6 DE JULIO
OCTAVA DE LOS SANTOS APOSTOLES
SAN PEDRO Y
SAN PABLO
A DIOS POR JESÚS Y
A JESÚS POR LA IGLESIA. — Apoyada firmemente en Pedro, la
Iglesia, se dirige hacia el que Jesucristo la dió por jefe, y le tributa
obediencia y fe, veneración y amor. Es que siente la necesidad de ser
agradecida. Por otra parte, no ignora, que, según el dicho de San Pedro
Damiano, "nadie puede pretender la intimidad con el Señor, sin ser a la
vez íntimo de Pedro". ¡Admirable unidad de los pasos de Dios hacia su
criatura! Pero al mismo tiempo, ley absoluta del avance de ésta hacia la vida
divina: a Dios sólo se le encuentra en Jesús, lo mismo que a Jesús en la
Iglesia y a la Iglesia con Pedro. Si me conocieseis, decía el Señor, acaso
conoceríais también a mi Padre2; pero los Judíos buscaban a Dios fuera de
Jesús y sus esfuerzos resultaban inútiles. Después vinieron otros que
pretendieron hallar a Jesús prescindiendo de su Iglesia, pero lo que Dios ha
unido, ¿lo va a separar el hombre?. Y esos hombres, en seguimiento
del Cristo que imaginaron, no hallaron ni a Jesús ni a su Iglesia. Finalmente, otros
son hijos de la Iglesia, pero están convencidos de que no tienen que buscar
sino al Divino Pastor que reside en el cielo; y no obstante eso, Jesús
ciertamente no quiso que las cosas fuesen así, al encomendar a otro el cuidado de
apacentar los corderos y ovejas por estas palabras se ve, que el Pastor
celestial confiaba a Simón, hijo de Juan el alimento, la dirección, el aumento
y la conservación, no sólo de algunos, sino de todos, pequeños y grandes.
JESÚS PRESENTE EN
EL PAPA. — Alma que estás hambrienta de Dios, aprende
pues a ir a Pedro; no creas que vas a llegar por otro camino a saciar el hambre
que te acosa. Formada en la escuela de la sagrada Liturgia, ciertamente no eres
de las que se desentienden de la humanidad en el Hijo de María, para llegar más
pronto, dicen, y de un modo más seguro al Verbo; pero tampoco pretendas
soslayar al Vicario de Dios. No menos está Jesús deseoso que tú del encuentro; ten,
pues, por seguro que lo que pone en el camino, entre ti y El, no es dilación,
sino ayuda. Como en la Sagrada Eucaristía, las sagradas especies tienen la
finalidad de indicarte dónde te espera al que tú no sabrías buscar por ti mismo
en la tierra, de igual manera el misterio de Pedro no tiene otro objeto que el
señalarte de un modo cierto dónde está para ti, con su autoridad y con su
infalible dirección, el que reside para ti en el Divino Sacramento en su propia
sustancia. Los dos misterios se completan; van a la par y cesarán a la vez,
cuando nuestros ojos puedan contemplar directamente a Jesús; pero desde este
mundo, la Iglesia ve en ello no tanto un intermediario o un velo, como el signo
mil veces precioso del Esposo invisible. Por eso no te debe asombrar que los
honores que a Pedro tributa, rivalicen con los que prodiga a la Hostia; en esas
genuflexiones tan repetidas por ambas partes, la Iglesia en efecto, reverencia
y adora lo mismo: no ciertamente al hombre que se ve sentado en el trono
apostólico, ni tampoco a las especies que los sentidos perciben en el altar; sino,
en una y otra parte, al mismo Jesús, que guarda silencio en el Sacramento y que
habla y manda en su Vicario.
EL PAPA, CABEZA DE
LA IGLESIA. — Por lo demás, la Iglesia sabe que sólo
Pedro puede poner en sus manos la Hostia. El bautismo que nos hace hijos de
Dios y todos los Sacramentos que multiplican en nosotros las energías divinas,
son un tesoro del cual sólo él puede disponer legítimamente por si o por otros.
Su palabra es la que, en todo el mundo y en todos los grados de la enseñanza autorizada,
hace nacer en el fondo de las almas la fe, principio de la salvación, y la
desarrolla en ellos, desde estos modestos principios, hasta las cimas más
luminosas de la santidad. Y como, por estar en las alturas, la vida de los consejos
evangélicos es el jardín que de un modo más particular se reserva el Esposo,
Pedro también se reserva el gobierno y protección más especial de las familias
religiosas, deseando poder siempre ofrecer directamente él mismo a Jesús las
flores más bellas de esta santidad de la que es el principio y sostén su alto
ministerio. Y santificada de esa manera, la Iglesia sigue dirigiéndose a Pedro
para aprender de él el modo de ir al Esposo, en sus homenajes y en su culto: le
repite, como los discípulos antiguamente al Salvador: Enséñanos a orar y
Pedro, inspirándose en lo que sabe de la Liturgia del cielo, determina para
este mundo los ritos sagrados y dicta a la Esposa el tema de sus cantos. Y
finalmente ¿quién, sino Pedro, es el que a su Santidad añade los caracteres de
unidad, de catolicidad, de apostolicidad, que para ella son, ante el mundo, el
título irrefragable de sus derechos al trono y al amor del Hijo de Dios?
DEVOCIÓN AL PAPA. —
Si somos de verás hijos de la Iglesia, si vivimos de los sentimientos del corazón
de nuestra Madre, comprendamos cuál debe ser el agradecimiento, el respeto
lleno de amor, la tierna confianza, la entrega absoluta y rendimiento de todo
nuestro ser al hombre, de quien, por la amabilísima voluntad de Dios, nos vienen
todos estos bienes. Pedro debe ser el objeto constante de nuestro culto filial
en su persona y en sus sucesores, y sobre todo en el que hoy lleva el peso del
mundo y nuestras propias cargas. Nuestros deben ser sus sufrimientos, sus glorias,
sus intenciones. No olvidemos que Aquel de quien es representante visible el
Romano Pontífice, quiso que todos sus miembros tuviesen parte de un modo
invisible en el gobierno de su Iglesia: la responsabilidad que a cada cual
incumbe en un punto de tan gran importancia, se da claramente a entender por el
deber de la oración, que ante Dios vale más que la acción, y a la que el amor
hace más fuerte que el infierno’.
LA GLORIA DE ROMA. —
En este último día de la Octava dedicada al triunfo de los dos príncipes de los
Apóstoles, saludemos una vez más a la ciudad que fué testigo de sus postreras
luchas. Ella conserva sus sepulcros y allí permanece la Silla del sucesor de
Pedro; por este doble motivo es el vestíbulo de los cielos y la capital del
imperio de las almas. El pensamiento de los trofeos augustos que se levantan a
un lado y otro de su río, y de los recuerdos gloriosos que abundan en su
alrededor, estremecía a San Juan Crisóstomo, bajo el cielo de Oriente.
"No, exclamaba en una homilía a su pueblo; el cielo, cuando el sol le ilumina
con todos sus rayos, no se puede comparar en nada al esplendor de Roma que
proyecta sobre el mundo la luz de estas dos lumbreras. De allí se levantará
Pablo y de allí Pedro. Reflexionad y estremeceos al pensar en el espectáculo que
presenciará Roma cuando Pablo juntamente con Pedro se levanten de sus sepulcros
y sean llevados al encuentro del Señor. ¡Espléndida rosa la que Roma presenta a
Cristo! ¡Qué coronas más brillantes ciñen a esta ciudad! ¡De qué cadenas de oro
está rodeada! ¡Qué fuentes las suyas! Admiro a esta famosa ciudad, no por el
oro que en ella abunda, ni por sus pórticos fastuosos, sino porque conserva en
su recinto estas dos columnas de la Iglesia'". Y el ilustre predicador
expresaba en términos encendidos el deseo que tuvo de visitar los famosos
sepulcros, tesoro del mundo y muro seguro de la ciudad reina.
LA PEREGRINACIÓN A
ROMA. — Hoy día, de todas las diócesis del mundo tienen que
acudir los Obispos, a intervalos que señala el derecho, a visitar las basílicas
que se construyeron sobre los restos preciosos de los dos grandes Apóstoles. Lo
mismo que San Pablo durante su vida mortal, tienen ellos también que venir a
ver a Pedro que vive siempre en el Pontífice heredero de su primacía. Si
los simples cristianos no están sometidos a una obligación, que para sus
Obispos es el objeto de un juramento solemne, no obstante eso, todo verdadero
católico dirigirá con frecuencia su pensamiento hacia las cumbres gloriosas de
donde brotan para el mundo entero las fuentes de la salvación. Una de las
señales más consoladoras en nuestros malhadados tiempos es el movimiento que
agita a las turbas y las arrastra en número cada vez más creciente, a la Ciudad
eterna; es la continuación de una de las tradiciones más antiguas y más sanas
de nuestros padres. Eso no obstante, si no todos pueden apropiarse en este
sentido la palabra del Salmo: "Me regocijé cuando me dijeron: Iremos a la
casa del Señor", sepan todos, al menos, tan bien o mejor que el Judío,
repetir estos acentos del verdadero patriotismo de las almas: "¡Todos los
bienes sean para los que te aman, oh Jerusalén verdadera! Reine la paz en tus
defensas y la abundancia en tus fortificaciones. Por amor de mis hermanos que
en ti moran, te deseo la paz; por amor de la casa de Yavé, nuestro Dios, te
deseo todo bien'
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