Equivocación Providencial
En el centro geográfico de México, el Cerro del Cubilete, se había levantado
un insigne monumento a Cristo Rey. Era un homenaje ferviente del amor y
pleitesía de los mexicanos a Jesucristo. Aquello no podían perdonarlo, ni lo perdonarán
nunca los conspiradores masónicos, que creían haber ya adelantado tanto, en su
conquista para las fuerzas del mal de nuestra patria. Ya sabemos lo que
sucedió. Desde el primer momento, desde la colocación de la primera piedra del
pedestal para la estatua de Cristo Rey, el gobierno de Obregón irritado
expulsó, contra toda justicia y decencia, al Delegado Apostólico Mons. Filippi,
por haber asistido a la solemnidad, dando gran realce a aquella manifestación
mexicana de vasallaje a Jesucristo.
Poco tiempo después, cuando ya estaba terminado el monumento, un infeliz
aviador por orden del gobierno, lo dinamitó desde el aire. .El dolor de los
mexicanos heridos por su propio gobierno en lo más caro de sus sentimientos no
tuvo límites...Venía esto después del infame atentado contra la Virgen María de
Guadalupe, en su propia Basílica en enero de 21, y naturalmente, los católicos alarmados,
veían con horror y temor la preparación solapada de la persecución general
contra el catolicismo, profesado por los ciudadanos de toda la nación, con
excepción de una ínfima y desacreditada minoría. Así pues, los católicos de
todo México se esforzaron por protestar como podían contra tales villanías; y
se organizaron peregrinaciones de desagravio tanto a la Basílica de Guadalupe
como al cerro del Cubilete, a donde iban a jurar, que pesara a quien pesara,
habían de reconstruir el destruido monumento a Jesucristo Rey.
Primer monumento a Cristo Rey en el Cerro del
Cubilete.
Entre los que no faltaron nunca a la peregrinación de desagravio que periódicamente
se organizaba al cerro del Cubilete, para orar ante las ruinas del monumento,
se encontraban D. Rafael Chowell y sus tres hijas, personas de la mejor
sociedad de Guanajuato, y sumamente estimadas por sus virtudes. Don Rafael
trabajaba en sus asuntos, y oraba con sus hijas; aunque cuando estalló la
persecución temida, y se formó la Liga de Defensa, era profundamente partidario
de ella y de la causa cristera, nunca formó parte activa, ni de una, ni de
otra; se contentaba con orar por sus hermanos en peligro... Nada, ningún
pretexto podía alegarse en contra suya, ni de su familia; pero sí tenía sobre
su persona el gran delito de ser católico a macha martillo. Alguna vez los
soldados del gobierno, enviados al cerro del Cubilete para dispersar a los
peregrinos, se enfrentaron con él y sus hijas, dándoles la orden arbitraria de
que se retiraran. Don Rafael serenamente respondió al soldado.
—En seguida, que terminemos nuestras oraciones. No hay ley alguna que
nos prohíba esto.
Y como era verdad, y como los peregrinos no armaban ningún alboroto, ni
lanzaban gritos, ni hacían nada que pudiera calificarse de rebeldía o ataque al
gobierno, los soldados se contentaban con decirle:
—Pues acabe usted pronto...Pero allí los jefecillos lo sentenciaron,
para cuando les llegara su hora de maldad diabólica.
Y así fue como en los primeros días del mes de mayo de 1927, cuando ya
se había desatado el huracán antirreligioso, se presentaron en la casa de D.
Rafael una patrulla de milites gobiernistas, y sin más ni más lo aprehendieron.
Y al mismo tiempo hacían lo propio en sus respectivas casas, con Don Juan
Almaguer y Don Juan Chagolla. Inmediatamente y antes de que en Guanajuato
corriera la noticia, se apresuraron los verdugos de la tiranía, a meter en el
ferrocarril a los tres católicos para llevarlos a León. Las señoritas hijas de
Don Rafael lo supieron y desaladas se encaminaron desde luego a la misma
ciudad, para ver qué podían hacer por su buen padre. Llegaron a León y ellas
también al presentarse en busca del autor de sus días fueron apresadas y
encerradas ¡por ese enorme delito! Imagínense ustedes, queridos lectores, ¡qué
crimen tan horrendo es el tratar de salvar a un católico, que era al mismo
tiempo un padre de familia excelente, un ciudadano honrado y estimado por
todos, y eso por sus mismas hijas!!!!! No; aquello no podía perdonarse, por esa
especie de cafres, que levantó en nuestra pobre patria, el viento del infierno.
¡A la cárcel con ellas! . . .Pero, ¿acaso no sabemos que eso mismo, eso
mismo, está sucediendo ahora en los desdichados países donde se ha logrado
infiltrar el comunismo? ¿No sabemos, que las leyes de ese engendro diabólico,
hacen responsables del supuesto crimen de una persona a todos sus familiares,
más aún a todos sus simpatizadores?.. Dirá alguno todavía que nuestra
persecución no tenía nada que ver con el comunismo de nuestros días! La
realidad era que se llegaba el 5 de mayo, fiesta nacional, como sabemos, y para
celebrarla dignamente al estilo de cafrería o de Moscú, que viene a ser lo
mismo, muy tempranito iban a comenzar la solemnidad con fusilar en las afueras
de León a los tres católicos guanajuatenses, desagraviadores constantes de la
injuria hecha en el Cubilete a Jesucristo Rey, por aquellos masonetes. Y no
querían que nadie, ni las hijas y familiares de los católicos, impidieran de
modo ninguno la fiesta. ¿Proceso? ¿Juicio sumario tan siquiera?... Pero ¿acaso
eso es costumbre entre los cafres o bolcheviques?. . .Se contentaron pues, con
fusilar a los tres, en la mañanita del 5 de mayo.
La fiesta comenzaba bien.
Pero la indignación de toda la ciudad de Guanajuato fue enorme, y los
verdugos para calmarla dieron una excusa a la ciudad. ¡Se habían equivocado! Los
soldados buscaban a otras dos personas, llamadas también Rafael Chowell y Juan
Almaguer, reos de auténticos delitos. Y los pobrecitos soldados al buscarlos en
Guanajuato dieron ¡qué casualidad! con otras dos personas, que se llamaban
exactamente, sin faltarles una letra, lo mismo que los inocentes católicos...
¡Qué sarcasmo! Pero sí, decían verdad sin saberlo ni pretenderlo, aquellos
hombres malvados. Su equivocación era enorme. Creían que con eso acabarían con
el amor y reverencia a Jesucristo Rey de parte de los mexicanos. . . creían que
se olvidarían del Monumento a Cristo Rey. . . creían triunfar. Y ya sabemos que
en todo se equivocaron. Pero la Providencia de Dios, que de los males sabe
sacar bienes, se valió de esa supuesta equivocación, para honrar para siempre a
los católicos de Guanajuato, dando a tres de sus mejores hijos, en premio de
una vida toda cristiana, la más apetecible de todas las coronas, la corona de
la gloria, y las tres palmas del martirio.
EL MARTIR DE
ZACATECAS
Hacia fines del mes de abril de 1926 la Ciudad de San Luis Potosí fue
teatro de graves disturbios. Los pacíficos potosinos se habían echado casi
todos a la calle, porque al amanecer de aquel día, una noticia propagada con la
rapidez del fuego en un cañaveral, había sido la gota de agua que haría rebosar
el vaso de su indignación por tantos atropellos, como en todas las partes de la
República, habíanse venido cometiendo desde el año pasado, en contra de los católicos
mexicanos. Algunos soldados habían entrado a caballo en el templo de San José, mientras
se celebraba la santa misa, habían arrojado a culatazos, hiriendo a algunos, a
los fieles que asistían devotamente a los sagrados misterios, habían impedido
terminar al sacerdote el santo sacrificio, sacándolo, revestido como estaba con
los ornamentos sagrados, fuera del templo y clausurando éste. Después se habían
dirigido a la capilla del seminario o de Nuestra Señora de Guadalupe, y habían
hecho lo mismo, mientras el Padre Moctezuma celebraba también, y como éste no
había aun consumido las Sagradas Especies, habían dejado encerrado en el
templo, sobre el altar, al Santísimo Sacramento; y finalmente se habían
dirigido al obispado, arrestando al Excmo. Sr. Obispo D. Miguel de la Mora,
sumamente estimado por sus virtudes, de los potosinos, dándole por prisión su
misma casa. — ¡Eh! ¡Basta ya! —se dijeron casi unánimemente los buenos
potosinos, y sin previo acuerdo, se lanzaron a una a la calle rumbo al
obispado, para impedir como se pudiera, cualquier otro atentado contra su
obispo.
La multitud crecía por momentos. De todos los rumbos de la ciudad oleada
de gente, hombres, mujeres y joven de ambos sexos, llegaban y llegaban ante el
palacio episcopal, para enfrentarse con los soldados de la guardia y exigir la
libertad inmediata del prelado. Los soldados, asustados, avisaron a la
jefatura, y ésta envió camiones cargados con refuerzos militares, lo que
aumentó la indignación del pueblo. Pronto sonaron los primeros tiros; los
soldados llevaban ametralladoras, algunos del pueblo sacaron sus pistolas y
empezó la lucha. Heridos, contusos y muertos comenzaron a quedar en la calle y
sus aledaños. Entre ellos había ya no pocos soldados, pues entre ellos mismos
se entablaron algunas riñas en pro y en contra de lo que tenían órdenes de
hacer.
1 Los sucesos que voy a referir los he tomado de un largo relato que se
sirvió enviarme una persona muy digna de crédito de la ciudad de San Luis
Potosí. No se contentó con darme estas noticias, sino que añadió una lista de
honorabilísimas personas radicadas ahora en San Luis, en México, en
Aguascalientes, en Puebla, en Zacatecas y hasta en Nogales (EE.UU.) que podían
testificar, si creía conveniente preguntarles, para lo que me daba sus
direcciones, sobre la verdad del relato. Esta última precaución no dejó de
llamarme algo la atención, porque bien sabía mi honorable corresponsal, que
había yo de creerlo. Aunque en el curso del relato, él mismo me daba algunos
indicios, de que había algunas personas en San Luis, a quienes no les gustaba
se tratara de todo este asunto. En efecto pocos días después de haber salido impresa
en la revista Unión esta semblanza, un compañero mío recibió una tarjeta postal,
en que se le decía, que en mi semblanza había inexactitudes y exageraciones, y la
firmaba otra persona honorabilísima de San Luis. Mi compañero, a petición mía, contestó
a la tarjeta, rogando a dicha persona se sirviese indicarme cuáles eran los
defectos y exageraciones de la semblanza, para corregirlos al imprimir este
libro; pero hasta la fecha no he recibido la rectificación deseada, por lo que
tengo que sujetarme a lo dicho en el primer relato, esperando que cuando por
fin se abran los procesos de nuestros mártires, en el proceso de Fidel Muro, se
pondrá en claro toda la verdad. Ese es precisamente el fin de esos procesos
canónicos. Pero por lo pronto he sacado la consecuencia de que aún persiste
desgraciadamente entre los católicos la discordia que surgió a raíz de los
últimos arreglos con el gobierno, que dieron fin a la lucha cristera. Lo
lamento profundamente porque para nada es útil, y sí peligrosa y reprobable
toda discordia entre católicos. ¡Cuántos de nuestros males nacionales vienen en
ella!
En efecto, testigos presenciales refieren que uno de aquellos soldados
apostados en la calle, miraba con repugnancia los excesos de sus compañeros de
armas. Llegóse a él un capitancillo y le dijo:
—Disperse a esa gente.
—Mi capitán —respondió el soldado—, no se puede. Mire, yo soy soldado para
defender a la patria, y no para asesinar mujeres y niños... Mire a esa pobre
mujer allí tirada. No hacía otra cosa que levantados los brazos en cruz, rezar
para que se calmara el tumulto... y ¡recibió toda una descarga de ametralladora
en el pecho!... ¡Mire a ese niño, que gritaba entusiasmado ¡Viva Cristo Rey!, y
un compañero le disparó un tiro en frente...! ¡Mire a esa niña que se asomaba
curiosa y temerosa a la puerta de ese zaguán...! Y por eso, otro compañero le
descerrajó un tiro en el pecho... ¡No. capitán!... para eso no soy soldado de
la patria. ¡Eso deshonra a nuestro ejército...!
El capitán, furioso, se lanzó sobre el soldado y lo abofeteó, sin más...Pero
el soldado entonces, que era hombre de malas pulgas, lo rechazó con el arma que
llevaba, atravesándolo de parte a parte con la bayoneta, y al verle caer, dejóle
tirado y emprendió la fuga. La multitud que había presenciado aquello, se lanzó
sobre el caído para rematarlo a golpes. La ira del pueblo se exacerbaba con
tales sucesos, y parecía un mar encrespado, que avanzaba amenazador contra los
camiones militares y los centinelas del palacio. Avisóse al general Cedillo, y
éste, para no dar que decir, subió a su automóvil dizque para ir al lugar de
los sucesos e imponer el orden, pero desde lejos oyó la gritería y los
estampidos de las armas de fuego, y muy "prudentemente" dio orden al
chofer para que pasara por tres calles atrás de aquella en que se desarrollaba
el combate con mayor intensidad. No le valió completamente su gran acto de
valor, porque algunos hombres, que reconocieron su automóvil, se lanzaron en su
persecución y una verdadera granizada de piedras lo aboyó por todos lados,
salvándose el general gracias a la velocidad que imprimió su conductor al
vehículo. Pálido, desencajado, Cedillo, ya en las afueras de la población tomó
un teléfono y se comunicó con el obispo, exigiéndole se pusiera al habla con
él.
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