. Porque desde hace cerca de tres siglos los abanderados del laicismo
vienen trabajando por suprimir a Cristo de la vida pública y social de las
naciones. Y por desgracia han conseguido mucho, hasta el punto de que las
legislaciones, los gobiernos y las instituciones de los pueblos se abstienen de
reconocer a Cristo su supremacía.
De una manera
especial en nuestro país el laicismo ha alcanzado fuertes y grandes victorias.
Se arrojó a Cristo de las leyes, de las escuelas, de lo parlamentos, de las
cátedras, de la prensa, de la vía pública, en una palabra, de todos los puntos
dominantes de la vida pública y social. Y hoy se trata de restablecer el
reinado público de Cristo, sobre los despojos del laicismo totalmente fracasado
como sistema de vida, de política, de gobierno y de orientación para los pueblos.
Lo importante de la
fiesta de Cristo Rey no consiste solamente en que se le proclame –como se le va
a proclamar– Rey soberano de la vida pública y social. No, porque si la
proclamación de la realeza de Cristo es cosa soberanamente importante, más importante
aún es que los católicos entendamos nuestras responsabilidades ante el reinado
de Cristo.
Porque Cristo no
necesita de nosotros para fundar su reino y para extenderlo por todo el mundo;
pero si no necesita de nosotros, ni de nuestras vidas, sin embargo, ha querido
establecer su reinado por medio de nosotros, de nuestros esfuerzos, de nuestras
luchas y de nuestras batallas. Y esto hay que recalcarlo hoy. Porque si los
católicos seguimos desorientados en este punto corremos el peligro de que jamás
se establezca el reinado de Cristo en nuestra patria.
Debemos, pues,
tener entendido que Dios, que Cristo, pide, exige, quiere que cada uno de
nosotros, en la medida de sus fuerzas, trabaje vehementemente por establecer el
reinado de Cristo en la vida pública. Y esto no se conseguirá con seguir
encastillados dentro de nuestras iglesias y dentro de nuestros hogares.
El reinado público
de Cristo exige que los católicos hagamos sentir la acción de nuestro
pensamiento, de nuestra palabra, de nuestra pluma, de nuestros trabajos de
organización y propaganda. Y esto debe hacerse en la vida pública, en pleno
sol, en plena vía pública, hacia los cuatro vientos y debe hacerse por todos.
Porque todos,
absolutamente todos los católicos podemos y debemos hacer algo para restablecer
el reinado de Cristo; unos en una forma, otros en otra; unos con su talento,
otros con su esfuerzo; pero todos deben procurar desde hoy hacer algo serio,
constante y coordinador por el restablecimiento del reinado público de Cristo.
Hoy lo proclamamos
Rey, lo reconocemos como Rey; pero necesitamos jurarle que dejaremos nuestra
vieja actitud de momias de sacristía y de enterrados vivos en nuestros hogares
y que a partir de este día glorioso haremos que todas las fuerzas católicas
desemboquen en la vía pública para que Cristo reine en la prensa, en el libro,
en la escuela, en las organizaciones, en las instituciones, en una palabra: en
la mitad del corazón del pueblo y en la mitad de todas las corrientes de
nuestra vida pública y social.
EL GESTO DE LOS
MÁRTIRES
No se necesita
estar muy versado en historia para tener una convicción viva y fuerte de que la
libertad se desistió victoriosamente de las garras del despotismo antiguo con
la actitud gallarda, atrevida e imperturbable de los primeros mártires. Y desde
entonces quedó demostrado que siempre que se plantea un problema de libertad;
sobre todo en lo que se refiere a los principios de la libertad religiosa, no
hay ruta que más directamente lleva a la emancipación, mejor dicho, la única
que puede conducir hacia allá, es la resistencia de los de los perseguidos, la
tenacidad indomable del pensamiento que es, se siente y se alza más fuerte que
las inmolaciones, más alto que todas las violencias y que delante de la carne
que se rompe, de la sangre que chorrea, del potro que centuplica sus martirios,
queda de pie, del lado de la bandera de Cristo, el Primer Mártir y el primer
vencedor de déspotas, de sátrapas y de emperadores, que supo llegar hasta el
madero en que se le descuartizó.
Claro está que la
posición en que se encuentra colocado el oprimido delante del poder inmenso de
los opresores, que disponen de legiones de políticos y múltiples recursos, es
muy delicada y crítica. Porque si el esclavo, perdida la verdadera noción de
sus circunstancias y de los medios de que echa mano para desatar sus cadenas,
llega a ceder en ciertos puntos de vista a trueque de conservar tales o cuales
prerrogativas, o de que se le reconozcan otras y se entrega al sistema de las
transacciones, tendrá que perecer víctima de las maquinaciones de sus déspotas
y tarde o temprano tendrá que lamentar haber empleado estérilmente el tiempo y
sentirse todavía con el fardo de su antigua ignominia reagravada con la carga
de las capitulaciones.
Por el contrario,
si ignorante de su verdadera situación llega a pensar que por un prodigio
inesperado, bajo los pliegues de la bandera de un caudillo rebelde, sus hierros
se trocarán en espadas que destrocen a sus verdugos y se lanza, se precipita
por el viejo y desastroso camino de la fuerza bruta, los tiranos se sentirán
llenos de regocijo, porque van a encontrar la oportunidad de desfogar su odio,
de remachar las cadenas de los ilotas y cargarlos con montañas de ignominia
delante de todo y de todos.
La actitud serena,
atrevida y gallarda de los primeros mártires continúa siendo estela luminosa
que irradia hacia todos los bordes del gran camino de la historia y que llega
hasta nosotros para señalarnos con precisión y exactitud la línea de conducta.
Y no es que nos empeñemos en que es preciso ser mártires, ni que sostengamos
que sin mártires no podemos llegar a la reconquista de nuestras posiciones y de
nuestra libertad; sino que el gesto del mártires ha sido en todos los tiempos
el único que ha sabido, que ha podido triunfar de todos los tiranos, llámense
emperadores, reyes, gobernantes o presidentes.
Sócrates no supo o
no pudo dejar la estela luminosa por donde se puede ir hacia la conquista de la
libertad, porque no supo ni pudo ser mártir en el sentido hondo, fuerte y alto
de la palabra. Él se limitó a beber la cicuta sin discutir. Pero los mártires
del Cristianismo se abrazan en plena efervescencia vital de inmolación y de
angustia, a la afirmación rotunda del Evangelio y a la negación franca,
persistente, inquebrantable de los dioses de los césares. Y así como han dejado
una lección imperecedera de lucha y de victoria por la libertad a todas las
generaciones. Se dirá que no todos tienen vocación de mártires, ni que todos
están en condiciones de serlo.
Nosotros que
conocemos el empobrecimiento inmenso de caracteres que padecemos los católicos,
estamos de acuerdo con esta objeción. Pero esto no quita el gran problema de
libertad en cuya presencia nos encontramos; que la pavorosa cuestión de
libertad de conciencia que se alza ante nuestros ojos y que nos señala la vía
pública hecha un matadero de conciencias, pida, exija que se empiece siquiera
con una labor débilmente hostil, que se acentúe cada día más bajo el influjo
del ejemplo de los mártires, se perfile de nuevo, con todas sus audacias y se
proyecte sobre la frene de los déspotas y se reanude la marcha triunfal de la
libertad a lo largo del desierto de la historia.
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