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DE OCTUBRE
SAN FRANCISCO DE
ASIS, CONFESOR
Epístola – Gal; VI,14-18
Evangelio – San Mateo; XI, 25-30
HACERNOS SEMEJANTES A JESUCRISTO. — El Apóstol San
Pablo, en su Epístola a los Romanos, nos dejó trazada la ley de toda santidad
con estas palabras: "Quos praescivit et praedestinavit conformes fieri
imaginis Filii sui..." Hacerse semejantes al ejemplar divino que se llama
Jesús. Lo que hace a los santos es la conformidad con el Hijo de Dios que
adquieren por medio de las virtudes. Hoy celebramos a un santo que fué una
copia admirable de Cristo Jesús; el Sumo Pontífice León XIII le llama el más
bello ejemplar de los santos; y el Papa Pío XI nos le presenta como el santo
que, al parecer, mejor comprendió el Evangelio y conformó también mejor su vida
con el modelo divino. San Francisco, en efecto, es otro Cristo. Buscó a Cristo,
siguió a Cristo, amó a Cristo y se entregó a Cristo. Toda su vida es
Jesucristo. Sin detenernos en las deliciosas tradiciones que cuentan de San Francisco que, a semejanza de Jesús, nació en un establo
sobre un poco de paja, le vemos en los días de la juventud, en medio de sus ensueños
de placeres y de fiestas, y cuando piensa en calaveradas caballerescas, quedarse
de repente sobrecogido; es que el Cristo de San Damián le habla:
"Francisco, ¿qué vale más: Servir al amo o al criado"? Y Francisco,
fascinado al instante por esta palabra, comienza su nueva vida y, abriendo el
Evangelio, busca en él a Jesucristo, a quien Sé entrega por completo.
EL AMOR AL EVANGELIO. — El Evangelio constituye
su alimento; en él encuentra una suavidad celestial y exclama: "Esto es lo
que yo buscaba hace ya mucho tiempo." El Evangelio es su sostén y su consuelo,
el remedio a todos sus padecimientos; en sus pruebas no quiere otro consuelo, y un día dirá a sus hermanos: "Estoy saturado del Evangelio, estoy
repleto del Evangelio." El Evangelio se convierte en su vida y, cuando
quiere dar a sus discípulos una regla, escribe desde la primera página:
"La Regla y la vida de los frailes menores es ésta: Observar el Santo
Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo."
POBREZA. — Pero el Evangelio es la historia de las
humillaciones del Hijo de Dios por nosotros y de su amor en favor de nuestras
almas. Es Jesucristo pobre, humilde y pequeño, que sabe compadecerse y ser
misericordioso. Es Jesucristo Apóstol, es Jesucristo, que nos ama y muere por
nosotros. San Francisco le escogió como regla de vida y lo vivió literalmente.
A imitación dé Jesús, abrazó la pobreza. Se despoja de sus vestidos ante el
obispo de Asís, se los entrega a su padre y exclama: "Ahora podré decir
con toda verdad: Padre nuestro, que estás en IIS cielos", y comienza su vida
de pobreza, pobreza alegre y bien soleada, no esa pobreza envidiosa y tristona,
que con tanta frecuencia vemos desgraciadamente en el mundo, sino la pobreza
voluntaria y amada. Va por las calles de Asís a pedir limosna extendiendo sus
finas manos, pero le desprecian como a un loco. Continúa siendo siempre el amante de la pobreza,
y su mayor consuelo al morir, será el haber guardado fidelidad a su "Dama
Pobreza."
HUMILDAD. —El Evangelio es Jesucristo humilde y
pequeño: "parvus Domínus", el Grande i y humilde Jesús, como
le llama San Francisco. Meditando esta lección, él se va a hacer "el humilde
Francisco", como le llama el autor de la' Imitación. Se considera el
último de los hombres y el más vil de los pecadores. En sufrir y ser
despreciado consiste para él la alegría perfecta, y da a sus hijos el nombre de
menores, es decir, pequeños.
MISERICORDIA. — El Evangelio es Jesucristo compasivo
y misericordioso y, a ejemplo suyo, el corazón de Francisco está repleto de
misericordia. San Buenaventura, escribiendo su vida, nos dice: "La benignidad,
la bondad de nuestro Salvador Jesucristo, se manifestó en su servidor Francisco." Al principio
de su testamento, escribió el mismo santo: "El Señor me concedió la gracia
de comenzar de esa manera a hacer penitencia, porque, cuando vivía en el
pecado, me parecía excesivamente duro ver a los leprosos; pero ejercitaba la
misericordia con ellos'y, lo que me había parecido amargo, se convirtió para' mí en dulzura del alma y del
cuerpo." Francisco fué misericordioso con todas las miserias. En la tribuna
del Parlamento italiano se hizo de él este elogio: Aunque Francisco de Asís no
fundó obra alguna de misericordia, él hizo cruzar por el mundo tal corriente de
misericordia, que desde hace siete siglos no se ha fundado ni una obra
siquiera de misericordia que no haya recibido impulso de Francisco de Asís.
APOSTOLADO. — El Evangelio es Jesucristo apóstol.
Vino a hacer oír a los hombres palabras de vida: ¡con qué amor deja caer de sus
labios sus divinas lecciones! Francisco se hace apóstol siguiendo los pasos de
Cristo, forma la señal de la Cruz en los aires y envía a sus discípulos por los
cuatro costados del mundo. Ha comprendido de modo perfecto la palabra Jesús:
"Id y enseñad a todas las naciones." Es el primero entre todos los
fundadores de órdenes modernas que envía a sus hijos hasta las regiones de infieles
y cuando, unos meses después, sabe que cinco de ellos han recogido en Marruecos
la palma del martirio, exclama alborozado: ¡"Por fin tengo obispos"!
sus obispos eran sus mártires. En cuanto a él, una vez fundada su obra, sólo
piensa en dar a Jesús el testimonio de su sangre. Atraviesa tres veces los
mares, va a predicar a Jesucristo hasta el Sudán pagano, pero Dios le tenía
reservado otro martirio enviándole un Ángel un día para imprimir en su carne
las llagas del divino Crucificado.
LA ENTREGA DE SÍ MISMO. — El Evangelio es
Jesucristo entregándose o inmolándose; imitando a Jesucristo, también Francisco
se entregó. "Este hombrecillo pobre, dice San Buenaventura, no tenía más
que dos óbolos: su cuerpo y su alma." Su cuerpo se le entregaba a Dios por
la penitencia. Sabemos cómo le trataba: dividía el año en nueve cuaresmas
seguidas y se contentaba con un trozo de pan duro, ni siquiera bebía el agua necesaria
para apagar la sed, a fin de no ceder a la sensualidad. De cama le servía la
desnuda tierra, de almohada un tronco de encina y, si la enfermedad le
visitaba, lo que era frecuente, daba gracias a Dios porque no le.¡ perdonaba. Le pedía sufrir cien veces
más si esa era su voluntad. De su alma hacía entrega a Dios por la oración y su
celo. pero San Francisco no es sólo el fiel discípulo de Jesucristo que se
emplea en copiar la vida y virtudes de su Maestro; San Francisco es, ante todo,
el Santo del amor seráfico. Penetró en el Corazón de Jesús, le comprendió y le
devolvió amor por amor.
AMOR A LA EUCARISTÍA. — Con el Evangelio, en
efecto, hay otro amor que tenía que consumir el corazón de Francisco, es el
amor a la Eucaristía. ¡Qué bien ideado estaba este misterio para atraer a su
alma seráfica! Que un Dios que bajó del cielo para salvarnos, que tomó forma
humana encarnándose y, al morir en el Calvario, la de los criminales, se
humille más todavía hasta revestir la forma de una hostia pequeña para unirse a
nosotros y convertirse en nuestro alimento; que, después de la locura de la
cruz, haya llegado a la locura de la Eucaristía y se quede prisionero en el
tabernáculo para esperarnos y recibirnos, eso es un misterio inefable harto capaz
de causar admiración en las almas amantes. San Francisco, el gran amador del
Evangelio, donde él encontraba la palabra viva y eterna de Jesucristo; él, el
gran amante de la cruz, donde veía el amor sacrificado, cómo amaba la hostia donde se encuentra el
amor vivo, el amor que se entrega, el amor que atrae y transforma las almas
generosas y puras! Por amor a la hostia va a reparar los tabernáculos; por la
hostia, marcha a través de los campos a barrer y adornar las iglesias
abandonadas; por la hostia, olvida la pobreza y ordena a sus hermanos que
preparen en los altares vasos de oro y plata; por la hostia se postra a lo
largo del camino en cuanto ve apuntar la cruz de un campanario, y pasa horas
enteras ante el tabernáculo. en adoración y en amor, tiritando de frío. Manda celebrar
la Santa Misa todos los días y todos los días, con fervor, recibe la Sagrada
Comunión. En aquella época en que el sacerdocio con frecuencia era despreciado,
Francisco recuerda su grandeza a los sacerdotes: "Veo en ellos al Hijo de
Dios"; se pone de rodillas ante el sacerdote y le besa las manos. El, el
humilde diácono que se juzga indigno de subir al altar, escribe a los
Cardenales, a los Obispos y a los Príncipes: "Les ruego, señores míos,
besándoles las manos: Procuren que el Cuerpo de Jesucristo sea tratado dignamente
y reverenciado por todos del modo debido." Y para la hostia busca y
prepara Francisco almas adoradoras: rodea el tabernáculo de almas virginales,
las clarisas, y el sagrado copón es parte, con los lirios y la corona de
espinas, del escudo de San Damián. El Evangelio, la Cruz, la Eucaristía, estos son
los grandes amores que formaron el alma De ella se habló y a el 17 de
septiembre. de Francisco y que fueron el secreto de su acción en la Iglesia.
Después de haber buscado con tanto ardor a Jesús, después de haber vivido de
Jesús, después de haber amado tanto a Jesús, Francisco podía sin miedo ver
llegar a la muerte. La gran Teresa de Avila exclamaba al morir: "Oh Jesús
mío, ya es hora de vernos." También Francisco, al expirar, se pone a
cantar: "Voce mea ad Dominum clamavi, ad Domínum deprecatus
sum." "Con toda mi voz clamé al Señor; he rogado al Señor." "Me
exspectant iusti..." "Me esperan los justos,
quieren ser testigos de la recompensa que Dios me va a dar" ¡Qué encuentro,
efectivamente, el del alma de Francisco con Nuestro Señor! Conocemos el cuadro
de Murillo que representa a Jesucristo desprendiendo su brazo de la cruz y
cogiendo al humilde Francisco para estrecharle contra su Corazón. Así fué, ni
más ni menos, la muerte de San Francisco. En un movimiento sublime, su alma se
arroja en los brazos de Dios y va a gozar del amor que no tiene fin.
VIDA. — Francisco nació en Asís en 1182. Ya
desde su juventud, se mostraba muy caritativo con los pobres; una grave enfermedad
señaló el comienzo de una vida perfecta como él deseaba; determinó dar todo lo
que poseía. Su padre le exigió la renuncia de su herencia y Francisco lo hizo con
gusto y al momento se despojó hasta de sus vestidos. Con algunos compañeros
fundó la orden de los frailes menores, que el Papa Inocencio III aprobó.
Francisco envió pronto a sus discípulos a predicar por todas partes; él mismo,
deseoso del martirio, marchó para Siria, pero, al no recibir más que honores,
se volvió a Italia. Fundó también una orden de vírgenes que se reunieron en San
Damián debajo de la dirección de Santa Clara, y una tercera Orden u Orden
Tercera para dar a las personas del mundo un medio eficaz de santificarse practicando
las virtudes religiosas. En 1224, mientras oraba en el monte Alvernia, se le
apareció un Serafín, el cual le imprimió en el cuerpo las llagas del Crucificado,
señales del amor que el Santo tenía al Señor. Dos años más tarde, Francisco,
muy enfermo ya, se hizo trasladar a la iglesia de Santa María de los Ángeles y
allí murió después de haber exhortado a sus hermanos a amar la pobreza y la
paciencia y a guardar la fe de la Iglesia Romana. Gregorio IX, que también le
conoció, le inscribió poco después en el número de los Santos.
PLEGARIA DE SAN FRANCISCO. — "¡Grande y
magnífico Dios y Señor Jesucristo! Te suplico que me ilumines y disipes las
tinieblas de mi alma. Dame una fe recta, una esperanza firme. y una caridad perfecta.
Y concédeme, Señor, que te conozca lo mejor
posible para poder obrar ; en todo conforme a tu luz y de acuerdo con tu.; santa
voluntad."
LA IGLESIA EN RUINAS. — De esta manera rezaba larga
y frecuentemente ante el crucifijo de la vieja iglesia de San Damián. Y un día,
de este crucifijo salió una voz que sólo su corazón pudo apreciar: "Anda,
Francisco, y reconstruye tú casa porque está para derrumbarse." Y tú, temblando
y gozoso a la vez, respondiste: "Señor, con alegría voy a cumplir lo que
deseas." La casa que amenazaba ruina, era sin duda aquella vetusta y solitaria
capilla, pero el Señor ponía la mira principalmente en las ruinas que en los
últimos siglos se habían acumulado en la Iglesia.
LA ORDEN DE LOS MENORES. — El Papa lo comprendió
bien y por eso aprobó la Orden de los frailes menores: por su fervor, su amor a
la pobreza y su celo apostólico, no sólo repararía las ruinas de la Iglesia de
Jesucristo, sino que iría también hasta las tierras de infieles a fundar nuevas
cristiandades con la sangre de sus mejores hijos. Desde la gloria del cielo
donde el Señor te otorga ahora una recompensa tan gloriosa y tan amplia,
dígnate, oh San Francisco, no olvidar a la Iglesia en pro de la cual no
escatimaste trabajos ni penas. Ayuda a tus hijos, que prosiguen tu obra por todo
el mundo. Crezcan en número y en santidad y se ocupen siempre en enseñar con la
palabra y con el ejemplo. Suscítalos en nuestro País, que en otro tiempo fué
objeto de tu predilección, a causa de su culto por la Sagrada Eucaristía. Ruega
por todo el Estado religioso que en ti aclama a uno de sus Patriarcas más
ilustres. Amigo de Santo Domingo, conserva siempre entre las dos familias
vuestras la fraternidad que no faltó nunca. Mantén con la Orden benedictina los
sentimientos que hoy constituyen su alegría; con tus favores estrecha los lazos
que anudó para siempre la donación de la Porciúncula.
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