El Vendedor de
Chocolate
Conocí a Joaquín de
Silva y Carrasco, durante los preparativos y celebración del Congreso Eucarístico Nacional, y era de los muchos jóvenes que estaban dispuestos a ayudar a los organizadores del Congreso,
en todo lo que se ofreciera. Pertenecía a la
inmortal A. C. J. M., y después a la no menos célebre
Liga de Defensa. Activo, generoso, incansable, inteligente, era de una familia
honorabilísima, que había dado a la Iglesia mexicana un gran Arzobispo de
Michoacán. Hubiera podido seguir con honra una carrera profesional, pero muerto
su padre durante sus tiernos años, quedaron a su cargo una anciana madre y unas
hermanas, y para poder sostenerlas renunció a la
carrera. La señora y sus hermanas fabricaban en su casa un
exquisito chocolate y Joaquín se convirtió en su
agente vendedor. Cuántas veces lo encontré
presuroso por las calles, llevando un maletín con las
muestras del chocolate, y entrando en todas las tiendas de abarrotes, cafés y dulcerías para proponer su mercancía, o pegando él mismo en las esquinas y tableros de anuncios, el
cartelillo rojo que había hecho imprimir con el "slogan": O es
chocolate Silva o no es chocolate. Joaquín pasaba
frecuentemente por la calle en que tenía mi
oficina, porque en una de las calles de la manzana vivía con su honorabilísima familia, una jovencita buena y piadosa, que
había atraído las miradas y el corazón del vendedor de chocolate; y en los tiempos que le dejaba libre su
trabajo, pasaba y repasaba la calle, tratando de conquistarla para esposa y
reina de su hogar futuro. . . Cuando me di cuenta de ello, y del buen gusto de
mi amigo, a veces al
tropezar con él en la esquina le decía
bromeando:
—Joaquín, ¿qué tal va esa conquista?. . .
Y él, sonrojándose hasta la raíz del cabello, me decía risueño:
Joaquín de Silva y Carrasco.
—No pierdo
las esperanzas, Padre . . crea usted que no las pierdo.
Entre tanto la tormenta anticatólica,
cuyos primeros rugidos habíamos escuchado, precisamente al terminar el
Congreso Eucarístico, se había
desatado en todo su furor. Una tarde de los primeros días de septiembre de 1926, estaba yo terminando de escribir un artículo para El Mensajero del Corazón de Jesús, en mi despacho, cuando unos discretos golpecitos sonaron en la
puerta. Abríla y encontré en ella a Joaquín de
Silva en el atuendo más extraordinario, que le había yo visto nunca. Botas fuertes, pantalón de pana
hasta la rodilla, y sobre un sweter azul, un saco ligero lleno de bolsas.
—Hola,
Joaquín, ¿qué te trae por aquí?
—Padre, perdóneme. Salgo dentro de una hora por el ferrocarril, y apenas tengo
tiempo... pero he querido antes confesarme. ¿Me hace
el favor?...
Y diciendo y haciendo se arrodilló
devotamente junto a mi silla de trabajo. Terminada la confesión, se levantó y me dijo:
—Mil
gracias, Padre, y adiós. . . —¿Te vas de cacería? —le pregunté al estrecharle la mano.
—Sí; ¡de cacería!. . ., lo malo es que no es cacería de animales, sino de hombres! . . . —¿Qué es lo que dices?. . . Acaso. . . —Sí, Padre, me voy a unir con los cristeros de Jalisco . . .
—Pero . .
. —¡Oh!, no me diga nada, Padre. Es cosa mía. . . No
he venido a pedirle un consejo, ni en pro ni en contra. . . Porque no quiero
complicarle en este asunto. . . Demasiados sacerdotes han sido envueltos y aun
asesinados por haber dado un consejo, quizás en
contra, en este asunto. . . No quiero que mañana le
acusen por mi causa. . . Adiós.
—Pero, ¿y tu madre...?, ¿y tus hermanas?. . . —¡ Ah,
Padre!... ¡Si ellas son las que más me han alentado en mi proyecto... !No, no. Si
los jóvenes católicos no vamos a luchar por Cristo Rey, bien
pronto habrán acabado los malvados con el catolicismo de México... Ya nos han quitado nuestras iglesias... Ya han obligado a
nuestros obispos a suspender el culto... Se cierran nuestras escuelas... se
hacen laicos nuestros hospitales... se asesina a los sacerdotes después de atormentarlos... y están llegando bajo la dirección de un rabino judío Martín Zielan, bandas numerosas de emigrados rusos, que
vienen a sustituir a nuestros campesinos, que huyen de la persecución a los Estados Unidos... No: ¡ya basta!
No queremos ser católicos de nombre. . . ¡Me voy al
ejército de Cristo Rey! ¿Mi pobre madre y mis buenas hermanas?. . . No tema
usted, las dejo en buenas manos.
—¿Quién se encargará de ellas?
—¡Dios! ¿Le parece que hay mejores manos que las suyas?. . .
—¿ Y ella .
. . María . . . ?
—¡Oh,
Padre! —me interrumpió rápidamente, llenándosele
los ojos de lágrimas al comprender mi alusión a la novia—, ¡a todos, a todos, a ella también la dejo en las manos de Dios. . . ! ¡Adiós!
Y dándome un abrazo vivamente emocionado, dio la vuelta y partió. Una semana, poco más o menos, había pasado
después de esta escena. Una persona cuyo nombre no recuerdo, me encontró en la calle y me dijo:
— ¿Sabe usted, Padre, lo que ha pasado?
— ¿Qué cosa? —le pregunté temiéndome todo, menos lo que me iba a referir.
—El once
de septiembre aprehendieron, a causa de la denuncia de un oficialillo traidor y
espía, que se había ganado la confianza de los inexpertos muchachos,
a Joaquín Silva y a Manuel Melgarejo, y el día doce
los han fusilado en el Cementerio de Zamora. Los dos muchachos serenos y aún sonrientes, tenían en el momento de la ejecución el rosario en la mano y su última palabra
fue el grito de ¡Viva Cristo Rey!, antes de caer acribillados por las
balas. Después he tenido conocimiento del acta de su sentencia, de la que extracto
lo siguiente: "En la villa de Tingüindín... ante mí, Presidente Municipal... comparecieron los señores Joaquín Silva y Manuel Melgarejo. Jr... preguntado el
mencionado señor Silva sobre el rumbo que había tomado su otro compañero. . . contestó: tomó el rumbo de México y si ustedes me lo permiten, me comunicaré con él telegráficamente,
que suspenda su venida nuevamente, en atención a que
mis acompañantes, no son culpables de nada; que él (Silva)
es el responsable; que pueden fusilarlo si así lo estiman
conveniente, porque si llega a quedar libre se levanta en armas contra el
Gobierno. En el mismo momento fue interrumpido por su compañero Melgarejo, Jr., quien indicó, que no
tan sólo el señor Silva era responsable, sino también él, porque ambos defendían las mismas ideas católicas y
la misma causa de Cristo Rey y que "en todas sus partes, hacía suyo el dicho del señor Silva" . . .
Cuando el Papa S. S. Pío XI preparaba su Encíclica Iniquis aflictisque, sobre los
acaecimientos de México, tuvo noticia de lo sucedido con Silva y Melgarejo... y escribió refiriéndose a ellos: "Algunos de aquellos adolescentes y de aquellos jóvenes, y al decirlo apenas podemos contener las lágrimas, con el rosario en la mano y con el grito
de Viva Cristo Rey, HAN IDO
VOLUNTARIAMENTE AL ENCUENTRO DE LA MUERTE"... No había vuelto a saber nada de los familiares de Joaquín Silva, cuando algún tiempo después, otra persona amiga, me dijo:
-— ¿No sabe usted? La mamá de Joaquín Silva
enfermó gravemente y estaba ya desahuciada, pero la buena señora les pidió a sus afligidas hijas, que le trajeran el abrigo
que su hijo solía usar en sus correrías por la
ciudad de México, para vender el chocolate. Se lo puso y quedó sana instantáneamente.
—No me extraña nada —le respondí.
Como no me ha extrañado, que desde aquel septiembre de 1926. No se haya vuelto a ver pegado
en las esquinas el cartelito rojo: O es chocolate Silva o no es chocolate.
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