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martes, 1 de noviembre de 2016

ESCRITOS SUELTOS DEL LIC. Y MARTIR ANACLETO GONZALES FLORES, “EL MAISTRO”

PARA QUE REINE CRISTO

Hoy se celebra en todo el mundo católico la fiesta de Cristo Rey. Esta fiesta se ha establecido para que Cristo vuelva a reinar totalmente en la vida pública y social de los pueblos. Porque desde hace cerca de tres siglos los abanderados del laicismo vienen trabajando por suprimir a Cristo de la vida pública y social de las naciones. Y por desgracia han conseguido mucho, hasta el punto de que las legislaciones, los gobiernos y las instituciones de los pueblos se abstienen de reconocer a Cristo su supremacía.

De una manera especial en nuestro país el laicismo ha alcanzado fuertes y grandes victorias. Se arrojó a Cristo de las leyes, de las escuelas, de lo parlamentos, de las cátedras, de la prensa, de la vía pública, en una palabra, de todos los puntos dominantes de la vida pública y social. Y hoy se trata de restablecer el reinado público de Cristo, sobre los despojos del laicismo totalmente fracasado como sistema de vida, de política, de gobierno y de orientación para los pueblos.

Lo importante de la fiesta de Cristo Rey no consiste solamente en que se le proclame –como se le va a proclamar– Rey soberano de la vida pública y social. No, porque si la proclamación de la realeza de Cristo es cosa soberanamente importante, más importante aún es que los católicos entendamos nuestras responsabilidades ante el reinado de Cristo.

Porque Cristo no necesita de nosotros para fundar su reino y para extenderlo por todo el mundo; pero si no necesita de nosotros, ni de nuestras vidas, sin embargo, ha querido establecer su reinado por medio de nosotros, de nuestros esfuerzos, de nuestras luchas y de nuestras batallas. Y esto hay que recalcarlo hoy. Porque si los católicos seguimos desorientados en este punto corremos el peligro de que jamás se establezca el reinado de Cristo en nuestra patria.

Debemos, pues, tener entendido que Dios, que Cristo, pide, exige, quiere que cada uno de nosotros, en la medida de sus fuerzas, trabaje vehementemente por establecer el reinado de Cristo en la vida pública. Y esto no se conseguirá con seguir encastillados dentro de nuestras iglesias y dentro de nuestros hogares.

El reinado público de Cristo exige que los católicos hagamos sentir la acción de nuestro pensamiento, de nuestra palabra, de nuestra pluma, de nuestros trabajos de organización y propaganda. Y esto debe hacerse en la vida pública, en pleno sol, en plena vía pública, hacia los cuatro vientos y debe hacerse por todos.

Porque todos, absolutamente todos los católicos podemos y debemos hacer algo para restablecer el reinado de Cristo; unos en una forma, otros en otra; unos con su talento, otros con su esfuerzo; pero todos deben procurar desde hoy hacer algo serio, constante y coordinador por el restablecimiento del reinado público de Cristo.

Hoy lo proclamamos Rey, lo reconocemos como Rey; pero necesitamos jurarle que dejaremos nuestra vieja actitud de momias de sacristía y de enterrados vivos en nuestros hogares y que a partir de este día glorioso haremos que todas las fuerzas católicas desemboquen en la vía pública para que Cristo reine en la prensa, en el libro, en la escuela, en las organizaciones, en las instituciones, en una palabra: en la mitad del corazón del pueblo y en la mitad de todas las corrientes de nuestra vida pública y social.
EL GESTO DE LOS MÁRTIRES

No se necesita estar muy versado en historia para tener una convicción viva y fuerte de que la libertad se desistió victoriosamente de las garras del despotismo antiguo con la actitud gallarda, atrevida e imperturbable de los primeros mártires. Y desde entonces quedó demostrado que siempre que se plantea un problema de libertad; sobre todo en lo que se refiere a los principios de la libertad religiosa, no hay ruta que más directamente lleva a la emancipación, mejor dicho, la única que puede conducir hacia allá, es la resistencia de los de los perseguidos, la tenacidad indomable del pensamiento que es, se siente y se alza más fuerte que las inmolaciones, más alto que todas las violencias y que delante de la carne que se rompe, de la sangre que chorrea, del potro que centuplica sus martirios, queda de pie, del lado de la bandera de Cristo, el Primer Mártir y el primer vencedor de déspotas, de sátrapas y de emperadores, que supo llegar hasta el madero en que se le descuartizó.

Claro está que la posición en que se encuentra colocado el oprimido delante del poder inmenso de los opresores, que disponen de legiones de políticos y múltiples recursos, es muy delicada y crítica. Porque si el esclavo, perdida la verdadera noción de sus circunstancias y de los medios de que echa mano para desatar sus cadenas, llega a ceder en ciertos puntos de vista a trueque de conservar tales o cuales prerrogativas, o de que se le reconozcan otras y se entrega al sistema de las transacciones, tendrá que perecer víctima de las maquinaciones de sus déspotas y tarde o temprano tendrá que lamentar haber empleado estérilmente el tiempo y sentirse todavía con el fardo de su antigua ignominia reagravada con la carga de las capitulaciones.

Por el contrario, si ignorante de su verdadera situación llega a pensar que por un prodigio inesperado, bajo los pliegues de la bandera de un caudillo rebelde, sus hierros se trocarán en espadas que destrocen a sus verdugos y se lanza, se precipita por el viejo y desastroso camino de la fuerza bruta, los tiranos se sentirán llenos de regocijo, porque van a encontrar la oportunidad de desfogar su odio, de remachar las cadenas de los ilotas y cargarlos con montañas de ignominia delante de todo y de todos.

La actitud serena, atrevida y gallarda de los primeros mártires continúa siendo estela luminosa que irradia hacia todos los bordes del gran camino de la historia y que llega hasta nosotros para señalarnos con precisión y exactitud la línea de conducta. Y no es que nos empeñemos en que es preciso ser mártires, ni que sostengamos que sin mártires no podemos llegar a la reconquista de nuestras posiciones y de nuestra libertad; sino que el gesto del mártires ha sido en todos los tiempos el único que ha sabido, que ha podido triunfar de todos los tiranos, llámense emperadores, reyes, gobernantes o presidentes.

Sócrates no supo o no pudo dejar la estela luminosa por donde se puede ir hacia la conquista de la libertad, porque no supo ni pudo ser mártir en el sentido hondo, fuerte y alto de la palabra. Él se limitó a beber la cicuta sin discutir. Pero los mártires del Cristianismo se abrazan en plena efervescencia vital de inmolación y de angustia, a la afirmación rotunda del Evangelio y a la negación franca, persistente, inquebrantable de los dioses de los césares. Y así como han dejado una lección imperecedera de lucha y de victoria por la libertad a todas las generaciones. Se dirá que no todos tienen vocación de mártires, ni que todos están en condiciones de serlo.

Nosotros que conocemos el empobrecimiento inmenso de caracteres que padecemos los católicos, estamos de acuerdo con esta objeción. Pero esto no quita el gran problema de libertad en cuya presencia nos encontramos; que la pavorosa cuestión de libertad de conciencia que se alza ante nuestros ojos y que nos señala la vía pública hecha un matadero de conciencias, pida, exija que se empiece siquiera con una labor débilmente hostil, que se acentúe cada día más bajo el influjo del ejemplo de los mártires, se perfile de nuevo, con todas sus audacias y se proyecte sobre la frene de los déspotas y se reanude la marcha triunfal de la libertad a lo largo del desierto de la historia.


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