FIN DEL LIBRO II DEL TRATADO DEL AMOR DE
DIOS
Podemos, pues, muy bien afirmar, mi querido Teótimo, que la penitencia
es una virtud enteramente cristiana, y en ella estriba casi toda la filosofía
evangélica, según la cual, el que dice que no peca, es un insensato, y el que
cree que puede poner remedio al pecado sin penitencia es un loco; porque ésta
es la exhortación de las exhortaciones del Señor: haced penitencia. Ahora bien, ved una breve descripción del proceso
de esta virtud. Comenzamos por sentir profundamente que, en cuanto de nosotros
depende, ofendemos a Dios con nuestros pecados, despreciándole Y deshonrándole,
desobedeciéndole y rebelándonos contra el Señor, quien, a su vez, se siente
ofendido, irritado y despreciado, y reprueba y abomina la iniquidad. De este
verdadero sentimiento nacen muchos motivos, los cuales, o todos, o en parte, o
cada uno en particular, pueden movernos a arrepentimiento arrepentimiento. Otras
veces, consideramos la fealdad Y la: malicia del pecado, tal como la fe nos lo
enseña; por ejemplo; consideramos que, por el pecado, la semejanza o la imagen
de Dios que resplandece en nosotros, queda manchada y desfigurada, y deshonrada
la dignidad de nuestro espíritu. También,
en algunas ocasiones, nos mueve a penitencia la hermosura de la virtud., que
nos acarrea tantos bienes, como males el pecado, y nos excitan, muchas veces,
los ejemplos de los santos, pues la sola lectura de su vida conmueve a aquellos
que no están del todo embrutecidos.
Que la penitencia sin el amor es
imperfecta.
El temor y los demás motivos de arrepentimiento de que hemos hablado,
son buenos en cuanto son el principio de la, sabiduría cristiana que consiste
en la penitencia; pero el que, con propósito deliberado no quisiera, en manera
alguna, llegar al amor, que es la perfección de la penitencia, ofendería
gravemente a Aquel que todo lo ha vinculado a su amor, como al fin de todas las
cosas. El arrepentimiento que excluye el
amor de Dios, es infernal y parecido al de los condenados. El arrepentimiento que no rechaza el amor de
Dios, aunque todavía no lo contenga, es bueno y deseable, pero es imperfecto, y
no puede salvarnos, hasta que llegue a dar alcance al amor y ande mezclado con
él, porque, así como dijo el gran Apóstol, que, aunque entregase su cuerpo a
las llamas y diese todos sus bienes a los pobres, todo sería inútil sin la
caridad, de la misma manera podemos decir, con verdad, que, aunque nuestra
penitencia sea tan grande, que su dolor haga derretir en lágrimas nuestros ojos
y parta nuestros corazones de pesar, de nada servirá para la vida eterna, si no
tenemos un santo amor de Dios.
Cómo la mezcla del amor con el dolor se
realiza en
la contrición
Entre las tribulaciones y los pesares de un vivo arrepentimiento, Dios
introduce, con mucha frecuencia, en el fondo de nuestro corazón, el fuego
sagrado de su amor; después este amor se convierte en agua de muchas lágrimas,
las cuales, en virtud de una nueva transformación, se convierten de nuevo en un
mayor fuego de amor. De esta manera, la
célebre amante arrepentida amó primero a su Salvador, y este amor se convirtió
en llanto, y este llanto en un más excelente amor; por lo cual dijo nuestro
Señor que se le habían perdonado muchos pecados porque había amado mucho. La
penitencia es un verdadero desagrado, un dolor real, un arrepentimiento, pero,
con todo, encierra la virtud y las propiedades del amor, como que proviene de
un motivo amoroso, y, por esta propiedad, da la, vida de la gracia. Por esta
causa, la perfecta penitencia produce dos efectos diferentes: porque, en virtud
de su dolor y de la detestación que incluye, nos separa del pecado y de las
criaturas, a las cuales el deleite nos había unido; y, en virtud del motivo
amoroso del cual trae su origen, nos reconcilia y nos une con Dios, del cual nos habíamos alejada por el desprecio;
de forma que, al mismo tiempo que nos aparta del pecado, en su calidad de
arrepentimiento, nos une con Dios, en su calidad de amor.
Este arrepentimiento amoroso se practica, ordinariamente, por ciertas
aspiraciones o elevaciones del corazón a Dios, parecidas a las de los antiguos
penitentes: vuestro soy, Señor, salvadme;
Tened piedad, de mi, Dios mío, tened piedad de mí, ya que mi alma tiene puesta
en Vos su confianza. Sálvame, oh. Dios, porque las aguas han entrado hasta mi
alma:". Trátame como a uno de tus jornaleros Dios mío, ten misericordia de
mi, que soy un pecador". No sin razón han dicho algunos que la oración
justifica, porque la oración penitente, o el arrepentimiento suplicante al
levantar el alma hacia Dios y al unirla de nuevo con su bondad, obtienen, indudablemente,
el perdón, en virtud del santo amor producido por aquel santo movimiento. Debemos,
por lo mismo, echar mano de aquellas jaculatorias
que suponen un amoroso arrepentimiento y un deseo ansioso de reconciliación con
Dios, para que, presentando, por su medio, al Salvador nuestra tribulación derramemos nuestras almas delante y dentro de
su compasivo corazón, que las escuchará
con benevolencia.
Cómo los llamamientos amorosos de Dios
nos ayudan y nos acompañan hasta conducirnos a la fe y a la caridad
Entre el primer despertar del pecado o de la incredulidad y la
resolución última de creer perfectamente, transcurre, con frecuencia, mucho
tiempo, durante el cual se puede orar, como lo hizo el padre del pobre lunático,
el cual, según refiere San Marcos, al confesar que creía, es decir, que
comenzaba a creer, reconoció, a la vez, que no creía bastante, pues exclamó: Creo, señor, pero aumentad mi fe. La
inspiración celestial viene a nosotros y nos previene moviendo nuestras
voluntades al santo amor de Dios. Si nosotros no la rechazamos, nos envuelve y
nos mueve, y nos impele continuamente hacia adelante; si no la dejamos, ella no
nos deja sin dejarnos antes en el puerto de la caridad santísima, desempeñando
por nosotros los tres oficios que el ángel San Rafael hizo por su amado Tobías:
nos guía en nuestro viaje, por la santa penitencia; nos guarda de los peligros
y, de los asaltos del demonio, y nos consuela, anima y fortalece en las dificultades. Has visto, Teótimo,
de qué manera Dios, mediante un proceso lleno de suavidad inefable, conduce al
alma, a la que Él mismo hace salir del Egipto del pecado, de amor en amor, como
de mansión en mansión, hasta hacerla entrar en la tierra prometida, es decir,
en la caridad santísima, la cual, por decirlo con una sola palabra, es una
amistad, y no un amor interesado; no es una simple amistad, sino una amistad de
dilección, por la cual escogemos a Dios, para amarle con un amor particular:
porque la caridad ama a Dios por una estima y una preferencia de su bondad, tan
alta y tan encumbrada sobre toda otra estima, que es un amor que las fuerzas de
la naturaleza, ni humana ni angélica, no pueden producirlo, sino que es el
Espíritu Santo quien lo da y lo derrama sobre nuestros corazones.
Esta es la causa por la cual la llamamos amistad sobrenatural; pero
también la llamamos, así, porque se refiere a Dios y tiende hacia Él, no según
la ciencia natural que tenemos de su bondad, sino según el conocimiento
sobrenatural de la fe. Por lo cual, junto con la fe y la esperanza establece su
morada en la cumbre más alta del espíritu y, como reina llena de majestad, se
sienta en la voluntad, como en su trono, y desde allí derrama sobre toda el
alma sus suavidades y dulzuras, haciéndola, por este medio, toda hermosa, grata
y amable a la divina bondad, de suerte que, si el alma es un reino en el cual
el Espíritu Santo es el rey, la caridad es la reina, sentada a su diestra, con
vestido bordado en oro y engalanada can varios adornos», Luego, la caridad es UD amor de amistad; una amistad
de dilección, una dilección de preferencia pero
de preferencia incomparable, soberana y sobrenatural, la cual es como un
sol en el alma para embellecerla con sus rayos, en todas sus facultades
espirituales para perfeccionarla, en todas las potencias para regirla, pero, en
la voluntad, como en su trono, para residir en ella y hacer que quiera y ame a
Dios sobre todas las cosas.
¡Oh! ¡Bienaventurado el espíritu en el cual se hubiere derramado este
amor, pues, juntamente con el recibirá todos los bienes.
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